Con Loli descubrimos, desde el primer viaje cuando nos conocimos, que nos divertía mucho ponerle nombres estrambóticos a ciertos lugares, como por ejemplo “El puente de las travesuras”, como llamamos al puente sobre el lago artificial del Parque Sarmiento, en el cual una noche de verano nos dedicamos a ciertas efusividades románticas no usuales entre un señor mayor y una adolescente.
Así las cosas, y a la búsqueda de lugares especiales un anochecer en que salimos famélicos buscando un lugar dónde cenar –creo que fue en el tercer viaje–, me detuve frente a un local ubicado en la esquina del hotel en el que nos alojábamos, en la esquina de San Jerónimo y una de las esquinas de la placita San Roque y miré hacia adentro, y aunque en la pizarra se ofrecía una amplia gama de platos tentadores, el interior nos pareció bastante deprimente, a decir verdad.
–¿Te parece que comamos acá, Papi? –preguntó Loli, con una expresión que más que duda era de horror dibujada en el rostro.
–No, Princesita, tranquila... No acá. Mirá –le expliqué–, me gustan los bodegones viejos porque aprendí que en muchos, dejando de lado el aspecto, se puede comer fantástico. Es como con las personas, ¿viste? No todo lo que "parece" es y no todo lo que es, parece. Pero no sé si éste… bodegón “El Pinchazo”, es uno de esos que me gustaban a mí.
–¿Se llama así? –preguntó Loli.
–Sí a partir de este momento, Frutillita –le contesté–. Mirá, no tiene nombre, de manera que lo bautizo: desde ahora se llamará “Bodegón El Pinchazo”. ¡Jajaj!
–¡Jajaj! ¡Una de tus ocurrencias, mi vida!
Así empezamos a ponerle nombres a ciertos lugares de los cientos que tiene la oferta gastronómica de La Docta.
De todos, el preferido de nuestras anécdotas es el “Bolichón La Puñalada” y está ubicado en las cercanías de la terminal de ómnibus, para ser más preciso en la recova del Boulevard J. D. Perón al 100.
Lo descubrí un domingo frío, desapacible y gris de agosto de 2008, después de despedir a Loli en la parada del colectivo y todavía hoy me pregunto por qué decidí entrar.
Resulta que en esa época Loli tenía que regresar a la casa antes que cayera el sol. De manera que sólo se quedaba hasta las seis de la tarde y yo, hasta las diez de la noche –cuando salía el micro–, tenía que buscar un lugar donde pasar el tiempo y comer algo antes de partir.
Siempre nos acordamos de esas tardes de domingo, después de entregar la habitación del hotel, caminando tomados de la mano hasta la parada del ómnibus –Loli no quería que le pagara un taxi para poder estar juntos esos últimos minutos–, preguntándonos cuándo podríamos volver a vernos y tratando de disimular el humor de perros compartido. El día que descubrí el “Bolichón La Puñalada” fue una de esas tristes tardes de domingo. La peor de todas, creo.
El día no ayudaba para nada, como dije. Habíamos estado abrazándonos, tratando de consolarnos el uno al otro hasta último momento –sin lograrlo en absoluto–, y antes de irse, Loli me preguntó:
–¿Vas a comer algo antes de viajar, mi amor?
–Sí, sí. Quedate tranquila.
–¿Adónde vas a ir? ¿Al Ruedo? –insistió, aludiendo a un lugar donde solíamos tomar el desayuno los domingos de sol.
–No sé, voy a ver... Posiblemente –le contesté, para que no se preocupase.
Entonces llegó el colectivo, Loli me dio un abrazo y un beso, se subió y nos dijimos “chau” con la mano y nos tiramos besos hasta que arrancó.
Yo volví al hotel, retiré el equipaje que había dejado en la recepción y salí, con la idea de ir a algún lugar más cercano de la terminal. Empecé a dar vueltas como perro de la calle que no encuentra lugar donde acomodarse, buscando un lugar donde sentarme a leer –a pensar en los días que habíamos pasado, en realidad, haciendo que leía–, y comer algo más tarde.
No recuerdo bien cuántas cuadras caminé, sin decidirme a entrar en ningún lugar, mirando las pizarras con las ofertas de platos del día, pero de alguna manera terminé ahí, en la recova, que si en un día común es un lugar no recomendado para depresivos, esa tarde de domingo gris, fría y desapacible era el sitio menos indicado para alguien que, como yo, estaba sumido en un espantoso ataque de melancolía.
Ahí, en la recova del Boulevard Perón había cuatro boliches –tipo tugurio, vamos–, uno peor que el otro. Dos estaban vacíos hasta la hora de la cena y uno estaba cerrado. El único que tenía parroquianos sentados en las mesas, orientados todos hacia el mismo lugar, era el bolichón en cuestión y, visto desde afuera, el ambiente no era el más placentero que digamos.
Creo que fue mi lado oscuro y masoquista el que me obligó a entrar.
Según mi memoria, los parroquianos presentes eran, a saber:
a) un hombre de esos que parecen llevar la soledad dibujada en las facciones sentado en una de las mesas, sobre la que reposaba una botella de cerveza y un vaso. El tipo –que me acuerde–, daba la impresión de estar catatónico, la mano derecha agarrando el vaso, pero sin moverse; la vista fija en la pantalla de un televisor ubicado en la parte alta del lado de adentro de la pared que daba a la calle. Comprobé que no estaba muerto –y que nadie se había dado cuenta de este detalle–, cuando unos veinte minutos después que me hube acomodado en la mesa contigua a la que él ocupaba –la segunda de la fila del medio–, la mano se movió para llevar el vaso de cerveza hasta la boca de este buen hombre que dio, por fin, un signo de vida.
b) Dos muchachos relativamente jóvenes, ambos típicos “nero cordobé”, uno muy alto, con el cabello lacio tan largo que le llegaba hasta los hombros y teñido de rubio, lo que le daba un aspecto exótico y que permanecía casi tan inmóvil como el vecino de atrás, el de la mesa del medio, que no largaba su vaso de cerveza. El acompañante del altísimo pelilargo, como por efecto de contraste, era bajito, canijo, de mirada huidiza y cabello enrulado-grasoso, al contrario, se movía continuamente como si estuviera transitando por el punto más crítico del mal del San Vito que supone –entre otros síntomas–, una grave alteración motora cuyo rasgo externo más común lo constituye un movimiento exagerado de las extremidades (movimientos coréicos) y la brusca y repentina aparición de muecas de todo tipo. La mesa que ambos compartían ostentaba dos botellas de cerveza. Una vacía. La otra, a medio vaciar. Lo único que parecía amalgamar a seres tan diferentes, era la atención inmóvil de uno e híper-kinética del otro, en la pantalla del televisor que transmitía a que no adivinan ¿qué? Un partido de Fulbo, Fóbal, Fútbol o como quieran llamarlo.
d) Una pareja formada por un hombre y una mujer, ambos de edad difícil de calcular, entre los treinta y los cincuenta años, sentados en una mesa doble, uno al lado del otro, apuntando la mirada hacia el televisor de la pared opuesta. El hombre, del tipo hierático, de vez en cuando emitía una suerte de gruñido. La mujer, en esos trances, soltaba su vaso de cerveza –sí, estaban tomando cerveza– y ponía su mano sobre la mano del hombre, a guisa de caricia comprensiva.
e) Un “cuarteto” de jóvenes que ocupaban otra mesa doble –las botellas de cerveza Quimes y naranja Pritty eran varias, y casi todas vacías–, arracimados todos de un lado, mirando el televisor y haciendo comentarios soeces, despectivos y difamatorios acerca de la honorabilidad y buen nombre de la abuela de un jugador, de la madre del árbitro y de la hermana del uno de los dos directores técnicos.
Un lugar que ni hecho a la medida para que yo saliera huyendo sin pensarlo dos veces pero en el cual sin embargo –y contra toda presunción y razonamiento–, me quedé.
Cuando intento comprender la razón de la permanencia, a veces me digo que se debió a esa curiosidad que, desde pequeño, me lleva a observar los diferentes especímenes de la fauna urbana para tejer conjeturas, hacer estadísticas, fantasear historias, imaginar situaciones y sacar conclusiones que, dado el carácter incierto de las premisas, no siempre resultan verdaderas.
El caso es que me senté en una de las dos mesas libres, acomodé mi equipaje en la silla frente a mí y me orienté, claro, mirando hacia el lado del televisor, para mimetizarme en el paisaje y como para no ser descortés.
Por el rabillo del ojo observé al mozo –la moza, en realidad– que, a menos de dos metros, ni siquiera se había dado por enterada de mi presencia, absorta como estaba en la contemplación alternativa de la pantalla y la larga pelambrera teñida de rubio-paja, del “nero” alto e inmóvil. No daba para sacarla de su ensimismamiento, de manera que miré hacia atrás y descubrí a un hombre –después me enteraría que era el propietario del bolichón–, ataviado con un curioso atuendo de camiseta de invierno de manga larga, chaleco de lana sin mangas que debe haber conocido épocas mejores, unos jeans demasiado holgados que, por el lado de atrás, caían a plomo dejando a la vista ese inicio de la zanjita del traste que suelen mostrar –sin darse cuenta–, los hombres de culo chato.
El mencionado mesonero, llevaba un par de anteojos colgando sobre el pecho, sujetos con una indigna cadena de mostacilla...
Sí, ahí adentro, a esa hora del crepúsculo de un domingo de invierno, el tipo llevaba una boina de lana a cuadros del borde de la cual asomaban, a los costados y en la nuca, largos mechones de un cabello gris-ceniciento que debía hacer mucho tiempo se habían olvidado del olor del champú.
Todos, pero todos, todos, con la vista clavada en el televisor, siguiendo las alternativas de ese partido de fútbol del que nunca me enteré quién jugaba contra quién, pero que a la sazón, debía tener importancia fundamental para todos los presentes.
Les juro pero en serio, les juro y me beso el índice a lo largo y a lo ancho –¡Chuick! ¡Chuick!–, que no sé porqué no me fui en el acto antes de pedir que la moza o cualquiera de los presentes me clavara una puñalada con un cuchillo tramontina y me inmolara en nombre de la depresión ahí mismo. Quizás porque me dio-cosa resultar tan descortés con los parroquianos, o porque mi estado de melancolía era tal que mi instinto de auto-destrucción me inmovilizó o el local me atrapó en sus invisibles brazos de decadencia para que padeciera más la despedida, mientras una voz aguardentosa del espectro de un mamado sin remedio que había elegido ese local de la recova como su última morada y proveniente de ninguna parte, me decía: “¿Querías sufrir? ¡Tomá, tomá y TOMÁ!”
Me salvó una mujer que apareció detrás de mí, proveniente del lugar donde debía estar la cocina, que llevaba en una de sus manos un plato ASÍ DE GRANDE ocupado por una costeleta ribeteada casi por completo por una verdadera montaña de aromáticas papas fritas.
Fue la única que reparó en mi presencia, es justo reconocerlo.
Dejó el plato en la mesa de el-alto-inmóvil y el bajito-con-San-Vito (que lo hizo desaparecer en menos de lo que se dice "Mu"), y se acercó a mí, con esa mirada entre despectiva y perpleja del que ve un bicho raro, ajeno a la manada, ocupando un lugar en el que, se supone, no debería estar.
–¿Quiere algo? –me dijo.
–Seh… –dije, casi susurrando, para no interrumpir la abstracción generalizada.
–¿De tomar o de comer? –me preguntó, y me animé.
–¿Puede ser un bife con papas fritas como ése? –le contesté, señalando con un gesto de cabeza el plato que descansaba en la mesa en la que lo había dejado.
–¿Con o sin huevo frito? –repreguntó, conocedora del alma humana y de los gustos simples.
–Con dos –respondí, diciéndome que si me animaba a comerme la costeleta y las papas fritas que vaya uno a saber cómo y adónde las hacía, bien podía permitirme jugarme el todo por el todo y pedirlas “a caballo”. Al fin y al cabo, el mundo es de los osados.
La mujer –a la sazón la cocinera oficial del bolichón– asintió con un gesto de cabeza y volvió a desaparecer por la puerta que llevaba al lugar donde a todas luces, estaba la cocina.
Me había dado hambre. Ver el plato, me había despertado el hambre y ni siquiera especulé que podía ser uno más de los trucos de ese lugar fantasmagórico para retenerme cautivo hasta la definitiva caída del sol.
Mientras esperaba, el alto-pelilargo-teñido se levantó desplegando toda su humanidad y se dirigió al mostrador, caminando hacia atrás para no dejar de mirar la tele y tanteando con una mano, eligió cuatro empanadas de dudosa calidad de una bandeja grasienta y se las extendió a la moza –que lo miraba, arrobada–, para que se las calentara, según colegí. Después volvió a la mesa, sin despegar los ojos de la pantalla, y se sentó.
A partir de ese momento, los acontecimientos se desencadenaron.
Algo importante debió pasar en el partido, porque al mismo tiempo que los cuatro jóvenes recrudecían sus opiniones adversas acerca de la honra de la abuela, la madre y la hermana de árbitro, director técnico, arqueros y jugadores, el presunto muerto que aferraba el vaso de cerveza dio un respingo y tomó un trago, con gesto contrariado.
La moza pareció despertar de su letargo amatorio, puso dos panes de fonda en una panera que debía ser de la década del amor libre en los años sesenta y la dejó sobre mi mesa.
–¿Qué va a tomar? –preguntó. Ah, hablaba y todo.
Eché una ojeada al mostrador, donde se apiñaban algunas botellas, dispuesto a pedir una gaseosa –no es que me desagrade la cerveza, pero sentí que tenía que mostrar cierta independencia de criterio que me diferenciara de los presentes–, cuando descubrí una única botella de vino de esas individuales de 3/8.
–¿Me puede mostrar ese vino de ahí?
–Ajá –dijo, y fue y lo buscó.
Era una botellita de “Estancia Mendoza” Cabernet Sauvignon que, si la etiqueta no mentía, hacía unos cinco años que debía estar languideciendo y añejándose, a la espera que alguien se dignara descorcharla.
–Sí, está bien –le dije.
Para abrirla, tuvo que venir el propietario de la camiseta de manga larga y la boina, porque la pobre no sabía cómo usar el sector del sacacorchos, acostumbrada como debía estar a usar sólo el lado del destapador de gaseosas y cerveza.
Justo cuando me dejaba la única copa –Bueh, tampoco era cristal, sino uno de esos vasos con forma de copa– que vi en el establecimiento, apareció la cocinera con el plato.
Entonces sí, en ese momento recobré mi fe en el mañana, mi esperanza de volver a Loli en poco tiempo y algo de mi alegría de vivir, y me dediqué a zamparme el bife –no era costeleta, se ve que no le quedaban y me beneficié con un entrecot muy parecido a un bife de chorizo– con papas fritas, que estaban deliciosas (¡Ma qué Mac Donald’s!), y a mojar el pancito en la yema del decorativo y apetitoso huevo frito montado sobre el bife, mientras el alto pelilargo teñido se quemaba la boca con las empanadas que la moza le había calentado y que, como dice el Negro Dolina, en ciertas ocasiones suelen alcanzar temperaturas internas de más de cuatro mil grados Celsius, en especial si son de carne picante.
En resumen, una cena de maravilla antes de ir a la terminal a tomar el micro de regreso, con la sorpresa inesperada de la inusual calidad del vino, que había terminado de madurar en la botella, durante el tiempo que fuera que llevaba en ese mostrador.
Creo que esa mi primer y única visita al “Bolichón La Puñalada” (el nombre hace alusión a mi depresiva intención que alguien me clavara sin asco un tramontina en el cuello), podría llevar páginas y páginas (si imaginan que pasé casi tres horas y media ahí, y el bife lo despaché en la segunda media hora de estar sentado a la mesa), y no quiero abrumarlos.
Por supuesto le conté a Loli lo sucedido y la escuché reírse a carcajadas del otro lado del teléfono. Varias veces pasamos delante de ese lugar en estos tres años y unos meses y juro que, si bien estuve tentado, no se me ocurrió entrar con ella a tomar ni siquiera un vaso de agua. ¡Qué va!
Pero ayer viernes, que tuve que ir a hacer unas gestiones al centro, recorrí la vereda de la recova y comprobé que de los cuatro locales, quedan tres. El "Bolichón La Puñalada", sigue ahí, resistiendo el paso del tiempo, la inflación, la AFIP y las inspecciones municipales de bromatología. Cuando pasé por la puerta, de pronto, me acordé de todo y se me ocurrió que podía escribirlo.
A primera vista, una de dos: o cambió de dueño o el señor de la camiseta de manga larga y boina se decidió a adecentar un poco el lugar. No entré para ver si estaba el televisor del lado interno, pero me llamó la atención el haber descubierto a un único parroquiano, sentado en la segunda mesa del medio, con una botella de cerveza a medio consumir que, inmóvil como una estatua, tenía la vista orientada hacia la pared frente a él, arriba, mientras con su mano derecha aferraba con determinación un vaso vacío.
PD: Pena no tener una foto de la recova, para que quienes no conocen Córdoba, se den una idea.