miércoles, 29 de abril de 2009

Sostener la esperanza

¡Ring! ¡Ring! ¡RIIINGGG!
–Hola...
–¡Paaaaaaaaapiiiiiiiii!
–¡Lolis! ¿Qué pasa, mi amor? ¿Por qué gritás así?
–¡Me dejó! ¡Me dejóoo! ¡ME DEJÓO!
–Loli, pará... ¿qué pasa?
–Mi papá... ¡me dejó VIA-JAR!
–¿En seriooooo?
–¡Sí, mi amor! ¡Viajo el miércoles a la noche!
–¡Loli! ¡Qué lindo!
–Tenías razón, Papi... Tenía que sostener la esperanza...
–Sí, Loli. Hay que tener esperanza de que todo va a salir de la mejor manera, mi pequeña. Parece ser cierto que todo conspira a favor, cuando hay amor de por medio y hasta lo que parecía un sueño, se convierte en realidad.
–¿Me vas a ir a esperar a la terminal?
–Pero claro, Princesita...
–¿Te vas a poner la camisita de jean, y el pantalón clarito y el suéter a rombos?
–Si vos querés, claro.
–¿Y vas a tener el llavero en el cinto?
–Y sí... ¿A dónde pongo las llaves si no es ahí?
–¿En serio?
– Claro que te voy a estar esperando y como vos quieras, para cuando bajes del micro.
(...)
Y acá estoy, en el coche-cama-ejecutivo, viajando para encontrarme con El Profesor, dentro de unas pocas horas, que va a estar esperándome acá...



... en la terminal de ómnibus, a que llegue después de haber hecho mi primer viaje sola.
Mis dedos se mueven en el teclado, mientras espero que el ómnibus se ponga en marcha:
SMS: "Ya estoy arriba del micro. Aunque pague ejecutivo es cama suite! Esta por arrancar. Espero tener buen viaje. Nos vemos en pocas horas, mi amor".
¡Hoy me siento TAN FELIZ!

Después, mañana, les contamos cómo fue el encuentro, ¿sí?
Un beso para todos,

Lolita

lunes, 27 de abril de 2009

Dulce recuerdo

–Papá…
–¿Sí?
–Esta noche necesito que me lleves al shopping. Nos vamos unas amigas...
–Bueno. ¿Y tengo que ir a buscarte después?
–Esteeee… No, en realidad no, porque después de ahí nos vamos a bailar.
–¿Vas a ir a bailar?
–Psee...
–¿Tengo que ir a buscarte a la madrugada?
–Mmm... no. Vengo directamente mañana a la mañana.
–¿Cómo? ¿A qué hora termina el boliche?
–Y... a la mañana.
–¿Tantas horas? Pero hija, vos nunca saliste tanto tiempo.
–Por eso mismo. Quiero empezar a aprovecharlo.
–¿No es demasiado? –dijo, y esa mirada se leía la sospecha.
–¡Ay, papá! Antes, porque no salía. Ahora, porque salgo. ¿Puedo divertirme en paz con mis compañeras por una vez?
–Sí, sí... Me gusta que salgas. A propósito... ¿quiénes van?
–Y... las chicas.
–¿Podés darme el teléfono de alguna? Digo, por las dudas... Por cualquier cosa...
–Sí, claro. Estee... a ver, sí… anotá.
Le di dos números telefónicos falsos, rogándole a Dios y a todos los santos que jamás fuera a llamar y descubrir mi mentira. No hay caso, a quienes la naturaleza no les da instinto de madre, le da perspicacia de padre.
Esa noche, a la hora prevista, me dejó en la puerta del shopping.
–Bueno, cuidate, ¿eh? –me recomendó, y otra vez esa mirada inquisitiva.
–Sí, sí –dije–. Vos, tranquilo.
–¿Adónde están tus compañeras? –preguntó, sacando la cabeza por la ventanilla del conductor.
–Y, deben estar adentro. Voy a buscarlas, pero no te quedes esperando, vos andá nomás. Chau.
Subí las escalinatas del centro comercial y me di vuelta con disimulo, para corroborar que el auto blanco ya había desaparecido entre el tráfico de la avenida.
Después me fui derecho hasta donde él debía estar esperándome.
Lo reconocí a la distancia. Su presencia, su figura, su porte y esa poderosa atracción que me provoca eran inconfundibles.
Nunca voy a poder olvidar esa noche. Nuestra primera noche, la primera salida romántica. ¡Estaba tan emocionada de salir con un hombre..!
Me había “producido” especialmente para la ocasión. Quería gustarle, quería que el se sintiera atraído por mí de la misma forma que yo por él.
Tengo en mi mente grabada la imagen de ese momento.
Mientras yo apuraba el paso para llegar, sentía que él me miraba desde donde estaba sentado en la mesa de afuera de ese café, cercano a una de las puertas del shopping.
Ahí estaba, con su pantalón clarito, camisa con botoncitos en el cuello y ese suéter a rombos que le queda tan lindo. Por supuesto, llevaba el llaverito en el cinto... ¡que me vuelve locaaaa!
(¿Alguien podrá explicarme qué atractivo fetichista puede tener un llavero de cinto?).
Mientras me acercaba, no me sacaba los ojos de encima, regalándome esa mirada tan tierna que me reserva solamente a mí.
–Hola, mi amor… –dije, con el nerviosismo propio de una mujercita desbordante de amor y pasión, emocionada por encontrarse con su hombre.
Se acercó y me besó en la comisura de los labios. Percibí el olor del perfume que tanto me gusta.
No sé si fue el conjunto que vestía, el llaverito o el perfume (o todo junto), pero se me aceleraron los latidos del corazón y, como por arte de magia, apareció la cosquillita ente las piernas. Entiéndase que la cosquillita, venía con compañía porque también sentí que empezaba a mojarme.
–Hola, Bebi.
–Papi… ¡Mi vida!
–¿Qué, mi amorcito?
–Mirá, me puse linda para vos. Me puse aritos, pantalones nuevos y botas de cuero... ¿te gusta?
–Y te maquillaste –dijo, besándome la nariz (lo había advertido)–. Estás hermosa, mi amor.
–Vos también. Me pone muy loca verte vestido así, ¿sabías?. Esa ropa te queda muy bien. Sos tan... tan... ¡tan varonil!
Se rió y me abrazó de la cintura.
–Bueno… ¿Querés que vayamos a cenar?
–Bueno, adonde vos digas.
–Hay un restaurante muy bonito a dos cuadras, ¿te parece?
–Sí, papi.
Nos tomamos de la mano y fuimos hasta ese lugar. Pasamos una velada maravillosa.
Me sorprendió que me tratara como a una reina: me abrió la puerta para entrar, me corrió la silla para que tomara asiento y depositó frente a mí, sobre la mesa, una bolsa de la perfumería del shopping.
Cuando abrí el paquete, descubrí la sorpresa: era el perfume que le había mencionado, un día antes, que me hubiera gustado tener y él no sólo se había acordado de la conversación, sino del perfume. Me sentí la mujer más halagada de todo el mundo.
Durante la cena, me dio de comer algunos bocados de la entrada con su tenedor, por primera vez me sirvió la gaseosa y siguió haciéndolo cada vez que veía mi copa vacía.
Mientras esperábamos que nos trajeran el pedido, me tomó la mano y me la besó por sobre la mesa y me pareció no sólo dulce, sino lo más natural.
Yo, una adolescente aniñada, sentada frente a ese hombre canoso, en el restaurante lleno, recibiendo todas esas atenciones y gentilezas que ni siquiera había imaginado en mis más alocadas y románticas fantasías.
Yo estaba fascinada. Sentía que amaba con toda mi alma a ese hombre que tenía frente a mí. Sentía que lo deseaba, que me hacía feliz, que anhelaba pasar toda la vida a su lado... Y que era la mujer más dichosa sobre la faz de la tierra.
A medida que transcurría la noche, sentía que mi cabecita se disparaba con fantasías. La música de fondo, su presencia, el perfume que me embriagaba, la noche, el ambiente, el bienestar que sentía, sus palabras dulces... Todo me incitaba a desearlo.
–Bueno, papi… ¿vamos? –le dije, cuando terminamos de comer y él dio el último sorbo a su copa de vino.
–Sí, Princesita, pago la cuenta y vamos.
Una vez fuera, le hice una seña para que se acercara y le susurré al oído:
–Cuando lleguemos al hotel tengo que decirte algo importante.
–¿Qué?
–No, no, cuando lleguemos te lo digo.
Durante el viaje en taxi hasta el hotel estuvimos acariciándonos y mimándonos sin que el chofer se diera cuenta y cuando entramos en la habitación en penumbras, cerró la puerta, me rodeó con sus brazos y me preguntó:
–¿Y? ¿Qué era lo que querías decirme?
Antes de contestarle, le indiqué que se sentara en la cama, me senté sobre sus rodillas y acercándome a escasos centímetros de su boca, le confesé:
–Mi amor... Estabas tan lindo que te deseaba todo y tenía ganas de que llegara este momento para tenerte acá, todo par mí.
Sin darle tiempo a que dijera ni una palabra, le di un beso en los labios y comencé a acariciarle el cabello y ese cuerpo sólido y firme que tiene.
La noche terminó de la mejor manera.
Como yo lo había imaginado, desde que lo encontré sentadito esperándome.
Y para hacer más dulce el recuerdo de esa noche, mi papá –esa vez–, ni siquiera sospechó que no había estado en un boliche con mis compañeras.

Lolita

PD: Lamentablemente, no tenemos una foto de esa noche. Si la hubiésemos tenido, creo que bien hubiera valido la pena publicarla.

domingo, 26 de abril de 2009

Resolana

–Dale, Loli... sacate el sombrerito...
–No, Papi...
–Ponete un poquito al sol, Princesita.
–No, Papi...
–Dale... es verano, tenés que tomar un poco de sol, mi vida, así te ponés un poco más morenita.
–No, Papi...
–Dale...
–No, Papi. Y vení que te pongo protector solar, porque estás muy blanco y el sol está muy fuerte.
–No, mi amor... tranquila. Yo me pongo “negro caribe” en seguida, tranquila.
–Papi, dale... mirá que el sol está muy fuerte...
–No, no, mirá, me pongo acá debajo de los árboles y sha está.



(...)
–Loli...
–¿Mhhh?
–¿A vos te parece que tengo las piernas muy coloradas?
–Sí, Papi.
–Pero si no me expuse al sol.
–Sí, Papi. Estuviste al sol y no dejaste que te pusiera protector.
–No, Loli, vos me viste... estuve debajo de los árboles.
–Sí, Papi, claro. ¿Y entonces cómo es que tenés las piernas coloradas como tomates?
–¿Habrá sido la resolana?
–¿Resolana? Nah.
–Loli...
–¿Qué, Papi?
–¿Vamos a la farmacia a comprar un gel de aloe vera que es para las quemaduras de sol?
–Dale, vamos...*

Lolita

* Diálogo mantenido en el mes de enero, con un calorón de los mil demonios, durante y después del día que pasamos en Villa Carlos Paz, junto al lago, cuando el Profesor se expuso demasiado al sol.
Desde entonces, en verano, el gel de aloe vera, viaja con nosotros.

Foto: by Lolita

jueves, 23 de abril de 2009

Abstraída

Mensaje de SMS:Te mando muchos besitos traviesos, por abajo del banco de la facu, de esos que entran por la botamanga del pantalón y se deslizan por el borde de la bombachita y te hacen cosquillitas que te erizan toda la piel, como cuando te los doy en las orejitas o en el cuellito. Que pases un buen día provechoso, Loli. Papi.”

–¡Ay, papiiii!
–¿Qué, Princesita?
–¡Ayyyy! No me hagas eso... Nonono-noo
–¿Por qué, mi vida?
–Mirá... Mirá cómo se me pone la piel...



–¡Ay, Loli! Te erizaste toda...
–Shi... she me pone la piel de gashina...
–Entonces te doy más besitos en las orejitas y el cueshito...
–Nuuu papiiii... Nuuu... ( ...)

( ... )

–Che... ¿Qué dijo la profesora de la oferta y la demanda?
–¿Eh..? ¿Eh..?
–¿No escuchaste?
–No, no... ¿Qué dijo?
–Mirá que era importante. Yo no llegué a copiar porque habla muy rápido, la vieja ésta.
–¿Dijo que estaba en los apuntes?
–No, en el libro. ¿Lo tenés?
–Sí, lo compré. Después lo estudio, cuando llegue a mi casa.
–¿En qué pensabas?
–En nada, ¿por qué?
–Porque es raro en vos. Siempre estás atenta. ¿Te pasa algo?
–No, para nada. Estaba abstraída en otra cosa...

Lolita

Foto: © Claudio Rossi

miércoles, 22 de abril de 2009

Lencería

A ver, imagínense la escena: sábado a la mañana, del mes de noviembre, en plena peatonal céntrica, gente que va y que viene entrando y saliendo de los negocios.
El Profe y yo, luego de un plácido desayuno en nuestra confitería preferida, caminando en busca de esa lencería donde él vio que yo vi un conjunto de corpiño y bombacha que me gustó.

Hasta que encontramos el local.
–Mirá, Loli... ahí está. ¿Era acá? –dijo, señalando el negocio.
–Sí, papi. Era acá.
–¿Era ese el conjunto que te gustaba?
–Sí... ése.
Me había gustado a primera vista. Corpiño push-up y coulotte, en blanco con motivos en rosa y la cara de una simpática vaquita.
Al profe también le había gustado, estoy segura. Trataba de imaginarme su cara cuando me lo viera puesto.
–Dale, vamos... –dijo, tomándome de la mano.
Entramos al local, esquivando maniquíes ataviados.
–Buenassss... –dijo, y fue suficiente para que se acercara la vendedora, sonriendo de oreja a oreja.
–¿Sí? –preguntó, solícita–. ¿Qué necesitás? –dirigiéndose a mí.
–¿Vio el conjunto de la vaquita que está en vidriera? –la interrumpió.
–Sí, claro... ¡Ejem! A ver... ¡Ejem! ¿Qué talle? –preguntó ella, tratando de recobrar la compostura.
–Como para mí –dijo el Profe, con absoluta seriedad–. Tenga en cuenta que tengo las caderas un poco anchas, así que el coulotte tiene que ser un talle más grande...
–Ejjjj... Ejjj... –la vendedora, sin saber qué decirle.
–Jajajaj –yo, dándome vuelta para que no me viera reír.
–Bueno, bueno, muchacha... si no hay como para mí, a ver si me encuentra uno como para ella –dijo, señalándome, tan campante, sin reírse y con modales exquisitos.
(Eso es lo que me causa más gracia. Es capaz de hacer algo así y mantener la presencia).
–Je je... –la vendedora–. Vos tenés un... –y un minuto después me entregó la cajita con el conjuntito. –Pasá por el probador cinco...
(...)
–¡Paaaaaaapi! –yo, desde el interior del probador, descalza y vestida sólo con el conjunto de la vaquita, llamándolo para que viniera a ver si me quedaba bien.
–¿Qué pasa, mi niña?
–Vení a ver si te gusta... –le dije, tapada con la cortina, asomando la cara.
Y él que enfila derecho hacia donde estoy yo.
–¡Señor! ¡Señor! –la voz de la vendedora a sus espaldas.
–¿Me habla a mí? –preguntó el Profe, señalándose con el dedo índice.
–¡Sí! ¡A usted! ¿No vio el cartel? –la vendedora, con cara de pocos amigos.
–¿Qué cartel? –preguntó él, con ese tonito de niño inocente que hace que me den ganas de besarlo.
–¡Ese! –dijo, señalando un letrero que decía: “Prohibido acercarse a los probadores”.
Entonces el Profe se acercó al cartel y, con toda parsimonia, abrió el estuche de los anteojos que llevaba en la mano, se quitó los que llevaba puestos, se puso los que habían estado en el estuche, guardó en el estuche los que se había sacado y miró el cartel.
–¡Oh! Sepa usted disculparme, muchachita –le dijo–. Es que no lo vi porque no llevaba mis anteojos de leer.
–Ejjj Ejjjj... –la vendedora.
–¡Jajajaj! –Yo, adentro del probador, imaginándome la cara de la pobre chica.
(...)
–¡Papi! –le dije, cuando salíamos del negocio–. ¿Cómo hacés algo así?
–¿Algo como qué, Loli? –aunque a veces parece serio, yo aprendí a darme cuenta que se ríe con esos ojitos mansos que tiene.
–¡Estás loquito, Papi!
–Nuuu –me contestó, rodeándome la cintura con su brazo, enfrentándose a mí y estampándome un beso en plena peatonal–. Zoy tdaviezo.
Cuando El Profe hace cosas como ésta, me dan ganas de comérmelo con papitas, batatitas, morrones y una manzana en la boca.

Lolita
PD: Cuando conocí a sus tres hijas, entendí porqué el Profe es tan desenfadado.

martes, 21 de abril de 2009

Osito

Me parece que ya conté que una de las cosas que me gustan del Profe, es que tiene muy buen gusto para vestirse. Usa bermuditas en verano y unos pantaloncitos claritos con remeras haciendo juego, y también jeans que le quedan muy bien. Yo le digo que es muy “cheto”, y me mira y se ríe.
La primera vez que vino en invierno, el año pasado, cuando lo vi bajar del micro casi me muero: había viajado con jeans, camisa, un suéter azul con rombos –tiene una colección de pulloveres, todos muy lindos–, y una camperita con cuellito de pana como esas que se usan en el campo.
Como le dije que estaba muy lindo –siempre que puedo le digo que es muy lindo, porque lo acostumbré a los mimos–, me preguntó si me gustaba la campera.
–Te queda hermosha, papi –le dije.
–¿Te gustaría una así para vos, cuando llegue el invierno?
–¡Shiiii! –le contesté, y me colgué de su cuello.
Después me olvidé de la camperita, pero él no.
Así que cuando viajé para pasar juntos nuestro cumpleaños, el día que volvíamos de almorzar y antes de llevarme a conocer el primer hotel alojamiento que conocí, de pronto me me agarró de la mano para cruzar la calle. No sé qué calle era, pero quedaba cerca de su casa.
–Vení, Loli. Quiero hacer algo –me dijo.
–Pero... ¿no íbamos a ir al...?
–Shhh... queda de paso –me interrumpió.
Cruzamos la calle y se detuvo frente a un local muy lindo de ropa de cuero y para el campo: botas, alpargatas y sandalias de carpincho, pañuelos para el cuello, cinturones, carteras, camisas de muy buen gusto y... las camperitas.
–Vamos a comprar tu regalo de cumpleaños –me dijo.
Pero cuando íbamos a entrar, nos dimos cuenta que había un cartelito en la puerta que decía: “Cerrado por vacaciones a partir del...” ¡Justo habían cerrado un día antes! ¡Ufa!
–Bueno, mi cielo, me parece que acabás de hacerte acreedora a dos regalos de cumpleaños –dijo y me dio un besito.
Así que cuando salimos de nuestra primera visita al hotel alojamiento, y como él sabía que me quedaba poco perfume del que me había regalado, entramos a un local y me compró uno nuevo, distinto. Ahora tengo todavía del que me quedaba poco y el nuevo.
Aunque me había quedado sin mi camperita. O al menos eso creía yo.
Porque el día que nos encontramos para nuestras mini-vacaciones, cuando bajó del micro y antes de retirar el equipaje, me pidió que tuviera la bolsa que había traído en el viaje. Adentro –lo vi–, había un paquete envuelto en papel de regalo.
–¿Qué hay adentro de la bolsa, papi? –le pregunté unos minutos después, cuando estábamos sentados en la confitería, esperando que nos trajeran el desayuno, antes de tomar el micro.
–Ah, eso. ¡Me olvidé! –dijo, con esa sonrisa pícara que pone a veces–. Era para vos, Loli.
Me encanta que haga un rito con sorpresa cuando me regala algo, así que abrí el paquete y ahí estaba, mi camperita para el invierno, parecida a la suya, pero de color verde, con cuellito de pana, muy abrigada y que no pesa nada, porque el Profe sabe que no me gusta el invierno y que padezco el frío, pero que no me gusta ponerme abrigos pesados.
Después, cuando llegamos al hotel, me dio otro regalo sorpresa: un suéter de cardigan inglés que había sido de él y que le habían achicado lavándolo con agua caliente, que tiene su perfumito. Reservo el cardigan para cuando haga más frío, para usarlo en casa porque me queda un poquito grande.
Yo le conté que cuando más sufro el frío es a la noche. A veces, en invierno, duermo con medias y un pijamita de pantalón largo y hasta me pongo un suéter, de tan friolenta que soy. Menos cuando duermo con él, porque parece un hornito a la noche.
Así que me prometió que este invierno, para que no pase frío, me iba a regalar un osito de esos como las camisetas de invierno, con patas para mis piecitos y todo cerrado, para que duerma calentita.
–Pero papi... Y... y...
–¿Y qué, mi pequeña?
–Y si quiero hacer pishito... ¿me tengo que sacar todo el osito?
–No, mi vida.
(...)
–Papi...
–¿Mhhh-hhh..?


–Y cuando estés vos y a la noche yo quiera jugar o si querés jugar vos... ¿cómo hacemos si el osito es todo cerrado? ¿Tengo que sacármelo?
Me miró, me acarició el cabello, me pasó una mano por la espalda –que me erizó toda–, y me dijo:
–Dejalo por mi cuenta.
Y entonces me prometió que iba a regalarme un osito “con puertita de atrás”, como éste.
Hoy empezó a hacer frío. Estoy segura que el Profe debe estar recorriendo negocios, buscándome el osito con puertita en la cola, para que cuando vaya en el próximo viaje, lo pueda usar y no tenga que sacármelo si nos da ganas de jugar en medio de la noche (Ji ji).

Lolita

domingo, 19 de abril de 2009

Amarse...

Para mí es sentir que me late más fuerte el corazón de sólo recordar la sensación que me produce tenerlo a mi lado. La emoción que me provoca besarlo en los labios y sacarle la ropa para hacerle el amor... esa sensación maravillosa que, después de estos dos años, para mí sigue siendo la misma.
Cuando pienso en él es tan hermoso lo que siento: cómo me gusta arrastrarlo a la habitación el primer día que nos vemos, y el apuro que siento por hacerle el amor. Y también por la noche... después de haber pasado varias horas sin hacerlo.
Es inevitable, estoy enamorada de ese hombre que me da vuelta las ideas, me genera los sentimientos más lindos y me despierta el amor, me aviva la pasión, y me provoca al desenfreno. Todo junto.

Cuando estoy con él, me transformo, me vuelvo loca, me estremezco de sólo sentir una caricia de su mano en mi mejilla o que me tome de la cintura en la calle. Porque tenemos piel y una comunicación que va más allá de las palabras. Es la conexión física de nuestro cuerpo. El diálogo emocional de nuestro corazón. La comunicación de nuestro intelecto... y el indescriptible enlace de nuestras almas que consigue esa maravilla de presentir, saber sin saber, qué es lo que piensa o siente el otro.
Para mí amarse significa estar atenta para evitar cualquier forma de hacerse daño. Saber reconocer los errores, y modificar las actitudes para que no haya una “próxima vez”. Hablar de todos los temas sin vergüenzas, contarle mis secretos y confiarle hasta las cosas más difíciles de hablar con cualquier otra persona. Pedirle su opinión, escuchar sus sugerencias, darle las mías.
Sentir ternura, alegrarnos juntos por pequeñas cosas que tiempo atrás eran insignificantes, contar los días que faltan para vernos, sentirnos cerca aún sin estarlo.
Evocar su imagen, irme a dormir y, antes de cerrar los ojos, mirar esa foto suya al lado de mi cama y decirle: “Hasta mañana, mi vida... que descanses”, y en el momento en que me hundo en el sueño, sentir sus besos en mi piel.
Y también, guardar los envoltorios de las barritas de cereal, del último regalito que me compró y el ticket del lugar donde acabamos de cenar juntos para pegarlo en el álbum de los recuerdos compartidos.

Lolita

Foto: © Agris Robs

viernes, 17 de abril de 2009

Antes del amor

–¡Ay, papi! ¿Qué me hacés?
–Mhhh-hhh
–Me hace cosquillitas...
–Mhhh
–¡Pero es muy lindo!
–Ahá.
–Qué suave, papi...
–¿Te gusta, Princesita?
–Shi... Me gusta... Me gusta mucho...
Los besé otra vez. Y otra. Y otra más.
A medida que fue pasando el tiempo, fui entendiendo un poco más lo que decía aquel amigo mío: “Para aprender a evaluar a las mujeres, hacé como con los pura sangre: si tienen manos y pies en armonía con el resto, son para tener en cuenta”.
Viene a cuento este poema de Mario Benedetti:


Pies hermosos

La mujer que tiene pies hermosos
nunca podrá ser fea
mansa suele subirle la belleza
por tobillos y pantorrillas y muslos
demorarse en el pubis
que siempre ha estado más allá de todo canon
rodear el ombligo como a uno de esos timbres
que si se les presiona, tocan “Para Elisa”.
Reinvindicar los lúbricos pezones a la espera
entreabrir los labios sin pronunciar saliva
y dejarse querer por los ojos espejo.
La mujer que tiene los pies hermosos
sabe vagabundear por la tristeza.

Mucho antes de iniciarla en el amor, dediqué buena parte de aquella primera vez que estuvimos a solas, a acariciarle y besarle los pies.
Delicados, con dedos parejitos y uñas cortadas con prolijidad, los pies de Lolita merecen ser homenajeados, como en el poema.
Desde ese primer día que dejó que la desnudara, entregándose sin reparos, me dediqué a adorar sus hermosos pies. Aún hoy, lo sigo haciendo.
Y es que una mujer, con los pies, lo puede casi todo, si da con el hombre indicado.

El Profesor

Foto: by Lolita & El Profesor, febrero 2009.

jueves, 16 de abril de 2009

Intolerante

A propósito de la intolerancia, recuerdo en mi adolescencia y mi juventud, haber sido intolerante. Especialmente con “los viejos”, a excepción de mi abuelo. Aunque, si soy muy honesto, y aunque yo quería a rabiar a mi abuelo, había cosas que él hacía y que como yo no comprendía, juzgaba.
No es producto del azar que Mao Tse Tung (Maozedong) hiciera la Revolución Cultural con los adolescentes, cuando le fallaron todos los planes que justificaban un totalitarismo muy parecido al de los emperadores, pero en nombre del pueblo.
En más de un par de décadas de terapia, aprendí que uno no tolera lo que ve en los demás, porque lo reconoce en uno mismo. Eso se llama: “espejo”, y va de sentido común.
Bueno, también son intolerantes los envidiosos, porque ellos no tienen ni pueden tener lo que tiene otro. Entonces, de sólo verlo, se encrespan.
Creo que, con el paso de los años, y aunque admito ser un poco cascarrabias, me he vuelto algo más tolerante. Ocurre que los pendejos y los envidiosos suelen confundir –puesto que ellos se creen los dueños de la verdad–, “firmeza” con “intolerancia”. Quizás porque se han creído (por no saber qué es la Constitución Nacional) que sólo tienen derechos, pero no han escuchado hablar de las obligaciones. Porque se creen los dueños de la verdad y los patrones de las reglas.
Y, atención, que en esta categoría también entran mis hijos y otros parientes cercanos (algunos muy cercanos), que tienen lo que llamo “el dedo acusador fácil”.
Porque, a decir verdad, no es justo que le cargue las tintas a la madre, a las hermanas y al novio –yo lo llamo afectuosamente “Cara de Galleta”– de la hermana mayor de Lolita, ya que de mi lado también “algo huele a podrido en Dinamarca”, como decía el tío Willy.
Es cierto que yo no estoy en las mismas condiciones de Loli, y ni bien me vienen con un planteo estrambótico, fuera de lugar o que me huele a desencaminado, los dejo hablar, los dejo hablar... hasta que empiezo a hablar yo. Y entonces, como dice “el Tío”, todo el mundo hace “boca callada y culo en tierra”.
También es cierto que, cuando la conocieron a Loli, no le hicieron perradas porque, de sólo haber considerado la idea, sabían de antemano qué les esperaba y a qué tenían que atenerse.
Lo que no quita que todos se crean en el derecho de dar sus opiniones y pareceres. Hablo de cosas tales como:
“¡Ayyyyy! ¡Pero, papáaaaaaaa! ¡Es una nena! ¿Qué te pasa? ¿Te volviste un viejo verde?” –mi hija menor.
“Y... viste cómo es mi suegro. No se le puede decir nada porque te manda a cagar... pero no sé qué le pasa... a sus años, con una pendeja... A mí me da un poco de asquito... Por ella, ¿viste?” –mi adorable nuerita, doble cara-doble culo, que te la manda a guardar por la espalda y a traición, como una que yo sé.
“Tu hermano... no tiene cura. ¡Miralo! ¡Una nena! ¿Y qué va a hacer? ¿Piensa casarse? ¿Tener un hijo? Yo no sé porqué no se ocupa de los nietos, mejor...” –la esposa de mi hermano (no es mi cuñada, que quede claro, le retiré el título hace mucho tiempo).
“Le pegó fuerte el viejazo, a papá...” –mi hijo mayor, que por cierto no es el Arcángel Gabriel.
“Papá... todos te lo decimos con buenas intenciones, no queremos que sufras...” –mi hija mayor, siempre tan samaritana, ella.
“¡Ay! Cuando se lo conté a Ceci, me dijo que le daba asco...” –mi hija del medio, haciendo alusión a una amiga a quien, vale recordarlo, la llevaba de vacaciones junto con todos mis hijos y a la que yo llamaba “Pato criollo”, porque daba un paso, y la cagaba.
“Viejo, viejo... ¿qué te pasa? ¿No hay ninguna mina de tu edad con la que te lleves bien?” –mi hijo menor, el muñeco de la familia. Tan sensato él, a la hora de mirar a los demás.
“(...)” –mi hermano, mi querido hermano, de quien fui hermano, maestro, amigo y padre sustituto. Ni mus. Al menos, y como se está acercando a mi edad, algo aprendió: a hacer como los tres monos sabios y, en especial, a mantener la boca cerrada, como hice yo durante todo el tiempo que lleva de casado con su mujer. Al fin y al cabo, su matrimonio, no es cosa nostra, sino de ellos.
“¡Tíooo! ¡Sos un chabón limado!” –mis sobrinos, dos joyitas, los nenes.
Ahora, me pregunto: ¿Cómo hago para explicarles lo que siento, si no escuchan lo que digo de tan encerrados que están en sus certezas y en el convencimiento de que ellos tienen “la precisa”?
A veces pienso en contarles las cosas que vivimos con Lolita, cómo nos reímos, cómo nos complacemos con una película o leyendo el diario juntos tomando el desayuno y haciendo las palabras cruzadas. Cómo disfruto de prepararle el baño con espuma y que ella me enjabone la espalda con la esponjita rosa bajo la ducha.
Me resulta difícil explicarles que si le compro los perfumes, al mismo tiempo le enseño cómo se huelen las esencias, es para que aprenda a diferenciarlas, porque algún día yo no voy a estar y va a tener que elegirlas sola. Pero mientras esté con ella, ¿qué tiene de malo que la agasaje y le transmita mis conocimientos de perfumes franceses?

Creo que ni siquiera van a poder imaginarse qué me pasa por adentro cuando la miro, sin que lo advierta, apoyada en el ventanal abstraída en sus pensamientos, vestida con una camisa mía, o qué bien me hace y le hace dormirnos abrazados, haciendo “cucharita”, escuchando esas palabras tiernas que tanto le gustan, y despertarnos por la mañana y que me tire de las piernas para que me levante de la cama para preparar el desayuno juntos.
Tengo que reconocer que, el día de nuestro cumpleaños –que fue cuando la conocieron–, les debe haber costado dejar de lado los prejuicios, la falsa moral (ninguno de los nombrados se caracteriza por su sensatez y su equilibrio) y la sensación de que su papá-suegro-cuñado-tío o lo que fuere, es un viejo verde.

Me doy cuenta (y por eso les estoy agradecido) que privilegiaron lo que –mal, bien, regular o más o menos– sienten por mí, y se hicieron presentes con la mejor disposición que son capaces de desplegar, dadas las circunstancias.
Ninguno de ellos, cabe mencionarlo, le dijo a Loli que era “una aprovechadora de un viejo” (claro que si se lo hubiera dicho, salía por la ventana en vez de usar la puerta), ni le pegó una cachetada, ni nada por el estilo.
Pero no es menos cierto que, en los inicios de nuestra relación –ahora se van acostumbrando–, las únicas voces que escuché comprensivas
–vaya con la paradoja–, fueron:
a) la del “Tío” (¡Bueh! Tío postizo), hombre un par de décadas mayor que yo, con una vida dura y difícil, que me dijo: “Que digan lo que quieran... ¿Sos feliz? ¿Te sentís bien? Yo te veo diez años más joven, de manera que tengo que creer que, pendeja o no pendeja, te hace bien. ¡Que se metan la lengua en el culo! Tu vida es tuya. Te veo, hace años, sin meterte en la vida de nadie, sin juzgar, sin dar tu opinión a menos que te la pidan, así que... ¡No les des bola!”; y
b) la de mi nieta Belu, que cuando le expliqué quién era la jovencita de la foto que tengo en el escritorio y que me está abrazando, sonriente, me dijo: “¡Qué linda que es, abuelo! ¡Y cómo te quiere!”.
Intolerante.
Sí, Juan.
Por esas cosas que tiene la existencia del ser humano, los únicos tolerantes parecen ser los niños como mi nieta y los viejos, como “El Tío”.
Y algunos amigos de la blogsfera, claro está. Que no es cuestión de generalizar, mezclando la mies con la mala hierba.


El Profesor

PD: A partir de mañana (ahora ya es muy tarde) empezamos a renovarle la cara, a este rincón nuestro. Nada para alarmarse. Sólo vamos a cambiar algunas cosas de lugar, sacar otras y reemplazarlas por nuevas... Como en una casa, ¿ven?

Foto: © Đăng-Huy-Hùng

martes, 14 de abril de 2009

Ensimismados

Con El Profesor, nos llevamos de maravilla. Cuando pasamos varios días juntos –de esos que para mí ya son inolvidables–, no dejamos de conversar acerca de los temas que más nos interesan, de reírnos de las mismas bromas y disfrutar de todo aquello que nos gusta, como habrán leído en nuestras peripecias mini-vacacionales.
Ya que lo preguntaron en un comentario, podría decir que tenemos una comunicación inusual y muy fluida. Es extraño, dado la diferencia de edad, pero es así. ¿Será porque somos tan iguales y, al mismo tiempo tan distintos? ¿O es que como nacimos el mismo día, en realidad resulta que terminamos siendo almas gemelas?
No lo sé. Lo que sí puedo asegurarles, que aunque no tengo experiencia con chicos ni con otros hombres, estar con El Profesor es estupendo, maravilloso, fascinante... Es como estar al lado de una caja de sorpresas, con un mago muy hábil que siempre tiene un truco nuevo con el que nos sorprende.
Este nivel de intimidad, de entendimiento y hasta de compañerismo y complicidad es para nosotros la regla.
Pero como toda regla tiene su excepción, para nosotros también hay un momento que rompe la regla. Es un solo acontecimiento en nuestra vida en común, que hace que la comunicación no se corte, pero se interrumpa y que la buena onda se diluya: el bajón-mal del último día.
Ahora, cuando lo escribo, me causa gracia evocar la imagen, pero debo confesar que vivirlo es bastante duro.
El bajón nos acomete momentos antes de que finalice el último día que pasamos juntos. Para ser más precisa, cuando llega el momento que tenemos que guardar las cosas en las valijas para irnos del hotel en el que estuvimos pasando esos días fabulosos.
El cuadro –en este momento que lo cuento, casi gracioso– resulta bastante patético, porque ocurre por lo general en el horario más depresivo del día (para más padecimiento, por lo general los domingos): cuando la tarde se tiñe de rojo y el sol empieza a esconderse detrás de los edificios más altos.
¡Fatal el momento del bajón-mal!
Es cuando solemos deambular por la habitación como dos entes que se mueven como zombis, buscando nuestras cosas, intentando poner orden afuera –porque adentro nuestro todo es un caos–, y empacar todos nuestros objetos personales.
En esos momentos estamos tan ensimismados en nuestros pensamientos y hundidos en nuestra propia tristeza que es la única vez que nos cuesta dirigirnos la palabra.
El Profe, muy callado (raro en él), por lo general vagabundea totalmente desnudo, a excepción de esas medias finas (que yo siempre pienso que son de mujer) azules o verde inglés, según el atuendo, y sus mocasines de cuero, a los que acaba de sacar lustre con la franela que siempre viaja entre sus cosas.
Es gracioso verlo (admito que a mí me da cosita): va de acá para allá, con lentitud y parsimonia, como si le costara coordinar todo aquello que en otro momento hace con rapidez y eficiencia pasmosa. Pasa del baño a la habitación, a veces más de una vez, con esa esponjita rosa en la mano, intentando poner en orden las ideas y decidir adónde la va a guardar para no correr riesgo de que moje el resto de las prendas, porque por lo general acabamos de usarla para bañarnos. (¡Es un tierno, El Profe con su esponjita rosa exfoliante! ¡Me-lo-como!)
Yo, por mi parte, y para no ser menos, la única prenda que llevo encima es mi bombachita rosa –a veces me pregunto por qué la reservo siempre para el final–, y en el silencio casi sepulcral que se instala entre nosotros, voy de acá para allá, sin rumbo fijo y lo único que se escucha es el tap-tap de mis piecitos descalzos sobre el mosaico del baño o el parquet de la habitación.
Como en esa situación me es imposible decidir nada, meto las cosas a presión en mi valija haciendo un esfuerzo para que entre todo lo que el Profe acomodó sobre la cama o la mesita y que yo me encargo de desordenar y mezclar: mi revista Seventeen debajo de su carterita de productos de higiene y medicamentos; mi gomita del pelo y mi peine junto a su billetera y la cajita de cigarrillos casi vacía. Esa es la única oportunidad en que ni se me cruza por la cabeza empezar a fastidiarlo con que no fume. Creo que si yo fumara, durante el lapso de tiempo que dura la agonía de preparar todo para marcharnos, me fumaría un atado entero.
Para más desconcierto, por todos lados hay botellitas vacías de agua Ser saborizada, papeles, envoltorios de caramelos, mi cámara de fotos, el programa del cine, los tickets del restaurante donde cenamos y almorzamos, monedas desparramadas, un plano de la ciudad y el último perfume francés que me compró. Él siempre sabe (no sé cómo hace) cuándo se está por terminar el anterior y entonces me lleva al shopping y me hace probar las fragancias, hasta que termina decidiendo cuál le va mejor a mi piel. Ya estoy haciendo una colección con frasquitos vacíos y mi hermana más chica se muere de envidia cuando los ve y yo pienso “¿Viste nena? Ese es el privilegio de amar a un hombre”, pero no se lo digo.
Entro al baño por cuarta o quinta vez buscando mi cepillo de dientes y como no lo encuentro y hace ya casi diez minutos que estoy tratando de localizarlo, por primera vez le dirijo la palabra, cabizbaja y sin mirarlo:
–¿Mi cepillo de dientes?
–¿Mhhh-hh?
Lo descubro –una vez más–, pasando el secador al piso del baño para que la señora que limpia lo encuentre en buen estado, porque opina que los pasajeros de los hoteles son desconsiderados. Y si no está juntando el bollo de los pelos que pierdo cada vez que me baño y me peino, es porque ya los juntó y los envolvió con prolijidad con papel higiénico, y los dejó en el cesto de la basura.
–¿Mi cepillo de dientes? ¿Lo viste?
–¡Mhhh! Creo que lo puse junto al mío –me responde, sin levantar la cabeza–. Buscalo en el neceser de viaje de mis cosas... –y sigue con lo que está haciendo.
Tan ensimismados estamos en nuestra propia pálida, en nuestros respectivos bajones-mal, que ni siquiera nos damos cuenta de lo que hacemos.
Por lo general yo termino antes, y entonces, vestidita y peinadita, me siento en la cama sin abrir la boca y me quedo mirándolo.



Él se ocupa de la revisión final del equipaje y de dejar todo en orden. Le gusta que la cama quede tendida y la habitación con apariencia presentable.
Todavía desnudo, con medias y mocasines y con un gesto lamentable, lo veo forcejear con el porta-trajes (su valija, que tiene las huellas de miles de kilómetros recorridos) echándose encima casi con ferocidad, haciendo presión con todo el cuerpo para que termine de cerrar. Cuando lo miro, alucino con la idea de que si el porta-trajes respirara, en ese momento muere estrangulado.
Después se peina un poco, se pone el vaquero (sí, sí, con los zapatos puestos... cosa que nunca voy a entender), el cinto con el llavero que no usó durante todo el tiempo que estuvimos juntos y la remerita color celeste o rosa o azul que dejó para usar en el viaje de vuelta.
Acá es donde me toca decir que me ocurre algo extraño cuando lo veo con ese llavero que hace juego con el cinturón y los zapatos, del que cuelgan las llaves de su casa y que está a la altura del bolsillo derecho: aunque a ustedes les parezca muy loco, ese llavero ahí –menos en ese último día–, me excita. Sí. Como lo leen. Me excita y no sé con qué lo asocio para que me produzca tal reacción, pero así es. Quizás, porque se trata de un objeto tan propio de él, tan masculino... no sé.
Bueno, volviendo a la tarde de nuestro Via Crucis personal y privado, cuando termina de vestirse me mira, haciendo un esfuerzo infructuoso por poner su mejor cara e intenta dibujar una sonrisa que no le sale. Sé que en ese momento está tan triste como yo aunque trate de disimularlo.
–Bueno… ¿ya estamos? –pregunta.
–Creo que sí. Lo mío está listo –le contesto, sin decirle que es obvio que está todo listo porque no hay nada más que ordenar ni limpiar ni guardar.
Da una última vuelta por la habitación abriendo las puertas del placard y los cajones para asegurarse que olvidamos nada. En tres oportunidades, como si lo hiciera a propósito, se lastimó el antebrazo con un saliente filoso de un placard, y eso que es un hombre cuidadoso. El último, le hizo una lastimadura bastante seria. Por eso ahora, cuando llegamos el primer día al hotel donde nos vamos a alojar, lo primero que verifico es que no haya nada con lo que pueda hacerse un tajo en el brazo el día del bajón.
–Bueno… llegó la hora, Loli –dice al fin–. L.J.*
Con pesadez, como si tuviésemos que transitar otra vez ese Via Crucis emocional, cargamos las maletas y el resto de las cosas y salimos.
El Profesor cierra con llave la habitación y caminamos por el pasillo
–más bien diría que nos arrastramos como condenados a muerte–, con una angustia tal que creo que si no nos deprime del todo, es porque somos lo suficientemente fuertes.
Y si no nos mata, es porque nos fortalece.

Lolita

* L.J. = “Lo Juimo”, expresión que parodia “Nos fuimos”, en la forma de hablar de cierta gente de campo.

lunes, 13 de abril de 2009

Reflexiones del nuevo día

A la mañana siguiente nos encontramos con Lolita en el lugar en el que solíamos tomar el desayuno y me contó con detalle lo que había sucedido durante la noche y en las dependencias de ese organismo en el cual –se supone y se espera–, defienden los derechos de las mujeres, los adolescentes y los niños. En el caso de los adolescentes y los niños, el deber de los funcionarios consiste en defenderlos hasta de sus propios padres. Hay más casos de maltrato físico, psíquico y moral de los hijos por parte de ambos o de uno de sus progenitores, de los que uno se imagina.
Por suerte la madre de Lolita se comporta de una manera tan estrambótica y falta de cordura, que termina por quedar expuesta ante los ojos del más desprevenido. Tiene suerte de cruzarse en el camino de funcionarios mediocres, sin demasiado sentido de la responsabilidad que lo único que ansían es sacarse el problema de encima lo más rápido posible. Porque si se encontrara con uno perspicaz y consciente de su labor, ya estaría encerrada.
–¿Quién es la víctima? –preguntó la psiquiatra de guardia, cuando esperaban en el pasillo, mirando a Lolita.
–¡Yo! ¡Yo soy la víctima! –gritó la madre, y a partir de ese momento perdió toda credibilidad.
No voy a ahondar en este tema, porque Lolita ya ha contado en el post Noche de Pesadilla todo lo que sucedió a partir de ahí.
La mañana que nos reunimos a tomar el desayuno, una de las primeras cosas que le sugerí es que pidiera un turno urgente con su analista. Cabe aclarar que, hace más de un año, tomé la iniciativa para que Loli le preguntara a su analista si era conveniente hacer una “vincular” en la que yo pudiera hablar en su presencia y la psicóloga –una muy buena profesional y una mujer comprensiva y cálida–, aceptó la propuesta, con resultado muy productivo en principio para Lolita, y en segundo lugar para ambos.
Esa mañana después de la pesadilla era necesario que habláramos con ella y no para buscar complicidades, sino para apuntalar a Lolita después de lo que había tenido que vivir, así que antes de cambiar el pasaje para regresar antes de lo previsto, asistimos ámbos a esa sesión de terapia. Y fue a partir de ese día, y luego de la sesión, que las cosas comenzaron a cambiar.
Debo aclarar que si en ese momento tomé la decisión de interrumpir mi viaje y regresar antes, fue para que Loli no corriera el menor riesgo de que su madre volviera a la carga y las cosas empeoraran.
No fue ni fácil ni grato el resto de ese día. Ambos nos sentíamos muy mal. Estábamos tristes por el hecho de tener que separarnos cuando habíamos esperado con ilusión ese viaje para que yo asistiera a la ceremonia final como estudiante del secundario y para disfrutar juntos del fin de semana.
Pero, por otro lado –y en especial luego de la sesión con su analista–, ambos estábamos felices por haber tenido la oportunidad de enfrentar juntos uno de las tantas tribulaciones por las que tuvimos que pasar en el tiempo que lleva nuestra relación. Yo, por mi lado, además me sentía más tranquilo por haber comprobado que, lejos de derrumbarse, Lolita había salido íntegra y fortalecida de esa prueba tan dura.
Tener que decirle a mi amor que no era conveniente que fuésemos al hotel –y ya no sólo por el riesgo que significaba su madre en pie de guerra, sino por las consecuencias legales que podíamos acarrearle a los propietarios–, me resultó difícil y doloroso. Como ella, yo anhelaba tenerla en mis brazos más que en otros momentos y acariciarla, mimarla y tranquilizarla con mis palabras tendidos sobre esas sábanas revueltas.

Así había quedado la habitación del hotel –todavía no sabemos, ni ella ni yo, qué la llevó a tomar una foto antes de salir para la ceremonia, ¿quizás una premonición?–, cuando nos fuimos. Ahí, mirando la botellita de agua Ser saborizada, su planchita para el cabello en la mesa de luz, el cargador de baterías y la caja del perfume francés que le había regalado, pasé algunas de las peores horas de las que tengo memoria en esa noche de pesadilla. Nunca más volví a ese hotel.
Tuvimos que despedirnos en una confitería vacía, en un día en el cual hasta el tiempo parecía haberse contagiado la tristeza, porque había llovido desde la mañana y estaba gris, desapacible y destemplado.
Con la angustia oprimiéndonos la garganta y ambos con lágrimas en los ojos, nos despedimos con un abrazo muy, muy fuerte en una esquina, antes de que Loli subiera al taxi que había parado para que no regresara a su casa en colectivo.
–Te voy a extrañar mucho, Papi... Estoy muy triste –fue lo último que dijo, antes de subir.
–Hoy sí, mi niña. Pero vas a ver que todo esto va a servir para algo... Sé paciente. Quizás la vida nos sorprenda con un regalo inesperado y en el próximo viaje, nos colme de felicidad –le contesté, antes de cerrar la puerta del auto.
Y no lo dije a la ligera. Creía en lo que estaba diciendo, lo anhelaba y sentía que iba a ser así. Era una expresión de deseo y, al mismo tiempo, una premonición.
Que resultó ser realidad, porque si había algo que Lolita deseaba, era pasar una de las fiestas de fin de año y nuestro cumpleaños juntos.
Y así fue: este año lo comenzamos juntos en su casa, cenando ella, su padre y yo –el último día del año que se iba–, y levantando las copas para recibir al primero del que venía. Éste, en el que estamos viviendo.
Fue en ese viaje que empezamos a hablar y contemplar la idea de escribir juntos este blog, y acá estamos, menos de noventa días después, con tantos miles de visitas de personas que nos leen, como no imaginamos en esos tres primeros días de enero.
Muchas cosas cambiaron desde esa Noche de Pesadilla del 11 de diciembre de 2008.
La principal, la que más rescato y la que nos ha alentado a seguir, es la actitud del papá de Lolita respecto de su hija, de mí, de nuestra relación y de la forma de enfrentar a su ex mujer. Ésa que se dice tan piadosa y tan católica y que exigió la separación –no el divorcio, porque la Iglesia no admite el divorcio y hay que mantener las apariencias, aunque a la hora de división de bienes se transforma en el más codicioso de los usureros–, y se encargó, con esos artilugios de canalla que son propios de los hipócritas, de sacarle lo más posible en dinero y bienes, al hombre que fue su esposo.
Si alguno de ustedes pudiera preguntarle cómo compatibiliza su “piedad” y su respeto por la doctrina de la iglesia con la separación, la vería esgrimir el argumento que, a mí, me provoca repulsión: “Yo ahora tengo otro esposo: mi esposo es Dios”. Y lo peor del caso, es que lo dice en serio. Menudo amante se ha echado la señora, digo.
Respecto del papá de Loli, sé que no fue fácil para ese hombre que es unos cuantos años más joven que yo, aceptar esta relación. Pero creo que, más allá de los prejuicios, de las convenciones sociales y de la comprensible resistencia de un padre que enfrenta una situación como la nuestra, terminó por comprender que en esta vida a menudo nos suceden cosas que ni esperábamos ni imaginábamos pero que son así, y que quizás no las podemos asimilar cuando ocurren, porque no tenemos la capacidad de tomar distancia y mirar los hechos en perspectiva. Pero que con el paso del tiempo terminamos por darnos cuenta que, en el orden del universo, todo tiene una razón de ser.
Lo que ocurrió al principio entre nosotros, quedó en el olvido como una anécdota. Yo comprendí que sus actos en el inicio de nuestra relación, eran producto de lo mismo que lo persuadió de aceptarla: el profundo amor que tiene por su hija.
Por eso, suceda lo que deba suceder entre Lolita y yo, ese hombre se ha ganado mi respeto –como yo sé que me gané el suyo–, y mi reconocimiento por su comprensión, buena fe, bonhomía y generosidad.
Con Lolita también compartíamos el anhelo de festejar juntos nuestro cumpleaños, dije antes. Sí. Para quien no haya leído el post, Lolita y yo cumplimos años el mismo día, pero con cuarenta y un años de diferencia.
Tal como se lo sugerí ese día gris, desapacible y destemplado, buscando consolarla, la vida nos dio un resarcimiento y en febrero pudo viajar para pasar juntos esa fecha tan importante para ambos.
Para finalizar, y como corolario, quiero hacer mención de las opiniones de las encuestas, a partir de lo que aquí escribimos.
Quizás se trate del atributo que tenemos –Loli, yo y algunas otras personas que leen–, de darnos cuenta que hay dos maneras de expresarse en forma escrita bien delimitados y que esa peculiar manera de escribir, como las huellas digitales o el ADN, son propias de cada persona y, por eso, existe lo que se llama estilo literario.
De modo que a esos que creen que este blog se trata de los delirios de un viejo verde al que le gustan las pendejas o de las fantasías de una pendeja que tiene problemas psicológicos con la figura del padre, sólo puedo decirles que empiecen a leer algo que no sea un blog, para aprender a diferenciar un cuerpo de escritura del otro. Quizás un día tendrán que avergonzarse por ser tan ignorantes y tener tantos prejuicios. Y no sólo con nosotros, a quienes esos prejuicios no nos hacen mella. Quienes votaron así, son los que tienen el dedo acusador fácil al momento de levantarlo. Peor para ellos. Cuando les llegue el momento de estar en el banquillo, quizás recuerden estas palabras. Lamento, también, que se oculten en el anonimato. En realidad, prefiero a los que se atreven a escribir un texto agraviante. Por lo menos, aunque no menos arteros, son capaces de dejar por escrito lo que piensan, imaginan o prejuzgan.
A los que votaron que la madre de Lolita es una madre ejemplar que intenta rescatar a su hijita de las garras de un viejo corruptor de menores, lo único que puedo decirles es que lo siento. Si nunca leyeron un texto de semiología aplicada, y no se dieron por enterados que las encuestas reflejan una parte de la realidad, ni siquiera son capaces de darse cuenta que tienen el cerebro perturbado y los valores morales de un inquisidor. Así les debe ir en la vida.
Los que opinan que la señora Mengana es una mujer perturbada y delirante que hace lo correcto al querer apartar a su hija del mal camino, les tengo malas noticias: esa idiosincrasia es propia de represores, de mesiánicos, de torturadores, de los que se creen dueños de LA VERDAD y, como tales, esgrimen el argumento de que “el fin justifica los medios” (cosa que Nicola Macchiavelli nunca dijo ni escribió).
¿Qué es el “mal camino”?, me pregunto y les pregunto.
Ustedes –que también se esconden en el anonimato–, a diferencia de los anteriores, no sólo tienen el cerebro perturbado y los valores morales alterados, sino que además tienen el alma enferma. Y para eso, señores –como decía el Lt. Cnl. Slade (si no saben quién es, tómense el trabajo de averiguarlo)–, no hay prótesis ni cura.
A quienes votaron que la mencionada señora es una fugada de un loquero y que necesita atención psiquiátrica urgente, debo decirles que la primera parte no necesariamente es cierta. Se puede ser un demente y pasar por un respetable ciudadano, que declama probidad y honestidad, sin advertir que su psique está tan dañada que ya no puede distinguir entre la realidad y la fantasía, razón por la cual en todo lo que hagan, se sentirán justificados.
Los que picaron No sabe/No contesta, quizás pertenecen a la franja de los cautos, los que no se comprometen con ninguna opinión y, tal vez, tampoco se juegan por ningún ideal. A ellos les digo que es inevitable el momento en que la vida los enfrente a una situación en la que tengan que elegir, optar, decidir. Porque de eso va la existencia del ser humano, de tomar decisiones.
Para satisfacción de Lolita y mía, la mayor parte se manifestó en el sentido de que lo que leen es un reflejo de la realidad con ciertos retoques literarios, lo que es verdad.
Y más o menos en la misma proporción, deben haberse dado cuenta que la madre de Lolita es un ser humano cruel y retorcido, con malas intenciones y que, corroída por la envidia, sólo busca cumplir con sus caprichos egoístas. Tal cual, y no sólo es así con la mejor y más brillante de sus hijas.
Es así con ella misma. De manera que, me pregunto: ¿qué se puede esperar de alguien tan enfermo? ¿Cómo puede dar amor alguien que no se ama a sí mismo? ¿Cómo puede acompañar a un hijo a transitar sus primeros pasos en el camino del amor alguien que nunca ha sido amado? ¿Cómo se puede dar, lo que no se tiene para sí?


Respecto a Lolita y a mí: ¿qué nos depara el futuro? ¿Cómo saberlo? De momento, nos limitamos a vivir hoy, ahora, y de enfrentar día a día las circunstancias.
La única certeza que tenemos es que durante estos dos años ni la diferencia de edad, ni la distancia ni las dificultades pudieron separarnos. Ojalá que la vida nos tenga reservadas más sorpresas agradables, que nos permita amarnos en libertad y alcanzar, de vez en vez, esas chispitas de felicidad que iluminan las sombras del camino de nuestra existencia en este mundo.
Ella y yo, como dijera el poeta irlandés, ya tenemos algo: al menos hemos conocido ambos días... lo que no es poco

El Profesor

Foto: by Lolita

domingo, 12 de abril de 2009

Noche de pesadilla V

–Y ahora, voy a llamar a la policía –dijo, y comenzó a mover los dedos en el teclado del teléfono celular.
Por lo que ví, alterada como estaba, se equivocó y tuvo que cancelar la llamada y volver a intentarlo. Estaba tan nerviosa que no se daba cuenta que se equivocaba porque tenía la cartera debajo del brazo, en una mano la cámara de fotos y en la otra el celular. Estaba enceguecida.
“Tenés que hacer algo, y tenés que hacerlo ya”, me susurró esa voz calma, fría, desapasionada que me habla en la cabeza en los momentos difíciles.
“¿Y si le tiro la cámara al suelo de un manotón?”, le pregunté a la voz.
“¿Serviría de algo además de que parezca, ante los ojos de todos los curiosos, que intentaste agredirla? No, no. Me parece que no es esa la solución”, me respondió la voz.
Transcurrieron algunos segundos –que a mí me parecieron horas–, durante los cuales evalué todas las posibilidades, hasta que la voz en mi cabeza dijo: “Y si a la cuarta vez de intentarlo consigue llamar a la emergencia policial”.
Quizás quienes lean este relato no crean que en ese momento, al evaluar las posibilidades, no estaba pensando en mí. En lo que podía pasar conmigo si se hacía presente la policía.
No. A decir verdad, pensaba en lo que podía pasar primero con Lolita y luego con ambos. En el sufrimiento que iba a ser para ella verse sometida a un interrogatorio policial y a las consecuencias judiciales para ella, para nosotros y para mí.
Soy una persona con estudios y, además, conozco la ley y la Constitución, por más que alguien de quienes leen, sonría con ironía. Sé que a cada derecho se contrapone una obligación, que es lo único que nos da autoridad para protestar ante los abusos de cualquier tipo de autoridad.
En ese momento me acordé de la figura del estupro, que no era nuestro caso. A lo sumo, podía tratarse de una contravención, con consecuencias para el hotel, por haber aceptado que una menor de edad –por dos meses y veintiséis días, pero menor al fin–, compartiera la habitación con un hombre que no hubiera acreditado ningún tipo de parentezco con ella. Tampoco era justo que el hotel tuviera que pasar por una situación semejante.
Todo esto, como lo mencioné, lo pensé en pocos segundos y la decisión la tomó la voz en mi cabeza que me sugirió:
“Tenés que distraerla... sacarla de quicio para que se olvide de llamar a la policía”. Nada más acertado. Pero, ¿cómo hacerlo sin que todos los testigos de la vereda se dieran cuenta?
“Todos están mirándolos a ustedes, eh? ¿Se le ocurrirá a alguno mirarles los pies”, volvió a preguntar la voz, y ya supe qué hacer.
Le miré los pies, calzados con esas sandalias de modelo antiguo que se venden en las zapaterías para señoras de entrada edad y enfundados en esas patéticas medias de nylon hechas para abuelas que usan sandalias, y avancé tres pasos hacia ella, aprovechando que estaba concentrada en volver a marcar el número de la emergencia policial.
Y la pisé.
No le deposité mi pie encima con saña y al punto de dejarle marcas que podían usarse en mi contra y constituir lesiones, aunque admito que no fue porque me faltaran ganas de fracturarle el empeine y, de paso, partirle la nariz de un golpe. Lo único que hice, con los zapatos nuevos que había comprado para la fiesta de graduación de Lolita, fue pisarle apenas el dedo gordo. Un toquecito, nomás.
Fue suficiente.
¡Ay, Dios! ¡Cómo reaccionó!
Se tiró hacia atrás al darse cuenta que estaba a escasos centímetros de ella, se miró el pie, dejó de prestarle atención al teléfono e hizo un acto de prestidigitación porque de pronto la máquina de fotos no estuvo en su mano izquierda, que agarró el teléfono y la derecha fue derecho a mi mejilla, en una parodia de cachetazo –juro que sentí que me pegaba con miedo a las eventuales represalias–, que todos los curiosos que se habían agolpado vieron. Yo diría que me pegó, pero con reservas.
–¿Qué hace señora? ¡Usted es una insana! –exclamé. No iba a dejar pasar la oportunidad de dejarla expuesta.
–¡Eso, doña! ¿Por qué le pega al hombre? –se escuchó la voz de uno de los espectadores.
Tal como me había sugerido la voz, todos parecían estar mirándonos de la cintura para arriba. Todos vieron el cachetazo, pero ninguno vio el pisotón.
Excepto la hermana menor de Loli, que estaba casi a una cuadra de distancia. ¡Mirá vos! Me pregunto a qué punto esta mujer tiene poder de sugestión y de manipulación, que consigue que una adolescente histérica asegure que, estando a casi una cuadra de distancia, tonta como es para casi todos los otros aspectos de la vida (bracketts incluidos), pudo ver cómo yo le pisaba el pie a la madre, cuando los testigos que estaban casi junto a nosotros ni siquiera lo advirtieron.
Como sea, dio resultado.
Por un momento se olvidó del teléfono.
“Ahora es cuando tenés que acorralarla. NO la dejes reaccionar”, dijo la voz en mi cabeza.
–¿Sabe, señora? –le dije, con ese tono persuasivo que me reconozco y que me es muy útil–. Mejor que tenga buenos abogados... porque acaba de ganarse usted la que será su peor pesadilla.
Retrocedió. Estaba asustada. Más que asustada, aterrorizada.
–¡Me voy a llevar a mi hija! –gritó, al borde de la histeria–. El padre está en el coche ahí –señaló con la mano hacia mis espaldas.
–Yo no voy –dijo Lolita.
–¡Me voy a llevar a MI HIJA! –insistió, con la insistencia que parece ser exclusiva de los lunáticos peligrosos y los esquizofrénicos paranoides.
–Sí, Loli... vas a tener que ir con ella –dije.
Lolita me miró, como si la hubiera traicionado. Me dolió, pero junté fuerzas y me acerqué a ella, puse mis manos en la parte alta de sus brazos y mi cara a escasos centímetros de la suya, para que la bruja no escuchara y la miré a los ojos. Los ojos no engañan y Lolita lo sabía.
–Por favor, confiá en mí... Aunque no me gusta y no quiero, si no querés tener complicaciones y no querés traérmelas a mí, tenés que ir con ella –susurré en su oído–. Lo dice la ley.
Ley. Eso es lo que faltaba en esa familia. Un padre que pusiera los límites de la ley, parándole las patas a la lunática que, sin sospecharlo, se había agenciado como esposa.

–¡Me la voy A LLEVAR! –gruñó, como un demonio encolerizado, la cara desfigurada por la maldad y como si estuviera refiriéndose a un trofeo, y no a una hija.
¿Nunca vieron de frente el rostro de la perversidad? Los ojos saliéndose de las órbitas, los rasgos deformados, el cabello electrizado, masticando las palabras y creo que hasta con espuma en la boca.

–Vas a tener que ser fuerte, mi vida –agregué–. Y, por favor, decí la verdad. No te preocupes por lo que pueda pasarme a mí. Vos, decí la verdad –le pedí.
En ese momento tuve la certeza, aunque me lo había imaginado, cómo hizo la madre para conseguir la dirección del hotel en el que estábamos: se lo dio el papá de Lolita, que le tenía tanto miedo que era incapaz de intervenir.
“Era”, escribí. Hasta esa noche. Después –quizás por lo que ocurrió–, las cosas cambiaron.
–¡Y a usted lo voy a denunciar por corrupción de menores! –gritó.
–Bueno... adelante... hágalo –la incité, sabiendo dónde tocar para provocar una reacción que se le volvería en contra–. Pero mejor que sepa muy bien lo que hace porque cuando mis abogados la demanden por falsa denuncia, mejor que esté preparada.
–¡Yo no le tengo miedo! –gruñó, como una hiena acorralada, tratando de convencerse que lo que decía era cierto–. ¡ESTE es al único al que le tengo miedo! –dijo, metiendo la mano en el escote de esa blusa de vieja que llevaba y sacando un crucifijo, como una patética parodia de Van Helsing enfrentando a Drácula antes del amanecer.
–Ya lo va a tener... cuando tenga que pagar con su casa, con su sueldo y con sus bienes... ya lo va a tener –le susurré, sabiendo que le estaba metiendo una pelotita en la cabeza que iba a empezar a rebotar y a rebotar y a rebotar... hasta conseguir la reacción en cadena que la llevara a la masa crítica. Sabiendo que le estaba pegando donde más le dolía: en la codicia.
–Andá, Loli... por favor –le dije, apretándole la mano para traspasarle parte de mi fuerza porque, aunque hubiese querido estar en su lugar para que ella no sufriera, no era posible.
–Y usted –le dije a la perversa, mirándola a los ojos–, recuerde: desde hoy, cuando tenga una pesadilla que la despierte en medio de la noche, acuérdese que soy yo...
¡Pum! ¡Justo en el blanco! Sé que la pelotita empezó a rebotar y rebotar hasta explotar. Y a tal punto que hasta el día de hoy sigue repitiendo una y otra vez que no me tiene miedo, tratando de mentalizarse, pero vive aterrorizada. Se lo tiene merecido.
Me quedé mirando cómo se iban caminando por esa calle que no voy a olvidar, en esa noche tórrida de diciembre, hasta que subieron al coche del padre y después entré al hotel y subí a la habitación a esperar.
Recuerdo haber preparado el bolso de Loli, acomodando todas sus cosas como me fue posible.
Después, encendí el televisor y no sé para qué, porque ni siquiera miraba la pantalla. Trataba de imaginar qué estaba sucediendo en aquel momento, qué nuevo padecimiento le tenía preparado a Lolita esa mujer que dice ser su madre, mientras me fumaba un cigarrillo tras otro y sentía la opresión de la angustia en la boca del estómago. Lo que ocurrió y que yo no presencié, pueden leerlo en el relato de Lolita.
Confieso que no imaginé que podía ser tan cruel, tan depravada y perversa, al punto de pretender que la justicia encerrara a su hija en un instituto para menores.
Agotado como estaba por el viaje, el día y los acontecimientos, en algún momento me adormilé. Hasta que me despertó el “¡Ring-ring-ring!” del teléfono, casi a las tres de la madrugada.
–Hola... –dije.
–Hola, Papi... –Lolita.
–¡Mi niña! ¿Adónde estás? ¿Qué pasó?
–Tranquilo, Papi. Estoy en mi casa, con mi papá... el sabe que estoy llamándote... Estoy bien... Mañana a la mañana nos encontramos para tomar el desayuno y te cuento...
–Pero, Loli, ¿en serio estás bien?
–Sí, sí... No te angusties, por favor. Mañana hablamos. Esperame a las ocho en el lugar donde tomamos el desayuno todos los días, ¿sí?
–Sí, Princesita... ¿Seguro que estás bien?
–Sí... mañana hablamos –dijo, y se cortó la comunicación.
Al otro día, mientras tomábamos el desayuno, la primera comida en casi veinticuatro horas, me enteré de todo lo que tuvo que pasar Lolita en aquella noche de pesadilla, y que la madre, ansiosa de venganza, y a las dos de la madrugada, insistió que la llevaran hasta la dependencia policial más cercana, donde levantó un acta por “amenazas” y por haberle pisado un pie. Acta que, como suele suceder en esos casos, fue a parar al “Inspector Al Cesto”, es decir, al tacho de basura, por inconsistente.
Resultado: no pasó nada.
Ni Lolita fue a un Instituto Para Adolescentes Descarriados ni yo tuve que enfrentar un juicio por amenazas, lesiones, corrupción de menores, estupro, violación o cualquier tipo de fantasía sexual que haya pasado por la cabeza de esa mujer.
Porque ese es el punto. Sólo puede ser tan indigno de atribuirle a los demás e imaginar tantas perversiones, quien tiene el alma sucia y la psiquis enferma.
Y las cosas cambiaron.
Comencé este relato –que no me fue fácil ni grato escribir–, haciendo alusión al viejo proverbio chino que nosotros, en Occidente, interpretamos como: “No hay mal que por bien no venga”. Nada más apropiado. Mañana, en la reflexión final, voy a explicar porqué.

El Profesor

Foto: © José Manchado

sábado, 11 de abril de 2009

Noche de pesadilla IV

Cuando bajamos del ascensor, la vi. Estaba parada del lado de adentro de la recepción del hotel. En la cara, una mueca extraña que era como esa mezcla de amargura rancia y disfrute malsano de los perversos, cuando están a punto de salirse con la suya y hacer un estropicio de esos que salen en la tapa de los diarios.
Tomé a Lolis de un brazo y la puse detrás de mí. Si tenía que ocurrir algo, que fuera conmigo, no con ella.
Acá debo hacer un paréntesis y explicar algo: yo comprendo que para una madre, ver a su hija con un hombre mayor, muy mayor, es un golpe duro. Puedo entender que una madre puede sufrir por eso, porque espera que su hija tenga una vida normal –si hay que llamarla de alguna forma–, viviendo sus etapas a su debido tiempo y con la que, se supone, es su compañía “natural”, es decir, con chicos de la propia edad.
Puedo, si me esfuerzo, hasta llegar a ponerme bastante cerca (es imposible ponerse en el lugar del otro) del lugar de madre que imagina
–aunque no lo sepa y tampoco sea así–, que un tipo grande se está aprovechando de su hija y entonces reaccione de manera espontánea y con violencia, creyendo que está defendiendo a su hija de un mal que, dada su corta edad, no tiene ni idea que pueden estar haciéndole.
Pero no es el caso de la madre de Lolita. Ése es el sutil detalle.
La madre de Lolita –y no fue desde que yo aparecí en escena–, se dedicó a estropearle de manera sistemática la vida a su hija (en realidad se la estropeó a toda la familia), con el convencimiento delirante propio de esas personas que se escudan en el fanatismo religioso para justificar cualquier barrabasada que le haga a sus semejantes.
Si esa noche hubiera sido la primera noticia que tenía de mi persona, bueno, vaya y pase. Es sensato que reaccionara así. Pero no es el caso.
Ella sabía –porque Loli, en su ingenuidad y creyendo que la madre la iba a comprender–, no sólo le había contado quien era yo, sino lo que sentía por mí. Le había hablado de mí, de la relación y hasta le había mostrado fotos, porque la madre se lo había pedido. De hecho, ya me conocía desde la noche de la fiesta de graduación.
–¡Ay! Pero ese hombre es más para mí que para vos –le había dicho, el día que Lolita le mostró la foto mía que lleva en su celular. Ella me contó que en ese momento, sintió que lo decía con envidia. Y Lolita es joven, pero eso no quiere decir que no sea perceptiva y que sea tonta. Además, conoce lo suficiente a su madre como para interpretar lo que dice y cómo lo dice.
El mes anterior –como Lolita lo mencionó en una respuesta a los comentarios–, la madre había hecho todo lo posible por estropearle la fiesta de fin de curso, haciendo que toda la familia en pleno me tratara con extrema grosería cuando los fui a saludar a la mesa del salón de fiestas, después de haberle prometido a ella que iban a recibirme y pese a que yo tomé la decisión de no cenar con ellos –como a Loli le hubiera gustado–, para no correr el menor riesgo de hacerlos sentir incómodos.
Lo que quiero significar es esto: es comprensible que toda una familia vea mal, piense y sienta que no es lo mejor para su hija que su primera relación se trate de una pareja tan “despareja”, y se oponga con tenacidad.
Pero lo que ni es comprensible y menos aún justificable, es hacerla ilusionar con promesas de actitudes de comprensión que, después, resultan ser lo contrario a lo prometido y, peor aún, llevadas a cabo con premeditación y alevosía.
Como decía, entonces, puse a Lolita detrás de mí y, sabiendo que iba a tener que ser muy duro, me acerqué resueltamente a esa mujer resentida, cruel, mesiánica e hipócrita con paso firme y sin vacilar.
–Del lado de afuera, señora –fue lo único que le dije, haciendo un gesto despectivo con mi mano, lo admito. Uno de esos gestos arrogantes con los que se espanta a los indeseables. ¿Lo hice adrede? Sí, claro. Con total conciencia de que la altivez era la única forma de tratar a una mujer tan... peligrosa.
Peligrosa, sí. Tal como lo escribo, y no me refiero a que se trata de alguien que sea capaz de ejercer violencia (aunque debo decir que me equivoqué al evaluarla), sino ese tipo de seres que se esconden debajo de una fachada de respetabilidad, de falsa piedad y de bondad, pero son capaces de clavarte un puñal por la espalda y retorcértelo para que te duela y, además, disfrutar del momento.

De un demonio escondido detrás de la máscara de una virgen. Esa es la imagen que se me aparece cuando recuerdo ese rostro y no sé por qué lo asocio con la cara de un inquisidor, convencido de que Dios le dio el poder de llevar al potro de tormentos o a la hoguera a otro ser humano para hacerlo expiar sus culpas. Claro que por lo general son tan arteros y malévolos, como cobardes. Son los que atacan por la espalda. Los que deslizan la palabra insidiosa. Los que siembran la desconfianza y cargan de culpa a sus semejantes o hacen algo siempre que tengan un auditorio al que confundir, para poder argumentar después que ellos no hicieron nada, que no son los agresores sino las víctimas.
Como esta mujer ya había tenido un cruce de palabras telefónico conmigo –al día siguiente del incidente de la fiesta de graduación de Loli–, y había comprobado que yo no era como todos aquellos a quienes podía manipular, me tenía miedo. No me agrada ni me regocija que una persona me tema, prefiero ganarme el respeto de mis semejantes. Pero con alguien así, me tranquiliza saber que me tiene el suficiente miedo como para mantenerse a prudencial distancia de mi persona y, en lo posible, no cruzarse en mi camino.
–Del lado de afuera, señora –le había dicho, y no tuve que repetirlo. Si no me había escuchado, el gesto, sumado a la expresión de mi rostro, fue por demás elocuente, porque manoteó y abrió la puerta de blindex y salió, retrocediendo hacia la vereda sobre sus pasos, sin darme la espalda y ya no tan segura de su poder. Se lo leí en los ojos.
Esa noche de diciembre, pasar del ambiente climatizado del hotel a la calle, era como recibir un halo caliente proveniente del infierno, aunque parezca exagerado. Si recurro a esta imagen, es porque fue la sensación que tuve: de buenas a primeras, haber entrado por la puerta grande en el averno.
–¿Qué pasa, mamá? –preguntó Lolita, asomándose de atrás de mi espalda.
–Vengo a llevarme a mi hija –dijo la mujer, dirigiéndose a mí.
Esa es una de las actitudes que más me enerva. La absoluta falta de respeto que tiene por la persona de su hija. Me habló a mí, como si Lolita no hubiera existido y ella no la hubiera escuchado.
No era la primera vez que lo hacía en mi presencia. Era lo que había intentado hacer por teléfono, cuando le corté el rostro y era lo que estaba acostumbrada a hacer con Lolita.
–¿Ah, sí? –le contesté, con ironía. Alguien como ella, sin idea de lo que es el sentido del humor, recibe la ironía como un cachetazo–. ¿Y por qué?
–Porque usted se la llevó...
–No, mamá. Él no me llevó, yo vine sola. Ya te lo dije.
–Es una menor y usted la está reteniendo... –empezó a argumentar.
–No, mamá. No me está reteniendo nada –insistió Lolita.
Como si no existiera, otra vez ignoraba la opinión, el deseo y las palabras de su hija, como si no se tratara de una persona, sino de un objeto.
–Es una menor y está en un hotel con un desconocido –volvió a la carga y levantando el tono de voz.
–Que yo vea, estamos en la vereda –le respondí, con una sonrisa sarcástica–. Y, que yo sepa, no le soy desconocido, al punto que estábamos por ir a cenar, y muy contenta que estaba su hija por la invitación.
–Es una menor y no sabe... –levantó dos decibeles más el tono de voz, y entonces sucedió lo que era de prever: empezaron a juntarse los curiosos.
–Pero mamá... ¿por qué hacés esto? ¿Por qué? –dijo Lolita, con la voz entrecortada. Me di cuenta que estaba esforzándose por contener el llanto.
–Usted se la llevó del acto y yo lo voy a denunciar por corruptor de menores –siguió, con su discurso mesiánico, ya fuera de sí.
–¡Mamá! ¿Qué decís? –Lolita estaba asustada. Yo lo sabía, pero no podía hacer nada más que interponerme entre ella y esa desquiciada mental que tenía delante.
–¡Y le voy a llevar las pruebas de que usted la tenía en un hotel a la policía! –siseó sus palabras inoculadas de ponzoña, antes de abrir la cartera y sacar una cámara de fotos digital, con la que me apuntó.
–¡Mamá! ¿Y vos decís que me querés? ¿Cómo podés decir que me querés y hacer esto? –en esas preguntas tan simples, tan de sentido común (si me quedaba algún rastro de duda acerca de la personalidad maníaca de esa mujer), encontré la certidumbre.
Me ha pasado en otros momentos difíciles de mi vida, que ante situaciones límite no pierdo la calma y pienso con absoluta frialdad. De modo que, en ese momento, me desplacé un poco hacia el bordillo, muy cerca de la calle, de tal manera que tenía como fondo la vereda de enfrente y no la entrada del hotel. También di dos o tres pasos hacia la mujer, que retrocedió (es loca pero no estúpida), con lo que conseguí alejarme más de la entrada. Y al mismo tiempo corrí a Lolita hacia atrás y del lado de la pared, para que sólo me enfocara a mí.
Si iba a usar las fotos como prueba, iba a aparecer la figura de un hombre solo con el fondo de una calle vacía.
En ese momento, disparó la primera foto.
Y la segunda, y la tercera, y una cuarta. No sé cuántas fotos mías sacó ni qué habrá sido de esas fotos, no me importa. Quizás, como sugirió una lectora, las usa como fetiche. El hecho es que las fotos no me inquietaban.
Lo que sí me alarmó fue lo que dijo a continuación, después de meter otra vez la mano en la cartera y sacar el teléfono celular. En ese momento caí en la cuenta del porqué de esa sonrisa mordaz, esa mueca de payaso siniestro que me regaló en el aula magna cuando se dio vuelta para mirarme.
–Y ahora, voy a llamar a la policía.

El Profesor


Foto: © José Manchado

viernes, 10 de abril de 2009

Noche de pesadilla III

El teléfono celular sin crédito.
¿Habrá sido a consecuencia que Lolita se olvidó de avisarme que no tenía más crédito? O es que, de todos modos, iba a suceder lo que tenía que suceder?
Creo que, a esta altura de las circunstancias, el teléfono es sólo un símbolo de esa noche.
Como la cámara digital, que dejó de funcionar por tener las pilas agotadas, justo cuando tenía que sacarle fotos a Lolis, que bajaba hacia el escenario junto con sus compañeros, para entregar la banda argentina al próximo abanderado. ¡Y no le pude sacar ni una foto!

Un momento antes que comenzara el acto, apareció el papá de Loli que me miró y me hizo una mueca que quiso parecerse a un saludo. Lo comprendo, estaba al lado de la ex mujer, a la que hasta ese día, como todos, le tenía miedo.
Suele suceder, en las familias disfuncionales (y esto no es un juicio de valor sino un diagnóstico hecho por una profesional en el tema), que todos siguen un juego perverso aunque a veces se quieren salir de él, y no saben porqué lo juegan.
Como sea, en el momento de la entrega de los diplomas, la madre de Lolis bajó hasta la primera fila, haciendo aspaviento, sacándole fotos a su “hijita querida”, y aprovechó para cotillear con algunas de las monjas y las profesoras. Es su método: el secreto. Que ninguno sepa qué le dice a uno y qué al otro. Más viejo que el mundo, su método, aunque es sabido que un día todo sale a la luz. Hoy me pregunto si no fue esa calurosa noche del 11 de diciembre que yo, sin proponérmelo, fui el que lo puse sobre el tapete.
Loli me había dicho que la esperara afuera, que iba a saludar a sus padres y a su hermana menor (la mayor no apareció, como era de esperarse) y a despedirse de ellos, para después ir a cambiarnos y salir a nuestra cena de homenaje.
Si debo ser honesto, me hubiera gustado –aún a costa de tener que pagar yo la cena–, que esa noche Loli cenara no sólo conmigo, sino también con sus padres y sus hermanas. Pero, dada la situación (que hasta ese momento era más bien conflictiva y tirante), ni siquiera me animé a sugerirlo.
Tal como me lo pidió, la esperé a un costado del edificio y de pronto apareció. Venía apurada y la noté algo nerviosa.
–Vamos, Papi... –me dijo.
–Loli...
–Vamos, vamos...
Y fuimos. Caminamos por el parque circundante hasta encontrar un taxi, y me llamó la atención que Lolita se diera vuelta para mirar, como si la estuvieran siguiendo, en varias oportunidades.
–Loli... ¿estás segura que no hay problemas? –le pregunté, una vez que estuvimos dentro del taxi, rumbo al hotel.
–No, no tranquilo...
Entonces, otra vez, ese ramalazo de precognición, de sentir que algo olía a podrido en Dinamarca.
–¿Te pasa algo, Papi? –me preguntó.
–Sí, tengo un mal presentimiento. Espero que sea sólo una sensación
–le dije, y la miré.
–¿Qué? –me preguntó, rehuyendo la mirada.
–A vos también te pasa algo... –dije, y no estaba haciendo una pregunta.
–Sí –me contestó. Siento un poco de...
–¿Qué pasó, Loli? ¿Qué dijo tu mamá cuando le dijiste que ibas a cenar conmigo? –conste que pregunté por la opinión de la madre, porque el padre sabía que íbamos a irnos y si hubiera sido por él, no hubiera pasado nada. Aunque le había sugerido a Loli que de la ceremonia se fueran a la casa y recién ahí se vistiera y se encontrara conmigo. Pero Lolita, cuando se le mete algo entre ceja y ceja, no entiende razones.
–Nada... les dije que me iba... –estaba diciendo, cuando sonó el celular. Y es en este punto, donde cobra trascendencia la falta de crédito.
Era un mensaje de texto de la madre, que le preguntaba adónde se había metido.
(¡Ay, Dios! ¡Loli!)
–¿Qué hago, Papi? –me preguntó, mirando la pantallita.
–Decile la verdad, que vamos a cenar... ¿qué tiene de malo?
–Bueno... –dijo, y comenzó a mover los deditos en ese teclado liliputiense a velocidad sorprendente. Y, cuando lo quiso enviar... ¡Zas!
–¡Uyyy, noooooooooo! –dijo Lolis–. ¡Se me acabó el crédito!
–¡Loli! ¿Vos sabías que no tenías más crédito? ¿Por qué no me dijiste?
–hay veces que me dan ganas de ponerla sobre mis rodillas y darle cachetes en la cola.
–Me olvidé, Papi... ¡Uyyy, noooo! –otro mensaje.
Y otro.
“Está furiosa, la señora”, pensé.
–Adonde encuentre un kiosco, por favor, pare que tenemos que comprar algo... –le dije al taxista.
Pero como suele suceder en esas situaciones, no apareció ningún kiosco, hasta que no llegamos a la esquina del hotel, donde había uno.
Mientras tanto, los mensajes de texto entraban uno tras otro. Y si no fue así, a mí me parecía que entraban uno tras otro, sin intermedios.
Le di el dinero a Lolita para que comprara la tarjeta y le pagué al taxista, mientras ella cargaba los créditos. Justo cuando había terminado y estaba a punto de escribir un mensaje, volvió a sonar el celular.
Pero esta vez, era un llamado.
–Holaaaa –dijo Loli.
(...)
–Sí, acá... me voy a cambiar y me voy a cenar... él me invitó... No, no. Si papá sabía... No...
(...)
–Pero... ¿por qué me hablás así? ¿Qué te pasa?
–Loli, ¿que ocurre..?
–Shhh... No... Yo no dije que me iba a ir con ustedes... Ya me estropeaste la noche de la fiesta de graduación, por favor esta noche no hagas lo mismo... ¡Pero mamá! ¡MAMÁ!
–Loli, ¿qué ocurre? –insistí, y me hizo una seña para que me callara.
La verdad, hoy no me acuerdo con precisión, pero sé que en un momento quise que me diera el teléfono a mí, porque yo ya había hablado en una oportunidad con esa mujer y le había parado las patas. Sabía que a mí no iba a amedrentarme con gritos ni histeriqueos. Pero Loli no me pasó el teléfono. Creo, que me hizo escuchar lo que la loca gritaba del otro lado del teléfono y le dije que le contestara que iba a cenar conmigo y ya. Que no había nada de malo en ello.
–Mirá, hacé lo que quieras. Yo, me voy a cenar con él porque me invitó y no estoy haciendo nada malo...
Y cortó la comunicación.
–Loli... Decime qué pasa –me puse serio. Y cuando me pongo serio, Loli sabe que tiene que empezar a hacer buena letra.
–¡No sabés las cosas que me dijo!
–Pero Loli, si no me explicás no entiendo.
–¿Cómo puede hacer esto en esta noche? ¿No está conforme con haberme estropeado la noche de la fiesta?
–Loli, tranquilizate... dale, vamos al hotel y me contás...
Creo que batimos el record de velocidad en llegar al hotel, y cuando llegamos a la habitación, me senté en el borde de la cama, la atraje hacia mí, la senté sobre mis rodillas y le dije:
–Bueno ahora, contame qué te dijo...
Loli tenía los ojos llenos de lágrimas y cuando le puse la mano en el pecho, el corazón le latía muy fuerte. Estaba asustada.
–Me dijo... me dijo...
–Tranquila, Loli. Tranquilizate, ordená las ideas y contame, ¿sí? Todo tiene solución... dale...
–Bueno, mientras me cambio te cuento –me dijo, un momento después, cuando se serenó.
Se paró y fue hasta el placard donde tenía su ropa colgada en una percha y la sacó.
–¿Viste que me mandó varios mensajes?
–Sí, ¿qué decían?
–Primero me preguntó adónde me había metido... Después me dijo que por qué me había ido, que me estaban esperando en la puerta. Después me escribió que...
Estaba en eso de enumerarme todo lo que la madre le había escrito, y a punto de contarme lo que le había dicho, cuando la interrumpió el “¡Ring ring ring!” del teléfono interno de la habitación.
Le hice una seña de que se quedara donde estaba y atendí yo.
–Dígame –atendí de la forma en que me sale cuando algo me pone de pésimo humor.
–Señor... perdone, pero acá hay una señora... Mengana... que pregunta por usted –sonaba nerviosa, la voz del encargado de la conserjería.
–Ya bajo –dije.
–¿Qué pasa, Papi? –preguntó Lolita, y se puso blanca como una hoja de papel.
–Está tu madre abajo, en la recepción... –contesté.
–¡Uyyy, noooooooo! –dijo ella.
–¡Uy, sí! –le contesté–. Vos quedate acá, que yo bajo.
Me di vuelta para abrir la puerta, cuando Lolita dijo:
–No, Papi. Yo bajo con vos.
–Loli, quedate acá...
–No. Estamos juntos en esto. En las buenas y en las malas... Yo, bajo con vos.
Bajamos juntos, a enfrentar lo que fuera que nos esperaba.

El Profesor

jueves, 9 de abril de 2009

Noche de pesadilla II

Cuando Lolita me tiene a su lado, se relaja y deja un poco de lado las responsabilidades de las que se hace cargo habitualmente. Desde tomar “la pastillita” a horario, hasta comprar la tarjeta para recargar el teléfono celular, o recargar la batería.
Cabe aclarar que no es porque sea despreocupada, sino porque le gusta que la mime, que me ocupe de sus cosas, hasta de las más intrascendentes. Ella necesita –y esto desde el principio de nuestra relación–, sentir que hay alguien que toma el timón del barco por un rato, por decirlo de alguna manera, para que ella pueda ir a tenderse en la cubierta superior a tomar sol, dejando que otro pilotee el buque y lo lleve a buen puerto.
Debo confesar que hago todo lo posible para mimarla como le gusta, de la misma manera que ella se ocupa de mí en algunos momentos difíciles, o no tan difíciles, pero que a mí me resultan pesados de sobrellevar.
Creo que uno de los aspectos más importantes y que más cuidamos en nuestra relación, es el “hoy por mí, mañana por ti”. Al fin y al cabo, algo he aprendido en todos estos años de vida, y lo llevo a la práctica y Lolita aprende rápido.
Pero volvamos a la historia. Quedamos en que salíamos bañados, perfumados y cambiados,para el lugar donde se llevaría a cabo la ceremonia.
Cuando subimos al taxi a unos metros de la entrada del hotel, de pronto me atacó lo que yo llamo una PDCI: una Premonición De Catástrofe Inminente.
Lolita me miró y le cambió el semblante.
–Papi... –dijo, y creo que estaba asustada–. ¿Te pasa algo?
Ahí, en ese momento, cuando debí decirle que sentía ese ramalazo de precognición, de que algo malo iba a pasar, para no estropearle ese momento tan especial, me lo callé.
–No, Loli... nada –dije, tratando de controlarme–. Debe ser el calor.
¡Calor! Sentía la transpiración fría que me pegaba la camisa de hilado suizo al cuerpo. Sabía que su inquietud se debía a que cuando me dan esas premoniciones, me pongo pálido, pero pálido-mal, y no es sólo ella la que se asustó al verme así.
Pero hice un esfuerzo, me recompuse como pude, le acaricié la mano y el muslo y seguimos viaje.
Como les dije, llevaba la cámara digital para sacarle fotos, pero con los arrumacos y las prisas, Loli no había comprado pilas nuevas y yo ni siquiera había pensado que las que tenía estaban a punto de agotarse.
Tampoco imaginaba que se le había agotado el crédito del teléfono celular.
Cuándo y cómo llegamos al aula magna donde iba a tener lugar la ceremonia, se me desdibuja en la memoria. Recuerdo, sí, que cuando bajamos del taxi nos encontramos con un compañero de Lolita. Ella lo saludó y me presentó. También recuerdo haber caminado por un parque hasta el edificio, en cuya entrada ya se agolpaban alumnos, parientes, amigos y vecinos, además de las monjas del instituto. Una de ellas, al ver a Lolita la llamó, le dijo algo y le entregó la banda fondo argentino de ceremonias.
–Vení, Papi –me dijo Loli, y entró conmigo al salón–. Yo voy a estar ahí –señalo hacia una entrada, arriba a la derecha.
–Sí, no te hagas problemas –le dije, pero el que tenía problemas era yo, porque esa sensación de problema inminente no se me iba. Seguía estando desasosegado, con una opresión a la altura del estómago y con esa desagradable sensación de presque vú, de estar seguro de que iba a vivir una situación que conocía.
–¿Adónde te vas a sentar? –me preguntó.


–Por ahí arriba... donde terminen las butacas reservadas, bubú –le dije–. ¿Qué te dije?
–¿Qué me dijiste?
–Que no iba a poder sentarme en las primeras filas, porque las butacas iban a estar reservadas para las familias de los alumnos, cabezotas.
–Ah, sí. Bueno, no sabía.
–Dale... andá a juntarte con tus otros compañeros. Yo busco una butaca por allá –señalé hacia las filas más altas–, y me acomodo, ¿eh?
–Sí, Papi –dijo y se dio vuelta.
–Loli –la llamé.
–¿Qué?
–Vení, mi vida –extendí la mano y ella me imitó.
Le hice una caricia.
–Tranquila, que todo va a salir bien, ¿eh?
–Sí, Papi... estoy tranquila –dijo.
Pero yo me di cuenta que no, que no estaba para nada tranquila y que quizás, como yo, veía que se acercaba una tormenta de esas que dan miedo.
Con el aire acondicionado, había dejado de transpirar y la camisa se me había secado. Me acomodé en una de las butacas sin cartelito, casi al medio y me di vuelta para verificar que podía ver a Lolita y a sus compañeros atrás, a mi derecha, preparándose para hacer su entrada con la bandera de ceremonias.
Lolita me había dado un curso acelerado de cómo sacar fotos con una cámara digital, así que me puse a hacer pruebas de enfoque (aunque la cámara tiene auto-enfoque) y de encender, enfocar, apuntar y tomar la foto y luego guardarla en la memoria, mientras el auditorio comenzaba a llenarse de gente que buscaba su lugar y una de las monjitas jugaba con una notebook que reproducía un .pps bastante primordial en su producción, en la pantalla gigante del escenario.
En esas estaba cuando de pronto más que verla, sentí la mirada penetrante fija en mi persona.
No sé cuántos de ustedes habrán visto la película “El Exorcista” y recuerdan el momento en que la cara de Regan fluctúa de la maldad a la inocencia, pero es la imagen más apropiada para describir lo que vi y sentí en ese momento.
Estaba dado vuelta, tratando de enfocar a Lolita y a sus compañeros cuando se me erizaron los pelos de la nuca como si me hubiera rozado la mala suerte o me hubiera hecho una caricia una de esas Erinias –las perras rabiosas de la mitología de la Grecia antigua–, recién llegada de las profundidades del infierno.
A veces, en broma, aseguro que mi madre me hizo un regalo al nacer: la perceptividad. Esa tarde del 11 de diciembre, se los aseguro, tuve la certeza absoluta que en verdad me lo había hecho.
Cuando me di vuelta y miré hacia un costado, la vi.
El rostro descompuesto en una mueca demoníaca. Un gesto perverso deformándole las facciones y, en los ojos, el brillo del que disfruta, por anticipado, de la determinación para hacer todo el mal posible.
Fue un instante apenas. Ese momento que pude captar mejor que si la hubiera retratado. Porque un segundo después, esa mueca de maldad absoluta se transformó en una sonrisa hipócrita, otra mueca de falsa cortesía.
Una hilera más adelante y dos butacas a la izquierda, dada vuelta y mirándome estaba ella. La persona que más daño le hizo a Lolita. La que la llevó a la enfermedad. La que le socavó la autoestima y le alimentó con su pócima malvada, la inseguridad.
Ahí, sentada y mirándome, apenas a dos metros, en la hilera de adelante, estaba la madre de Lolita.
Y recuerdo que cuando reparé en esa mirada lunática propia de los mesiánicos, leí con toda claridad el mensaje con el que se regodeaba, sin darse cuenta que yo me daba cuenta:
“Ni te imaginás la que les tengo preparada...” (y ya van a ver que no era una falsa sensación mía provocada por el rechazo que me produce esa mujer).


Sigo mañana. Créanme que no es fácil para mí evocar ese crepúsculo del 11 de diciembre, y ponerlo en palabras.

El Profesor

PD: ¿Qué tiene que ver en esta historia el celular de Lolita? Mucho. Mañana se van a enterar.