A la mañana siguiente nos encontramos con Lolita en el lugar en el que solíamos tomar el desayuno y me contó con detalle lo que había sucedido durante la noche y en las dependencias de ese organismo en el cual –se supone y se espera–, defienden los derechos de las mujeres, los adolescentes y los niños. En el caso de los adolescentes y los niños, el deber de los funcionarios consiste en defenderlos hasta de sus propios padres. Hay más casos de maltrato físico, psíquico y moral de los hijos por parte de ambos o de uno de sus progenitores, de los que uno se imagina.
Por suerte la madre de Lolita se comporta de una manera tan estrambótica y falta de cordura, que termina por quedar expuesta ante los ojos del más desprevenido. Tiene suerte de cruzarse en el camino de funcionarios mediocres, sin demasiado sentido de la responsabilidad que lo único que ansían es sacarse el problema de encima lo más rápido posible. Porque si se encontrara con uno perspicaz y consciente de su labor, ya estaría encerrada.
–¿Quién es la víctima? –preguntó la psiquiatra de guardia, cuando esperaban en el pasillo, mirando a Lolita.
–¡Yo! ¡Yo soy la víctima! –gritó la madre, y a partir de ese momento perdió toda credibilidad.
No voy a ahondar en este tema, porque Lolita ya ha contado en el post Noche de Pesadilla todo lo que sucedió a partir de ahí.
La mañana que nos reunimos a tomar el desayuno, una de las primeras cosas que le sugerí es que pidiera un turno urgente con su analista. Cabe aclarar que, hace más de un año, tomé la iniciativa para que Loli le preguntara a su analista si era conveniente hacer una “vincular” en la que yo pudiera hablar en su presencia y la psicóloga –una muy buena profesional y una mujer comprensiva y cálida–, aceptó la propuesta, con resultado muy productivo en principio para Lolita, y en segundo lugar para ambos.
Esa mañana después de la pesadilla era necesario que habláramos con ella y no para buscar complicidades, sino para apuntalar a Lolita después de lo que había tenido que vivir, así que antes de cambiar el pasaje para regresar antes de lo previsto, asistimos ámbos a esa sesión de terapia. Y fue a partir de ese día, y luego de la sesión, que las cosas comenzaron a cambiar.
Debo aclarar que si en ese momento tomé la decisión de interrumpir mi viaje y regresar antes, fue para que Loli no corriera el menor riesgo de que su madre volviera a la carga y las cosas empeoraran.
No fue ni fácil ni grato el resto de ese día. Ambos nos sentíamos muy mal. Estábamos tristes por el hecho de tener que separarnos cuando habíamos esperado con ilusión ese viaje para que yo asistiera a la ceremonia final como estudiante del secundario y para disfrutar juntos del fin de semana.
Pero, por otro lado –y en especial luego de la sesión con su analista–, ambos estábamos felices por haber tenido la oportunidad de enfrentar juntos uno de las tantas tribulaciones por las que tuvimos que pasar en el tiempo que lleva nuestra relación. Yo, por mi lado, además me sentía más tranquilo por haber comprobado que, lejos de derrumbarse, Lolita había salido íntegra y fortalecida de esa prueba tan dura.
Tener que decirle a mi amor que no era conveniente que fuésemos al hotel –y ya no sólo por el riesgo que significaba su madre en pie de guerra, sino por las consecuencias legales que podíamos acarrearle a los propietarios–, me resultó difícil y doloroso. Como ella, yo anhelaba tenerla en mis brazos más que en otros momentos y acariciarla, mimarla y tranquilizarla con mis palabras tendidos sobre esas sábanas revueltas.
Así había quedado la habitación del hotel –todavía no sabemos, ni ella ni yo, qué la llevó a tomar una foto antes de salir para la ceremonia, ¿quizás una premonición?–, cuando nos fuimos. Ahí, mirando la botellita de agua Ser saborizada, su planchita para el cabello en la mesa de luz, el cargador de baterías y la caja del perfume francés que le había regalado, pasé algunas de las peores horas de las que tengo memoria en esa noche de pesadilla. Nunca más volví a ese hotel.
Tuvimos que despedirnos en una confitería vacía, en un día en el cual hasta el tiempo parecía haberse contagiado la tristeza, porque había llovido desde la mañana y estaba gris, desapacible y destemplado.
Con la angustia oprimiéndonos la garganta y ambos con lágrimas en los ojos, nos despedimos con un abrazo muy, muy fuerte en una esquina, antes de que Loli subiera al taxi que había parado para que no regresara a su casa en colectivo.
–Te voy a extrañar mucho, Papi... Estoy muy triste –fue lo último que dijo, antes de subir.
–Hoy sí, mi niña. Pero vas a ver que todo esto va a servir para algo... Sé paciente. Quizás la vida nos sorprenda con un regalo inesperado y en el próximo viaje, nos colme de felicidad –le contesté, antes de cerrar la puerta del auto.
Y no lo dije a la ligera. Creía en lo que estaba diciendo, lo anhelaba y sentía que iba a ser así. Era una expresión de deseo y, al mismo tiempo, una premonición.
Que resultó ser realidad, porque si había algo que Lolita deseaba, era pasar una de las fiestas de fin de año y nuestro cumpleaños juntos.
Y así fue: este año lo comenzamos juntos en su casa, cenando ella, su padre y yo –el último día del año que se iba–, y levantando las copas para recibir al primero del que venía. Éste, en el que estamos viviendo.
Fue en ese viaje que empezamos a hablar y contemplar la idea de escribir juntos este blog, y acá estamos, menos de noventa días después, con tantos miles de visitas de personas que nos leen, como no imaginamos en esos tres primeros días de enero.
Muchas cosas cambiaron desde esa Noche de Pesadilla del 11 de diciembre de 2008.
La principal, la que más rescato y la que nos ha alentado a seguir, es la actitud del papá de Lolita respecto de su hija, de mí, de nuestra relación y de la forma de enfrentar a su ex mujer. Ésa que se dice tan piadosa y tan católica y que exigió la separación –no el divorcio, porque la Iglesia no admite el divorcio y hay que mantener las apariencias, aunque a la hora de división de bienes se transforma en el más codicioso de los usureros–, y se encargó, con esos artilugios de canalla que son propios de los hipócritas, de sacarle lo más posible en dinero y bienes, al hombre que fue su esposo.
Si alguno de ustedes pudiera preguntarle cómo compatibiliza su “piedad” y su respeto por la doctrina de la iglesia con la separación, la vería esgrimir el argumento que, a mí, me provoca repulsión: “Yo ahora tengo otro esposo: mi esposo es Dios”. Y lo peor del caso, es que lo dice en serio. Menudo amante se ha echado la señora, digo.
Respecto del papá de Loli, sé que no fue fácil para ese hombre que es unos cuantos años más joven que yo, aceptar esta relación. Pero creo que, más allá de los prejuicios, de las convenciones sociales y de la comprensible resistencia de un padre que enfrenta una situación como la nuestra, terminó por comprender que en esta vida a menudo nos suceden cosas que ni esperábamos ni imaginábamos pero que son así, y que quizás no las podemos asimilar cuando ocurren, porque no tenemos la capacidad de tomar distancia y mirar los hechos en perspectiva. Pero que con el paso del tiempo terminamos por darnos cuenta que, en el orden del universo, todo tiene una razón de ser.
Lo que ocurrió al principio entre nosotros, quedó en el olvido como una anécdota. Yo comprendí que sus actos en el inicio de nuestra relación, eran producto de lo mismo que lo persuadió de aceptarla: el profundo amor que tiene por su hija.
Por eso, suceda lo que deba suceder entre Lolita y yo, ese hombre se ha ganado mi respeto –como yo sé que me gané el suyo–, y mi reconocimiento por su comprensión, buena fe, bonhomía y generosidad.
Con Lolita también compartíamos el anhelo de festejar juntos nuestro cumpleaños, dije antes. Sí. Para quien no haya leído el post, Lolita y yo cumplimos años el mismo día, pero con cuarenta y un años de diferencia.
Tal como se lo sugerí ese día gris, desapacible y destemplado, buscando consolarla, la vida nos dio un resarcimiento y en febrero pudo viajar para pasar juntos esa fecha tan importante para ambos.
Para finalizar, y como corolario, quiero hacer mención de las opiniones de las encuestas, a partir de lo que aquí escribimos.
Quizás se trate del atributo que tenemos –Loli, yo y algunas otras personas que leen–, de darnos cuenta que hay dos maneras de expresarse en forma escrita bien delimitados y que esa peculiar manera de escribir, como las huellas digitales o el ADN, son propias de cada persona y, por eso, existe lo que se llama estilo literario.
De modo que a esos que creen que este blog se trata de los delirios de un viejo verde al que le gustan las pendejas o de las fantasías de una pendeja que tiene problemas psicológicos con la figura del padre, sólo puedo decirles que empiecen a leer algo que no sea un blog, para aprender a diferenciar un cuerpo de escritura del otro. Quizás un día tendrán que avergonzarse por ser tan ignorantes y tener tantos prejuicios. Y no sólo con nosotros, a quienes esos prejuicios no nos hacen mella. Quienes votaron así, son los que tienen el dedo acusador fácil al momento de levantarlo. Peor para ellos. Cuando les llegue el momento de estar en el banquillo, quizás recuerden estas palabras. Lamento, también, que se oculten en el anonimato. En realidad, prefiero a los que se atreven a escribir un texto agraviante. Por lo menos, aunque no menos arteros, son capaces de dejar por escrito lo que piensan, imaginan o prejuzgan.
A los que votaron que la madre de Lolita es una madre ejemplar que intenta rescatar a su hijita de las garras de un viejo corruptor de menores, lo único que puedo decirles es que lo siento. Si nunca leyeron un texto de semiología aplicada, y no se dieron por enterados que las encuestas reflejan una parte de la realidad, ni siquiera son capaces de darse cuenta que tienen el cerebro perturbado y los valores morales de un inquisidor. Así les debe ir en la vida.
Los que opinan que la señora Mengana es una mujer perturbada y delirante que hace lo correcto al querer apartar a su hija del mal camino, les tengo malas noticias: esa idiosincrasia es propia de represores, de mesiánicos, de torturadores, de los que se creen dueños de LA VERDAD y, como tales, esgrimen el argumento de que “el fin justifica los medios” (cosa que Nicola Macchiavelli nunca dijo ni escribió).
¿Qué es el “mal camino”?, me pregunto y les pregunto.
Ustedes –que también se esconden en el anonimato–, a diferencia de los anteriores, no sólo tienen el cerebro perturbado y los valores morales alterados, sino que además tienen el alma enferma. Y para eso, señores –como decía el Lt. Cnl. Slade (si no saben quién es, tómense el trabajo de averiguarlo)–, no hay prótesis ni cura.
A quienes votaron que la mencionada señora es una fugada de un loquero y que necesita atención psiquiátrica urgente, debo decirles que la primera parte no necesariamente es cierta. Se puede ser un demente y pasar por un respetable ciudadano, que declama probidad y honestidad, sin advertir que su psique está tan dañada que ya no puede distinguir entre la realidad y la fantasía, razón por la cual en todo lo que hagan, se sentirán justificados.
Los que picaron No sabe/No contesta, quizás pertenecen a la franja de los cautos, los que no se comprometen con ninguna opinión y, tal vez, tampoco se juegan por ningún ideal. A ellos les digo que es inevitable el momento en que la vida los enfrente a una situación en la que tengan que elegir, optar, decidir. Porque de eso va la existencia del ser humano, de tomar decisiones.
Para satisfacción de Lolita y mía, la mayor parte se manifestó en el sentido de que lo que leen es un reflejo de la realidad con ciertos retoques literarios, lo que es verdad.
Y más o menos en la misma proporción, deben haberse dado cuenta que la madre de Lolita es un ser humano cruel y retorcido, con malas intenciones y que, corroída por la envidia, sólo busca cumplir con sus caprichos egoístas. Tal cual, y no sólo es así con la mejor y más brillante de sus hijas.
Es así con ella misma. De manera que, me pregunto: ¿qué se puede esperar de alguien tan enfermo? ¿Cómo puede dar amor alguien que no se ama a sí mismo? ¿Cómo puede acompañar a un hijo a transitar sus primeros pasos en el camino del amor alguien que nunca ha sido amado? ¿Cómo se puede dar, lo que no se tiene para sí?
Respecto a Lolita y a mí: ¿qué nos depara el futuro? ¿Cómo saberlo? De momento, nos limitamos a vivir hoy, ahora, y de enfrentar día a día las circunstancias.
La única certeza que tenemos es que durante estos dos años ni la diferencia de edad, ni la distancia ni las dificultades pudieron separarnos. Ojalá que la vida nos tenga reservadas más sorpresas agradables, que nos permita amarnos en libertad y alcanzar, de vez en vez, esas chispitas de felicidad que iluminan las sombras del camino de nuestra existencia en este mundo.
Ella y yo, como dijera el poeta irlandés, ya tenemos algo: al menos hemos conocido ambos días... lo que no es poco
El Profesor
Foto: by Lolita