viernes, 14 de octubre de 2011

Deseo de El Profesor

Hoy, hace un año, en esta misma ciudad, en el último día de mi último viaje desde Buenos Aires, con Loli habíamos empezado a planear mi mudanza a Córdoba.
En un post titulado “Deseo de Lolita”, el 24 de enero de 2009, ella había escrito –con toda la vehemencia y el entusiasmo de sus ilusiones adolescentes–, una serie de pedidos, entre los cuales creo que éste es el que más viene a cuento: “Pediría que nunca se nos muera el amor, que no perdamos la pasión, que no se nos olvide la ternura en los gestos, y que siga presente en nosotros ese deseo de hacer el amor todas las noches.”
Parece que no había nadie para escuchar ese pedido, o que el condicional no es el modo apropiado para expresar un deseo tan sentido.

He tardado mucho en escribir esto por la tristeza que me provoca, pero creo que debo hacerlo porque quienes nos han seguido, leído, apoyado, alentado y todos los que desde el último post de mayo hasta ahora nos han escrito preguntando qué nos ocurría, se lo han ganado, lo merecen. Si tomé la decisión de escribir yo este último post, es porque creo con firmeza que ese es el privilegio y la responsabilidad que da el hecho de haber vivido más.
No creo que sea necesario decir ni agregar mucho más. Imagino que quienes están leyendo ya se habrán dado cuenta de qué va la cosa.
La relación de Lolita y El Profesor, ha llegado a su fin y nuestra historia compartida también.
Llegó el momento de soltarle la mano, después de recorrer juntos este tramo del camino.



No se trata de repartir culpas ni dar explicaciones, cuando lo que importa es que se perdieron los sueños, se olvidaron las ilusiones y el amor se enfermó hasta que después de una agonía muy, muy dolorosa, se extinguió… No conozco espectáculo más triste de ver en esta vida, que la muerte del amor, y no se lo deseo a nadie.
Se trata, sí, de decirles a todos los que nos leyeron, nos siguieron, nos comentaron y hasta nos brindaron su amistad durante estos dos años, que esto que nos ocurrió a Loli y a mí, era un riesgo previsible, pero valió la pena tomarlo. Era algo que podía pasar y las circunstancias de la vida, los miedos, los prejuicios y hasta nuestras propias miserias, parecen haber tenido una curiosa y hasta casi perversa forma de complotarse, porque no estaban dispuestas a hacernos las cosas fáciles desde el principio.
Es cierto que ambos fuimos escribiendo una historia en base a momentos gratos y anécdotas divertidas, a riesgo de aparecer como empalagosos de tanto mimo y arrumaco, quizás porque queríamos exorcizar todo aquello de nuestra existencia que nos hacía mal y nos daba miedo mirar porque nos dañaba y nos lastimaba tanto, que se nos hacía intolerable.
Con la perspectiva que da el paso del tiempo, aquella plegaria de Loli que decía: “Que las noches no acumulen sombras que pasen desapercibidas detrás nuestro. Que el derrotero de la vida no me quite mi primer amor, que no se robe mi felicidad, que no apague los latidos de ese corazón que aprendió a armonizar con el mío... Que el tiempo sea generoso. Que haga para nosotros una excepción. Que la llegada de los otoños por venir no marchiten mis esperanzas e ilusiones”, no pudo ser más que una expresión de deseos, la que provoca esa tormenta de sensaciones y sentimientos que es el primer enamoramiento, aunque no por eso es menos válida.

Ustedes saben que hubo muchos seres anónimos y algunos no tan anónimos, que nos denostaron, nos insultaron, nos desearon lo peor y nos auguraron que esta, nuestra relación, no prosperaría. Tal vez, al leer estas palabras se alegren y se regocijen en su miseria. Allá ellos. “Conozco a varios que piensan así y obran en consecuencia y aprendí a darme cuenta –escribió Loli también en este espacio que fue nuestro–, que todos están unidos por un denominador común: ninguno de ellos puede decir con propiedad que amó de verdad en toda su vida”.

Por eso, lo que en realidad importa en este momento –aunque me cueste tanto encontrar las palabras– es lo que quiero transmitirles y desearles a todos los que se ilusionaron con nosotros y hasta nos tomaron como ejemplo: que pese a esto que nos sucedió, no pierdan las esperanzas, no dejen de soñar, no bajen los brazos y perseveren en el buen amor. Porque desde el origen de la humanidad, hubo muchas historias similares que tuvieron un final mejor. Porque habrá otras tantas que harán realidad lo que nosotros no pudimos conseguir.
Porque es posible.
Porque vale la pena.
Porque cuando los sentimientos son genuinos y se los defiende pese al infortunio, y aunque suene cursi, es válido intentarlo para no llegar al final del largo viaje que es la vida, sin haber amado nunca. Que será como no haber vivido.
Les deseo y les pido a todos ustedes, los que creyeron en nosotros y nos desearon lo mejor, que no dejen de ansiar, y esperanzar y soñar y, pese a tener todo en contra, lo intenten. Porque si no lo intentan, no habrán vivido. No se cierren a los sentimientos ya que si los ponen en juego con toda la fuerza de su anhelo, todo es posible y, ¿quién sabe? “Hasta podría abrirse el cielo”*
El hecho que uno solo de entre todos ustedes consiga perpetuar los sueños en una feliz realidad, será para nosotros una maravilla, créanme. Será lo que nos justifique y haga que nuestro paso por aquí no haya sido en vano.
Que hayamos podido dejar una huella tan profunda, que nos honre.
Ése es mi deseo.

Hasta siempre, amigos. Llévense nuestro recuerdo y nuestro afecto,



El Profesor

* de “Meet Joe Black”



domingo, 22 de mayo de 2011

¡A toda máquina!

El día había amanecido lindo. A pesar de estar en pleno mes de mayo, la temperatura era agradable y el solcito entraba por la ventana pronosticando un sábado radiante.
Me levanté (y como era medio temprano aun) dejé que el Profe durmiera un ratito más y entretanto, yo me vestí, tomé mi desayuno y salí a buscar el diario. Cuando regresé, ya era una hora prudente para acercarme hasta su cama, despertarlo y mostrarle el hermoso día que nos esperaba.
Preparé su café capuchino (con la leche con mucha espuma, como le gusta) y mientras hojeábamos las páginas de noticias, el Profe me propuso:
–Bebi… Con este hermoso día, ¿Te parece que a la tarde salgamos a caminar un poquito al parque?
–¡Si, claro! ¡Qué buena idea!
Mientras él se ocupaba de algunos trabajos pendientes, aproveché para ir al gym hasta el mediodía.
Cuando regresé, olfateé un rico aroma proveniente de la cocina.
–¡Mmm…! ¿Qué estás cocinando, mi amor?
–Las milanesitas que te gustan con ensalada de palmitos, corazones de alcaucil, hongos y zanahoria rallada.
Él sí que tiene bien claro mis preferencias culinarias.
Almorzamos tranquilos, mientras charlábamos de temas diversos y luego de algunos mimos y arrumacos propios de la hora de la siesta, nos calzamos las zapatillas y salimos rumbo al parque más lindo que tiene nuestra Córdoba: el Parque Sarmiento.
La tarde era tan agradable que el sólo hecho de sentir el solcito y el tibio aire (además de la mano del Profe agarrando la mía) me hacían sentir muy feliz.  
Llegamos, y vimos que muchos, al igual que nosotros, habían elegido pasar la tarde al aire libre. Estaba lleno de familias, parejas, grupos de amigos jugando al fútbol y personas solas que se deleitaban esquivando autos  mientras andaban en rollers
Nos dirigimos hacia el lago y empezamos a bordearlo, mirando los patitos que nadaban a la orilla y a los niños que los alimentaban.
–Bebi… mirá, se alquilan botecitos… ¿Te gustaría que demos una vuelta en uno?–Me preguntó el Profe.
–¿En serio? ¡Sí que quiero!
–Bueno, vamos entonces… yo me acuerdo que siempre quisiste hacer esto conmigo.
–¡Te acordás de todo! Y si, la verdad es que siempre me quedé con las ganas… 

Subimos a un bote a pedal y nos fuimos a recorrer el lago.
En un momento, ambos nos quedamos mirando un grupo de tres patitos que nadaban cerca nuestro y casi al mismo tiempo dijimos:
–Gordi…–Comencé. 
–¿Te parece si…? –Me sugirió.
–¿... Jugamos a “pisar” a los patos?
Ambos nos reímos de la infantil ocurrencia, pero sin embargo, anunciamos:
–¡A toda máquina!
Y apuramos el pedaleo para llegar hasta ellos, mientras no parábamos de reírnos. Obviamente los patos deben estar acostumbrados a este tipo de cosas tontas por lo que, con la cara más tranquila del mundo, apenas se movieron y ya no pudimos tocarlos.
Pero igual fue divertido.


Él sabía que desde hacía tres años siempre había querido revivir esa experiencia que yo había disfrutado a menudo de chica, pero esta vez con él. Y me la cumplió.
Dimos la vuelta a todo el lago, pasando entre los árboles que rozaban la superficie del agua y por donde se filtraban los rayos de sol y también por debajo del puentecito donde un sábado a la noche, a meses de conocernos, tuvimos nuestro momento romántico.
El paseo duró sólo media hora pero la sensación hermosa me va a quedar por mucho tiempo. Como todo lo que vivo junto al Profe…




Lolita.

martes, 17 de mayo de 2011

Antes y después

Con Loli, como hemos contado, solemos ir al cine los viernes a la tarde. Por lo general vamos al Hoyts del Patio Olmos.
Desde que en las vidrieras aparecieron los modelos otoño-invierno, que Loli le había echado el ojo a un suéter de Tannery, y ustedes saben cómo es ella cuando algo se le mete en la cabeza.
Cada vez que íbamos al cine, ahí estaba el suéter, en la vidriera, en un maniquí vestido con muy buen gusto y la cosa era que debido a otros gastos, se hacía difícil regalárselo.
Entramos por lo menos una vez al local, y a Loli le brillaban los ojitos cada vez que lo miraba, y me daba un poco de cosa no poder comprárselo y que, cuando pudiera, el suéter ya no estuviera ahí.
Por lo general los viernes yo voy primero al Patio de Olmos a comprar las entradas, y la espero hasta que llega de la facultad, porque tiene clases hasta las siete de la tarde.
Este viernes pasado, por fin, la cuenta y la tarjeta tenían la cantidad suficiente como para comprarlo, así que fui al shopping un rato antes, compré las entradas para la película y después –mientras pedía que el suéter siguiera en la vidriera y que Loli no llegara en ese momento–, me fui directamente al negocio y comprobé que... ya no estaba.
Entré y cuando la vendedora se acercó, le dije:
–Había un suéter... color rosa jaspeado... con un botoncito... pero ya no lo veo.
–Queda uno –me contestó la vendedora, y enfiló para la estantería.
En ese momento prometí portarme bien durante todo el año si ese uno que quedaba, era del talle de Loli.
–¿Este? –dijo la joven, desplegando el suéter en un mostrador de cristal–. Pero la medida es...
–Es la medida justa –le dije.
–¿Está seguro?
–Tanto como que al día le sucede la noche.
–Bueno... cualquier cosa, lo puede cambiar por otra prenda...
–No va a ser necesario –la interrumpí, sabiendo ya que iba a tener que portarme bien durante todo el año.
Tannery tiene una forma muy especial de entregar sus prendas, así que la vendedora envolvió el suéter en un papel muy fino con impresos de logotipo, luego lo metió en una caja, y la caja dentro de una bolsa. Todo muy “paquete”, aunque suene redundante.
Pagué y salí del local, enfilando hacia donde está el Hoyts, y en ese momento la vi llegar, con paso rápido, y esquivando gente como si fuera un jugador de rugby. Puse la bolsa detrás de mí, tratando de esconderla, pero Loli es más rápida que un misil a ras del piso y se dio cuenta.
–¡Gordiiii! –dijo, abrazándome y espiando para ver qué tenía en las manos–. Nomedigasquemecompraste
–Ajap –dije, y le entregué la bolsa–. Estaba esperándote, así que...
–¡Quiero verlo!
–Entremos y podés probártelo.
–¡Sí, dale!
De manera que volví a entrar al local y le dije a la vendedora:
–Quiere probárselo...
–Pero sí, claro –contestó la joven–. Pasá por acá...
Un minuto después Loli abría la puerta del vestidor y salía con el suéter puesto.
–¡Me queda justo, mi amor!
–Usted sí que sabe de talles –dijo la vendedora, mirando a Loli y después a mí, con cierta expresión de desconcierto pero sin dejar de sonreír profesionalmente.
–Algo, muchacha, algo... –le contesté.
–Era el último que quedaba –le dijo a Loli.
–Porque estaba esperándola a ella –le dije yo, sin olvidar la promesa que había hecho.
Volvió a envolver con sumo cuidado el suéter, lo guardó en la caja y luego ésta en la bolsa, haciendo un intento que Loli se tentara con algo más.
Cuando salimos del local, Loli se me colgó del cuello y me dio un abrazo muy fuerte y un beso, me entregó unos regalitos que había comprado para mí –entre los que había un Cadbury con pasas–, y nos fuimos a tomar un cafecito mientras hacíamos tiempo hasta la hora de la película.


Este es el suéter antes, como estaba en la vidriera


Este es el suéter después, cuando Loli se lo probó por segunda vez, más contenta que perro con dos colas.

Como estaba yo el día que Loli me sorprendió entrando en un negocio, del que salí con un nuevo suéter de shetland, que me había regalado.



Mimos mutuos para los primeros fríos. :)

El Profesor
 

lunes, 9 de mayo de 2011

La Hinchada

Por si no lo saben, mis estudios constituyen una de las actividades más importantes en mi vida y si bien son una fuente de satisfacción personal, también –en plena época de parciales y exámenes finales– motivo de ansiedad, nervios, horas de estudio, preparación y un poco bastante de estrés. A pesar de esto, debo confesar que disfruto mucho asistir a clases, rendir, estudiar y aprender cosas nuevas cada año.
Para esos instantes de nervios y ansiedad, a poco de entrar al aula para las evaluaciones, El Profe (que siempre está en todas, buscando la manera de ayudarme y aliviar esas sensaciones indeseables), encontró la manera de hacer que me relaje y entre a rendir con más fuerzas y más segura de mí misma.
Al principio, me mandaba mensajes de texto con augurios de éxito, para que me fuera bien en el examen. Pero un día que yo tenía un examen bastante difícil, se le ocurrió algo que me hizo reír mucho. Fue cuando todavía vivía en Buenos Aires y estaba muy lejos como para acompañarme a rendir y quedarse esperando hasta que terminara, para luego invitarme a comer algo rico o llevarme al Shopping para distraerme y bajar la tensión por el examen rendido, como suele hacerlo ahora.
La ocurrencia consistió, nada más ni nada menos, en “contratar” (me pregunto qué clase de acuerdo tendrá y en qué consistirá el contrato) a “Lo Chochamu de la Barra Brava”.


¿Quiénes son estos tipos? Un conjunto de barrabravas “pesados” que cumplen una función determinada: hacerme “hinchada” momentos antes de entrar al aula, mandándome mensajes de texto. La Hinchada está compuesta por los miembros ultra-requete-fanáticos de los clubes más populares de Córdoba y Buenos Aires: Talleres, Belgrano, Boca Juniors, River y otros tantos, de esos que llenan colectivos –a los que les recomiendo ni se les ocurra subir– de tipos que saltan, gritan hasta ponerse afónicos, profieren las más soeces palabrotas, entonan cantitos zafados y agitan banderas por las ventanillas. Sí, esos inadaptados son “los socios” del Profe, para mis días de exámenes.
No puedo evitar sonreír –la primera vez me hizo reír mucho– cuando me llegan estos mensajitos minutos antes de que el titular o los ayudantes de cátedra empiecen a pasar lista a los alumnos presentes.
Estos, por ejemplo, me llegaron uno detrás de otro el día 30 de abril, cuando me tocaba rendir Matemática Financiera. Tengan en cuenta los mensajes no pueden tener más de cien caracteres, así que El Profe debe escribir a velocidad subsónica. Yo los transcribo uno detrás del otro, pero literales, tal cual como me llegaron, con cantitos improvisados y todo:
¡Pende! El “Dogor”* nos yamó y yegamo. ¡Se vinimo acá diretamente de la manifestación del gordo Moyano para hacerte el aguante! Esperá que desplegamo la bandera y lo pasacalle. ¡Laucha! ¡Agarrá el bombo y empeza a darle, que hay que hacerle el aguante a la pende! ¡Acá tenemo la birrita para entrá en caló y para hacer el aguante! ¡Usté humille, Loli, humille! ¡Y sáquese un once en vez de un dié! Y dígale a lo profesore que le pongan buena nota porque si no lo esperamo cuando sale y lo hacemo de goma, lo hacemo. Bueno, ahí vamo: ¡Y daaaaaaaale! ¡Y daaaaaaaaale! ¡Y dale, y dale, y dale Loli, dale! ¡Humille a lo pavote, Pende! ¡Y humilleeee, humilleeee! ¡Mostrale que so la pende del gordo, mostrale! ¡Laucha: no le afloje al bombo! ¡Que es para entrá en caló! ¡Háganle pogo a la pende que se caga de frio! ¡Afane, Loli! ¡Humille en lo esámene! ¡Y dale, y dale, y dale pende, dale! ¡Ole, ole, ole, ole, acá viene la pendeja, a humillarlo otra ve! ¡Ole, Ole, Ole, Ole, la pendeja sabe todo para lo esamené!
Firman: Lo Chochamu. (Así, al revés y sin las “s”)
Apenas terminan estos mensajitos, me llegan otros firmados por mi Gordi que me cuenta que los muchachos están saltando como monos y él tiene que convencerlos que no le destrocen toda la casa, que están eufóricos y que no paran de hacerme la hinchada y tomar “birra”. Todo un invento de lo más gracioso, como el año pasado, que me contaba que habían puesto un puesto de choripanes en el patio de la casa o cuando, en pleno Mundial del año pasado, tocaban la vuvuzela. ¡Jajaja!
Debo aclararles que desde que el Profe vino a radicarse a Córdoba, no sé cómo hizo, pero logró incorporar –por lo que él me contó– hinchas más “pesados” todavía como los de Central Córdoba, y otros que consiguió que viajaran desde la capital, pertenecientes a los clubes de Chacarita (Barra muy brava), Racing y Argentino Juniors, que me ofrecen "apretar" a los profesores si no me aprueban.
Para él debe ser todo un trabajo comprar cervezas al por mayor y aguantarse el quilombo en su casa a las horas más absurdas –un sábado a las ocho de la mañana, un martes a las nueve de la noche, por ejemplo–, pero debo reconocer que cada vez que la “Barra Brava” ha estado haciéndome hinchada, he aprobado el examen de una.
Estas son las cosas que consigue mi Profe. Estos inventos ingeniosos son la manera de hacerme saber y sentir que apoya lo que hago, que está a mi lado dándome fuerzas... Estas cosas que pueden parecerles alocaditas o ridículas, es una de las tantas formas con la que me muestra su manera de amarme.
En especial, porque El Profe detesta el fútbol bastante más que el uso de celulares.

Lolita

* Así lo llaman al Profe :)

domingo, 1 de mayo de 2011

Un sábado especial

Tengo por costumbre hacer por lo menos dos compras quincenales en un supermercado que queda cerca de mi casa El Dino, en el cual, cuando el importe es mayor a cierta suma, suelen entregar un vale “dos por uno” para las salas de cine de otro supermercado de la misma cadena (pero mucho más grande y con un paseo de compras importante) ubicado en la otra punta de la ciudad, en “el cerro”, sobre la avenida Rodríguez del Busto, una de las zonas más pipí-cucú de la ciudad.


Con Loli –creo que ya lo saben–, somos adherentes a todo tipo de cupón de descuento que aparezca, en especial los de cine. Ocurre que las veces que nos dieron un “dos por uno” en el Dino, no lo usamos porque para un viernes a la tarde, nos queda lejos.
Pero este fin de semana, se alteraron los planes de nuestros esperados viernes. Loli tenía que rendir un parcial el sábado a la mañana, así que nuestro viernes de cine-y-cena, se transformó en nuestro sábado de-almuerzo-cine-y-cena, como si la cátedra del parcial hubiera decidido la fecha teniendo en cuenta que este fin de semana, tenía que ser distinto.
–¡Este va a ser un fin de semana especial, gordi! –había dicho Loli, esa mañana, cuando la llamé al celular para desearle éxito en el parcial.
Distinto y especial, sí, porque hoy con Loli celebramos un mes más de relación, cuarenta y uno, para ser exactos, tres años y cinco meses desde aquel primer día de diciembre desde que la vi paradita en la terminal de ómnibus, esperando que bajara del micro.
Así las cosas, en el soleado y fresco sábado que fue el de ayer, la esperé en casa con la mesa puesta, la ensalada decorada –palmitos, zanahoria rallada, hongos frescos, huevo duro para ella; lechuga, apio, cebolla, huevo duro para mí–, y la parrillita caliente para preparar sus milanesas de soja rellenas con tomate y queso y mi bife de chorizo.
–¡Gordi! –Dijo, haciéndosele agua a la boca, cuando entró y miró la mesa–. ¡Qué ricoooo! ¡Mmm! –se robó un palmito de la ensalada, fue a buscar la botella de Coca que sabe que está esperándola en la heladera y, por el camino, descubrió el frasco de dulce de leche especial que le había comprado, y vino corriendo y se me colgó del cuello.
–¡Dulce de leeeeeeeche! –gritó, antes de empezar con los Muack Chuick Smack, porque cuando de dulce de leche se trata, a Loli se pone más contenta que perro con dos colas.
Así empezó nuestro sábado muy especial.
Después de comer, acomodamos todo y nos fuimos para el Dino Mall habiendo ya elegido la película: “Hipólito”, producción argentina y cordobesa, para ser más precisos que, en rasgos generales, nos gustó.
Cuando salimos, dimos una vuelta por el centro de compras mirando vidrieras y observando a los viandantes que, en esa zona de la ciudad, parecen ser todos de alta gama, como los autos que estaban en el estacionamiento y categoría Premium, como todo lo que se ofrece en los locales.
Cuando regresamos, en el cielo del atardecer había unos negros nubarrones que identifiqué como de frío los cuales, en opinión de Loli, presagiaban una noche de esas, especiales para hacer cucharita y taparse bien.
Tal cual. Cuando salimos a cenar –después de una avant-première de lo que sería la noche [ =) ], ya hacía un frío “importante”.
Loli, debo explicarlo, necesita planificar los lugares con algo de antelación. Yo, no tanto, y me inclino más por la improvisación. Pero como no nos es difícil ponernos de acuerdo, terminamos yendo a los lugares que nos gustan a los dos.
Si el lugar tiene que ver con la cocina española y, específicamente, con los frutos de mar, casi ni necesitamos hablar. Que es el caso de “La Taberna Española”, un cercano a mi casa, que habíamos visto en los primeros días de mi afincamiento en la ciudad y al que, por una cosa y otra, nunca habíamos ido.
Como suele suceder en una ciudad en la que los habitantes parecen ser “tarderos” con la hora de cenar, llegamos los primeros, cuando aún no había nadie, y descubrimos que el lugar está atendido por su dueño un español nacionalizado cordobés hace cincuenta y cuatro años (con Loli pensamos que va siendo hora que el señor piense en redecorar el local) y los que, según nuestras deducciones, debían ser sus hijos.
Después de una entrada de mejillones en salsa de tomate –exquisitos y abundantes–, vino la paella –abundante, generosa, aunque el arroz no estaba en su punto óptimo–, y brindamos por todo este tiempo juntos. Terminamos de cenar, pipones-pipones, cuando empezaban a caer los comensales y volvimos caminando rapidito, porque se había puesto frío en serio.
Ambos nos habíamos levantado muy temprano de manera que después de la première  propiamente dicha–, hacer un rato de cucharita bien tapados, antes de cerrar los ojos era lo más apropiado para una noche casi invernal.

Esta mañana me despertó el beso de Loli y el olorcito a café recién hecho y cuando abrí los ojos me encontré con su sonrisa, tan brillante como los rayos del sol que entraban por la ventana.
–¡Feliz día, Princesita! –le dije.
–¡Feliz día, mi amor! –me contestó antes de darme otro beso, y después agregó–. Dale, dormilón, vamos que el desayuno está servido.
No sé si un fin de semana así tiene, para ustedes que leen, algo de especial. Para nosotros, es un momento de inmensa dicha y de felicidad mutua, por poder compartir las pequeñas grandes cosas con que nos sorprende la vida cada día.

El Profesor
PD: Los exámenes de Loli y un incremento considerable en mi trabajo, son las razones principales por las cuales no estamos escribiendo con más regularidad. Esperamos sepan comprender, ¿sí?



sábado, 23 de abril de 2011

En Pantuflas

El viernes de la semana pasada, a la nochecita, cuando con el Profe volvíamos del cine luego de ver una muy buena peli, y entrábamos a su casa dispuestos a preparar una rica comida y relajarnos en ese último día de la semana, me anunció:
–Tenés una sorpresita en la habitación…
–¿Qué es, mi amor?
–Ah, no sé… andá, fijate, Loli.
Fui ilusionada hasta el dormitorio a ver de qué se trataba y me encontré con una bolsita blanca que adentro contenía un regalito. Lo abrí y me lleve la sorpresa:


Eran unas hermosas pantuflas para andar por la casa, todas mulliditas y cómodas (¡Cómo sabe de mis gustos!). Pero no sólo eso: como ya se le hizo costumbre, (y no sabe cómo me está malcriando) también me esperaba con la ropita limpia y plegada que a mí me gusta ponerme en su casa: una camiseta enorme de él (que me llega hasta debajo de las rodillas) y unos boxers con elástico, nuevitos que ya no usa porque los considera casi míos.
Quizás resulte extraño, pero a él le causó mucha ternura el primer día que, en broma, me puse su ropa y desde aquel día le agrada verme con ese atuendo grande para mi cuerpito pequeño y a mí, la verdad, me queda muy cómoda. De manera que cada viernes que llego a casa, tengo el enorme placer de entrar a la habitación, encontrarme con las sábanas recién lavadas, perfumadas y mi “ropita de cama”. (En algunas ocasiones lo encontré lavando las prendas y no tienen idea con la devoción y el cariño que lo hace, el muy dulce).
¡El Profe siempre está en los detalles!


Lolita.


sábado, 16 de abril de 2011

Bodegones y bolichones de La Docta

Con Loli descubrimos, desde el primer viaje cuando nos conocimos, que nos divertía mucho ponerle nombres estrambóticos a ciertos lugares, como por ejemplo “El puente de las travesuras”, como llamamos al puente sobre el lago artificial del Parque Sarmiento, en el cual una noche de verano nos dedicamos a ciertas efusividades románticas no usuales entre un señor mayor y una adolescente.
Así las cosas, y a la búsqueda de lugares especiales un anochecer en que salimos famélicos buscando un lugar dónde cenar –creo que fue en el tercer viaje–, me detuve frente a un local ubicado en la esquina del hotel en el que nos alojábamos, en la esquina de San Jerónimo y una de las esquinas de la placita San Roque y miré hacia adentro, y aunque en la pizarra se ofrecía una amplia gama de platos tentadores, el interior nos pareció bastante deprimente, a decir verdad.
–¿Te parece que comamos acá, Papi? –preguntó Loli, con una expresión que más que duda era de horror dibujada en el rostro.
–No, Princesita, tranquila... No acá. Mirá –le expliqué–, me gustan los bodegones viejos porque aprendí que en muchos, dejando de lado el aspecto, se puede comer fantástico. Es como con las personas, ¿viste? No todo lo que "parece" es y no todo lo que es, parece. Pero no sé si éste… bodegón “El Pinchazo”, es uno de esos que me gustaban a mí.
–¿Se llama así? –preguntó Loli.
–Sí a partir de este momento, Frutillita –le contesté–. Mirá, no tiene nombre, de manera que lo bautizo: desde ahora se llamará “Bodegón El Pinchazo”. ¡Jajaj!
–¡Jajaj! ¡Una de tus ocurrencias, mi vida!
Así empezamos a ponerle nombres a ciertos lugares de los cientos que tiene la oferta gastronómica de La Docta.
De todos, el preferido de nuestras anécdotas es el “Bolichón La Puñalada” y está ubicado en las cercanías de la terminal de ómnibus, para ser más preciso en la recova del Boulevard J. D. Perón al 100.
Lo descubrí un domingo frío, desapacible y gris de agosto de 2008, después de despedir a Loli en la parada del colectivo y todavía hoy me pregunto por qué decidí entrar.
Resulta que en esa época Loli tenía que regresar a la casa antes que cayera el sol. De manera que sólo se quedaba hasta las seis de la tarde y yo, hasta las diez de la noche –cuando salía el micro–, tenía que buscar un lugar donde pasar el tiempo y comer algo antes de partir.
Siempre nos acordamos de esas tardes de domingo, después de entregar la habitación del hotel, caminando tomados de la mano hasta la parada del ómnibus –Loli no quería que le pagara un taxi para poder estar juntos esos últimos minutos–, preguntándonos cuándo podríamos volver a vernos y tratando de disimular el humor de perros compartido. El día que descubrí el “Bolichón La Puñalada” fue una de esas tristes tardes de domingo. La peor de todas, creo.
El día no ayudaba para nada, como dije. Habíamos estado abrazándonos, tratando de consolarnos el uno al otro hasta último momento –sin lograrlo en absoluto–, y antes de irse, Loli me preguntó:
–¿Vas a comer algo antes de viajar, mi amor?
–Sí, sí. Quedate tranquila.
–¿Adónde vas a ir? ¿Al Ruedo? –insistió, aludiendo a un lugar donde solíamos tomar el desayuno los domingos de sol.
–No sé, voy a ver... Posiblemente –le contesté, para que no se preocupase.
Entonces llegó el colectivo, Loli me dio un abrazo y un beso, se subió y nos dijimos “chau” con la mano y nos tiramos besos hasta que arrancó.
Yo volví al hotel, retiré el equipaje que había dejado en la recepción y salí, con la idea de ir a algún lugar más cercano de la terminal. Empecé a dar vueltas como perro de la calle que no encuentra lugar donde acomodarse, buscando un lugar donde sentarme a leer –a pensar en los días que habíamos pasado, en realidad, haciendo que leía–, y comer algo más tarde.
No recuerdo bien cuántas cuadras caminé, sin decidirme a entrar en ningún lugar, mirando las pizarras con las ofertas de platos del día, pero de alguna manera terminé ahí, en la recova, que si en un día común es un lugar no recomendado para depresivos, esa tarde de domingo gris, fría y desapacible era el sitio menos indicado para alguien que, como yo, estaba sumido en un espantoso ataque de melancolía.
Ahí, en la recova del Boulevard Perón había cuatro boliches –tipo tugurio, vamos–, uno peor que el otro. Dos estaban vacíos hasta la hora de la cena y uno estaba cerrado. El único que tenía parroquianos sentados en las mesas, orientados todos hacia el mismo lugar, era el bolichón en cuestión y, visto desde afuera, el ambiente no era el más placentero que digamos.
Creo que fue mi lado oscuro y masoquista el que me obligó a entrar.
Según mi memoria, los parroquianos presentes eran, a saber:
a) un hombre de esos que parecen llevar la soledad dibujada en las facciones sentado en una de las mesas, sobre la que reposaba una botella de cerveza y un vaso. El tipo –que me acuerde–, daba la impresión de estar catatónico, la mano derecha agarrando el vaso, pero sin moverse; la vista fija en la pantalla de un televisor ubicado en la parte alta del lado de adentro de la pared que daba a la calle. Comprobé que no estaba muerto –y que nadie se había dado cuenta de este detalle–, cuando unos veinte minutos después que me hube acomodado en la mesa contigua a la que él ocupaba –la segunda de la fila del medio–, la mano se movió para llevar el vaso de cerveza hasta la boca de este buen hombre que dio, por fin, un signo de vida.
b) Dos muchachos relativamente jóvenes, ambos típicos “nero cordobé”, uno muy alto, con el cabello lacio tan largo que le llegaba hasta los hombros y teñido de rubio, lo que le daba un aspecto exótico y que permanecía casi tan inmóvil como el vecino de atrás, el de la mesa del medio, que no largaba su vaso de cerveza. El acompañante del altísimo pelilargo, como por efecto de contraste, era bajito, canijo, de mirada huidiza y cabello enrulado-grasoso, al contrario, se movía continuamente como si estuviera transitando por el punto más crítico del mal del San Vito que supone –entre otros síntomas–, una grave alteración motora cuyo rasgo externo más común lo constituye un movimiento exagerado de las extremidades (movimientos coréicos) y la brusca y repentina aparición de muecas de todo tipo. La mesa que ambos compartían ostentaba dos botellas de cerveza. Una vacía. La otra, a medio vaciar. Lo único que parecía amalgamar a seres tan diferentes, era la atención inmóvil de uno e híper-kinética del otro, en la pantalla del televisor que transmitía a que no adivinan ¿qué? Un partido de Fulbo, Fóbal, Fútbol o como quieran llamarlo.
d) Una pareja formada por un hombre y una mujer, ambos de edad difícil de calcular, entre los treinta y los cincuenta años, sentados en una mesa doble, uno al lado del otro, apuntando la mirada hacia el televisor de la pared opuesta. El hombre, del tipo hierático, de vez en cuando emitía una suerte de gruñido. La mujer, en esos trances, soltaba su vaso de cerveza –sí, estaban tomando cerveza– y ponía su mano sobre la mano del hombre, a guisa de caricia comprensiva.
e) Un “cuarteto” de jóvenes que ocupaban otra mesa doble –las botellas de cerveza Quimes y naranja Pritty eran varias, y casi todas vacías–, arracimados todos de un lado, mirando el televisor y haciendo comentarios soeces, despectivos y difamatorios acerca de la honorabilidad y buen nombre de la abuela de un jugador, de la madre del árbitro y de la hermana del uno de los dos directores técnicos.
Un lugar que ni hecho a la medida para que yo saliera huyendo sin pensarlo dos veces pero en el cual sin embargo –y contra toda presunción y razonamiento–, me quedé.
Cuando intento comprender la razón de la permanencia, a veces me digo que se debió a esa curiosidad que, desde pequeño, me lleva a observar los diferentes especímenes de la fauna urbana para tejer conjeturas, hacer estadísticas, fantasear historias, imaginar situaciones y sacar conclusiones que, dado el carácter incierto de las premisas, no siempre resultan verdaderas.
El caso es que me senté en una de las dos mesas libres, acomodé mi equipaje en la silla frente a mí y me orienté, claro, mirando hacia el lado del televisor, para mimetizarme en el paisaje y como para no ser descortés.
Por el rabillo del ojo observé al mozo –la moza, en realidad– que, a menos de dos metros, ni siquiera se había dado por enterada de mi presencia, absorta como estaba en la contemplación alternativa de la pantalla y la larga pelambrera teñida de rubio-paja, del “nero” alto e inmóvil. No daba para sacarla de su ensimismamiento, de manera que miré hacia atrás y descubrí a un hombre –después me enteraría que era el propietario del bolichón–, ataviado con un curioso atuendo de camiseta de invierno de manga larga, chaleco de lana sin mangas que debe haber conocido épocas mejores, unos jeans demasiado holgados que, por el lado de atrás, caían a plomo dejando a la vista ese inicio de la zanjita del traste que suelen mostrar –sin darse cuenta–, los hombres de culo chato.
El mencionado mesonero, llevaba un par de anteojos colgando sobre el pecho, sujetos con una indigna cadena de mostacilla...
… y una boina a cuadros.
Sí, ahí adentro, a esa hora del crepúsculo de un domingo de invierno, el tipo llevaba una boina de lana a cuadros del borde de la cual asomaban, a los costados y en la nuca, largos mechones de un cabello gris-ceniciento que debía hacer mucho tiempo se habían olvidado del olor del champú.
Todos, pero todos, todos, con la vista clavada en el televisor, siguiendo las alternativas de ese partido de fútbol del que nunca me enteré quién jugaba contra quién, pero que a la sazón, debía tener importancia fundamental para todos los presentes.
Les juro pero en serio, les juro y me beso el índice a lo largo y a lo ancho –¡Chuick! ¡Chuick!–, que no sé porqué no me fui en el acto antes de pedir que la moza o cualquiera de los presentes me clavara una puñalada con un cuchillo tramontina y me inmolara en nombre de la depresión ahí mismo. Quizás porque me dio-cosa resultar tan descortés con los parroquianos, o porque mi estado de melancolía era tal que mi instinto de auto-destrucción me inmovilizó o el local me atrapó en sus invisibles brazos de decadencia para que padeciera más la despedida, mientras una voz aguardentosa del espectro de un mamado sin remedio que había elegido ese local de la recova como su última morada y proveniente de ninguna parte, me decía: “¿Querías sufrir? ¡Tomá, tomá y TOMÁ!”
Me salvó una mujer que apareció detrás de mí, proveniente del lugar donde debía estar la cocina, que llevaba en una de sus manos un plato ASÍ DE GRANDE ocupado por una costeleta ribeteada casi por completo por una verdadera montaña de aromáticas papas fritas.
Fue la única que reparó en mi presencia, es justo reconocerlo.
Dejó el plato en la mesa de el-alto-inmóvil y el bajito-con-San-Vito (que lo hizo desaparecer en menos de lo que se dice "Mu"), y se acercó a mí, con esa mirada entre despectiva y perpleja del que ve un bicho raro, ajeno a la manada, ocupando un lugar en el que, se supone, no debería estar.
–¿Quiere algo? –me dijo.
–Seh… –dije, casi susurrando, para no interrumpir la abstracción generalizada.
–¿De tomar o de comer? –me preguntó, y me animé.
–¿Puede ser un bife con papas fritas como ése? –le contesté, señalando con un gesto de cabeza el plato que descansaba en la mesa en la que lo había dejado.
–¿Con o sin huevo frito? –repreguntó, conocedora del alma humana y de los gustos simples.
–Con dos –respondí, diciéndome que si me animaba a comerme la costeleta y las papas fritas que vaya uno a saber cómo y adónde las hacía, bien podía permitirme jugarme el todo por el todo y pedirlas “a caballo”. Al fin y al cabo, el mundo es de los osados.
La mujer –a la sazón la cocinera oficial del bolichón– asintió con un gesto de cabeza y volvió a desaparecer por la puerta que llevaba al lugar donde a todas luces, estaba la cocina.
Me había dado hambre. Ver el plato, me había despertado el hambre y ni siquiera especulé que podía ser uno más de los trucos de ese lugar fantasmagórico para retenerme cautivo hasta la definitiva caída del sol.
Mientras esperaba, el alto-pelilargo-teñido se levantó desplegando toda su humanidad y se dirigió al mostrador, caminando hacia atrás para no dejar de mirar la tele y tanteando con una mano, eligió cuatro empanadas de dudosa calidad de una bandeja grasienta y se las extendió a la moza –que lo miraba, arrobada–, para que se las calentara, según colegí. Después volvió a la mesa, sin despegar los ojos de la pantalla, y se sentó.
A partir de ese momento, los acontecimientos se desencadenaron.
Algo importante debió pasar en el partido, porque al mismo tiempo que los cuatro jóvenes recrudecían sus opiniones adversas acerca de la honra de la abuela, la madre y la hermana de árbitro, director técnico, arqueros y jugadores, el presunto muerto que aferraba el vaso de cerveza dio un respingo y tomó un trago, con gesto contrariado.
La moza pareció despertar de su letargo amatorio, puso dos panes de fonda en una panera que debía ser de la década del amor libre en los años sesenta y la dejó sobre mi mesa.
–¿Qué va a tomar? –preguntó. Ah, hablaba y todo.
Eché una ojeada al mostrador, donde se apiñaban algunas botellas, dispuesto a pedir una gaseosa –no es que me desagrade la cerveza, pero sentí que tenía que mostrar cierta independencia de criterio que me diferenciara de los presentes–, cuando descubrí una única botella de vino de esas individuales de 3/8.
–¿Me puede mostrar ese vino de ahí?
–Ajá –dijo, y fue y lo buscó.
Era una botellita de “Estancia Mendoza” Cabernet Sauvignon que, si la etiqueta no mentía, hacía unos cinco años que debía estar languideciendo y añejándose, a la espera que alguien se dignara descorcharla.
–Sí, está bien –le dije.
Para abrirla, tuvo que venir el propietario de la camiseta de manga larga y la boina, porque la pobre no sabía cómo usar el sector del sacacorchos, acostumbrada como debía estar a usar sólo el lado del destapador de gaseosas y cerveza.
Justo cuando me dejaba la única copa –Bueh, tampoco era cristal, sino uno de esos vasos con forma de copa– que vi en el establecimiento, apareció la cocinera con el plato.

Entonces sí, en ese momento recobré mi fe en el mañana, mi esperanza de volver a Loli en poco tiempo y algo de mi alegría de vivir, y me dediqué a zamparme el bife –no era costeleta, se ve que no le quedaban y me beneficié con un entrecot muy parecido a un bife de chorizo– con papas fritas, que estaban deliciosas (¡Ma qué Mac Donald’s!), y a mojar el pancito en la yema del decorativo y apetitoso huevo frito montado sobre el bife, mientras el alto pelilargo teñido se quemaba la boca con las empanadas que la moza le había calentado y que, como dice el Negro Dolina, en ciertas ocasiones suelen alcanzar temperaturas internas de más de cuatro mil grados Celsius, en especial si son de carne picante.
En resumen, una cena de maravilla antes de ir a la terminal a tomar el micro de regreso, con la sorpresa inesperada de la inusual calidad del vino, que había terminado de madurar en la botella, durante el tiempo que fuera que llevaba en ese mostrador.
Creo que esa mi primer y única visita al “Bolichón La Puñalada” (el nombre hace alusión a mi depresiva intención que alguien me clavara sin asco un tramontina en el cuello), podría llevar páginas y páginas (si imaginan que pasé casi tres horas y media ahí, y el bife lo despaché en la segunda media hora de estar sentado a la mesa), y no quiero abrumarlos.
Por supuesto le conté a Loli lo sucedido y la escuché reírse a carcajadas del otro lado del teléfono. Varias veces pasamos delante de ese lugar en estos tres años y unos meses y juro que, si bien estuve tentado, no se me ocurrió entrar con ella a tomar ni siquiera un vaso de agua. ¡Qué va!
Pero ayer viernes, que tuve que ir a hacer unas gestiones al centro, recorrí la vereda de la recova y comprobé que de los cuatro locales, quedan tres. El "Bolichón La Puñalada", sigue ahí, resistiendo el paso del tiempo, la inflación, la AFIP y las inspecciones municipales de bromatología. Cuando pasé por la puerta, de pronto, me acordé de todo y se me ocurrió que podía escribirlo.
A primera vista, una de dos: o cambió de dueño o el señor de la camiseta de manga larga y boina se decidió a adecentar un poco el lugar. No entré para ver si estaba el televisor del lado interno, pero me llamó la atención el haber descubierto a un único parroquiano, sentado en la segunda mesa del medio, con una botella de cerveza a medio consumir que, inmóvil como una estatua, tenía la vista orientada hacia la pared frente a él, arriba, mientras con su mano derecha aferraba con determinación un vaso vacío.


El Profesor

PD: Pena no tener una foto de la recova, para que quienes no conocen Córdoba, se den una idea.