
La sesión, fue más de lo mismo: críticas, ataques a mi persona (no hay peor cosa que se pueda hacer para que Loli reaccione de manera intransigente, que hablarle mal de alguien a quien ella quiere), recriminaciones, prejuicios, acusaciones, admoniciones de calamidades por venir y una cerrada, obtusa y obcecada postura intransigente que, a lo que menos conduce es a un acercamiento.
Y otra vez la cantinela de “Intimidades de Lolita y El Profesor”, como si necesitara machacar una y otra vez en ese blog.
–Porque imagínese, Licenciada –repetía, como un sonsonete–, ahí ellos dos ventilaban toda su intimidad...
–No toda, mamá... –dijo Lolita.
–Ese lugar es re-pug-nan-te... ¡Escriben cómo tienen sexo!
–No siempre, mamá... –insitió Loli.
–Bueno, señora... Pero ahí no dice en ningún lugar el nombre verdadero de ninguno de los dos... Y, por otra parte, todas las parejas tienen fantasías –intervino la terapeuta–. Quizás no sea conveniente ventilarlas, pero las fantasías están en todos nosotros...
–¡EN MÍ NUNCA! –rugió la señora, como un vikingo a punto de invadir un pueblo de la costa inglesa en la Edad Oscura.
Sí, claro. En ella nunca. Hete aquí que, quizás, ése es el verdadero problema. Quizás se digan: “Pobre, nunca tuvo fantasías, la señora...”, pero no, no se trata de eso.
Se trata, y soy capaz de apostar doble contra sencillo, que esta actitud entra como anillo al dedo, en el modelo que el médico y sicoanalista Wilhelm Reich llamó "la moral sexual autoritaria".
Como resultado de la experiencia que obtuvo en el trato de sus pacientes, Reich consideró los síntomas neuróticos, así como los rasgos del carácter, como canales sin salida de la energía sexual que se encontraba reprimida. Su terapia sostenía que debía dirigirse a destruir los taponamientos de la sexualidad ya que una vez que la energía sexual podía fluir libre por sus sanos canales sexuales –o sea, a través del orgasmo genital–, el paciente se liberaría de la neurosis.
Wilhelm Reich consideraba que el orgasmo sexual, plenamente realizado y gozado era la medida de la salud mental individual y sostenía que esto era válido tanto para mujeres como para hombres.
Enfrentándose a Freud, Reich presentó convincentes ejemplos clínicos en los cuales el comportamiento masoquista aparecía como un angustiado pedido de amor, y demostró que la persona masoquista (que siempre está asociada al sadismo, como la moneda con dos caras) en realidad, lo que dice con sus actitudes es: “... mírenme, vean cuanto sufro, soy tan desgraciada, quiéranme”.
Esto es: el masoquismo (siempre asociado a conductas sádicas) que muestran las personas culpógenas, opinaba Reich, no era más que el Eros disfrazado.
Eso por un lado.
Por el otro, lo que esta señora no comprende es que los jóvenes no son un montón de seres humanos que sufren un periodo de cambios de forma uniforme, sino que para comprender de qué se trata la juventud, hay que considerar que todos son diferentes, recordar la diversidad de opinión, la libre elección, los tiempos, la geografía, la condición socioeconómica y un largo etcétera de factores.
Quizás ella mida a su propia hija de acuerdo a su moral sexual autoritaria y repita la cantinela de que ella, a la edad de Loli... bla bla bla... Es decir, no comprende nada.
Todo esto, puedo entenderlo y comprender a esta pobre torturada mujer que debe haber tenido una infancia atroz y una adolescencia hecha en base a puro padecimiento. Pero, como ya he mencionado, comprender es una cosa y justificar, otra muy distinta. Tanto como que el chorizo es el chorizo y no debe confundirse con la velocidad.
Y menos aún, justificar lo que sucedió a continuación.
La sesión, lejos de acercar a madre e hija, por el empecinamiento de la señora, fue imposibilitando cada vez más la conciliación. Y como broche de oro, en el momento de terminar y de retirarse, y como si lo hiciera adrede, la madre de Lolita, la terminó de embarrar.
–Bueno, nos vamos... –dijo.
Y así, tan suelta de cuerpo, ante la mirada de estupefacción de Loli y de la terapeuta, rumbeó para la salida.
Cuando llegaron a la puerta, la madre de Lolita se acercó, le dio un beso de esos que mejor no te los den y, con la excusa de que se le hacía tarde, se fue lo más campante.
SIN PAGAR.
Por segunda vez, en el momento de pagar una sesión a la analista de su hija, apretó bien fuerte la cartera contra el pecho –como si alguien se la fuera a robar–, y se hizo la desentendida.
Lolita, que estaba padeciendo un ataque de vergüenza ajena después de cruzar una mirada de desconcierto con la terapeuta, no atinó a decirle nada y sólo reaccionó cuando llegó a la casa.
Entonces le envió un mensaje de texto a su madre diciéndole: “Te fuiste sin pagar”.
Como respuesta, recibió una llamada telefónica.
–Te fuiste sin pagar... –volvió a decirle.
–¿Y por qué tengo que pagar yo? –dijo la voz del otro lado del teléfono.
–Porque cuando papá va a una vincular, paga él. Bah... en realidad él me paga la terapia.
–Yo no tengo porqué pagar. Al fin y al cabo ¿no es tu espacio psicoanalítico..? –le soltó la madre, tan campante.
Loli inspiró, y contó hasta cinco antes de contestarle.
–¿No decís que sos capaz de hacer cualquier cosa por mi felicidad? ¿No dijiste una vez que con tal de sacarme de donde vos no querías que estuviera eras capaz de ir al infierno?
–(...) –(más de una vez Lolita la ha dejado sin palabras, a su madre, que se pone verde de ira).
–... pero con todo lo que decís que me querés, ¿no sos capaz de pagar una sesión de análisis vincular para mí? ¿Y eso es querer el bien de un hijo?
–Vos no entendés –saltó, rápido, la descalificación–. No me corresponde a mí pagar la sesión. Que la pague tu papá. Al fin y al cabo, ¿no es tu espacio psicoanalítico? –volvió a insistir con el argumento, como si se lo hubiese estudiado de memoria.
–Pero... ¿Cómo podés ser tan, tan rata? ¿Cómo podés ser tan mezquina? –dijo Loli.
–Escuchame, mocosa, soy tu ma....
Click.
Lolita, cortó la comunicación.
Abochornada, esperó que llegara su papá y le explicó lo sucedido.
–No te hagas problemas, hija. Yo le voy a pagar... Mañana llamo a tu analista y le digo que no se va a quedar sin cobrar –la tranquilizó él.
Claro que para sorpresa de ambos, cuando el papá se comunicó con la psicóloga y le dijo que él iba a pagar esa sesión –la primera y la última que tendría Lolita con su madre–, recibió por respuesta:
–De ninguna manera... Yo voy a hablar con la señora y de una manera u otra, tendrá que hacerse cargo de su responsabilidad.
Hace dos días, después de no hablarle más desde esa noche en la que le cortó el teléfono, Lolita estaba estudiando Microeconomía para un parcial y de pronto...
¡Ring! ¡Ring!
–¿Holaaa? –dijo, con su dulce voz, creyendo que era yo.
–Hola, soy yo... –la voz de su madre.
–¡Ah! ¿Qué querés?
–¡Oh! ¿Y por qué me tratás así? ¿Qué te hice?
–No quiero hablar más... ¿Qué necesitás?
–Decime... ¿Vos le pagaste a tu analista? –preguntó, la Madre Argentina de Valores Morales, que en el bolsillo tiene un cocodrilo africano hambriento.
Lolita, que había recibido antes la llamada de su terapeuta para pedirle el número de teléfono de la casa de su madre, se dio cuenta que otra vez se venía con rodeos, fingiendo que no sabía lo que pasaba, tratando de quedar bien con Dios y con el Diablo y, lo peor de todo y por sobre cualquier otra consideración, mintiendo.
–No –le contestó.
–¿Le va a pagar tu papá?
–No.
–¿Qué te parece si pagamos a medias? –dijo la señora, en un gesto inaudito de generosidad.
–No me parece. Vos sos la adulta –contestó Loli.
–Vos también decís que sos adulta, que sos mayor de dieciocho años, que podés hacer lo que querés, que la ley te faculta... –como era de esperarse, la Madre Argentina de Valores Morales, soltó la frasecita mordaz, el sarcasmo a flor de labios que tendría preparado de antemano–, así que creo que lo más apropiado, ya que es tu espacio psicoanalítico y yo no pedí compartirlo, es que paguemos la mitad cada una o...
–¿Ves, mamá? –contestó Lolita, indignada–. ¿Ves por qué cada vez nos alejamos más? ¿Cómo podés ser tan mezquina?
–Oíme, no me digas eso, me debés respeto, soy tu mamá y...
Click.
Lolita cortó la comunicación.
Me pregunto y le pregunto a quien opinó que por ser la madre de Loli, esta señora –con perdón de las señoras–, merecía respeto... ¿es digna de respeto una persona tan mezquina, envidiosa, frustrada, embrollona, artera, rencorosa y vengativa?
Soy padre. De manera que creo sentirme habilitado para opinar al respecto: nadie, ni yo mismo, seré digno de respeto si no me lo gano con mis actos.
El respeto no se compra ni se alquila, ni se consigue por leasing, ni se lo pueden prestar a uno. No hay plan de ahorro para conseguir respeto, ni se hereda. No se puede recibir como un regalo, ni se impone a la fuerza. Menos aún si se trata de los propios hijos.
O se lo gana uno por las suyas, o lo pierde para siempre.
Y pocas cosas hay, en este mundo, tan tristes de ver que una persona que ha perdido el respeto de los seres a quienes les ha dado la vida y sólo consigue, como trofeo, la indiferencia.
El Profesor
PD: Reich, Wilhelm, “La función del orgasmo”, 1926.