martes, 30 de marzo de 2010

De peluches e infidelidades

El jueves 11 de marzo, después de cenar en Pizza Libre con Loli decidimos buscar un lugar para que yo pudiera revisar los correos electrónicos, después de dos días de no tocar una computadora.
Ella, como es habitual, después de abrir diez páginas a la vez y pegar una ojeada, había terminado. Yo tenía algunos correos de trabajo importantes que tenía que contestar porque implicaban dinerillos, así que me quedé escribiendo, mientras ella se fue a comprar unos chicles y a dar una vuelta por ahí, ya que una vez que termina con lo suyo tiene una curiosa tendencia a aburrirse con facilidad.
De pronto apareció corriendo, con una expresión que yo le conozco.
–¡Paaaaapi!
–¿Qué pasa, Loli?
–¡Lo tengo! ¡Ya casi lo tengo!
–¿De qué hablás, corazoncito?
–¡Al muñeco! ¡Casi lo tengo!
Acá debo hacer una aclaración, aunque creo que ya lo he mencionado: Lolita es una entusiasta de esos juegos que consisten en poner una moneda o una ficha en una ranura, pararse delante de una cabina de vidrio en cuyo interior se amontonan decenas de muñecos de peluche y tratar de conseguir ganarle a la máquina y, como premio, llevarse un muñeco.
No sé cuántas veces le expliqué que los propietarios de ese tipo de máquinas –del mismo modo que las tragamonedas–, no están en el negocio de regalar muñecos a bajo precio sino, por el contrario, de conseguir que un montón de personas –en especial los niños–, dejen una considerable cantidad de monedas de un peso o fichas por valor equivalente antes de poder llevarse a casa uno de esos peluches porque, la verdad, es bastante difícil sacarlos. Diría que es casi un arte el conseguir que caiga en el receptáculo en el que uno puede meter la mano para apropiárselo.
A Loli no le interesa.
Cuando se le pone algo entre ceja y ceja, como es sacar un muñeco, es capaz de seguir poniendo monedas hasta conseguirlo.
–A ver, mi vida... ¿qué necesitás, Princesita?
–Vos, vos... ¿vos tendrías una moneda de un peso para prestarme, Gordi?
–¡Pero sí, mi amor! ¿Cómo no te voy a prestarte una moneda? Tomá –le dije, entregándosela–. Y no te la presto, te la regalo...
–¡Sha vengo..! –dijo, y salió pitando dejándome con la palabra en la boca.
Volví a concentrarme en terminar el correo que estaba contestando, y cuando ya estaba a punto de finalizarlo, la vi venir.
Sonreía, radiante, mostrando esa hilera de dientes perfectos que tiene. Le brillaban los ojitos y tenía las manos detrás de la espalda.
–¿Y, Loli? ¿Cómo te fue? ¿Pudiste sacarlo?



HOLAAA... ¿QUÉ SE CUENTA? ¿CÓMO ANDAS, AMIGO? –dijo, impostando la voz, como cuando hace “personajes”.
También tengo que explicar que Lolita es una experta en eso de inventar voces y personajes. Por ejemplo, en algún momento hacía que la mascota que tenía (la que se murió y que descansa en paz debajo de un árbol en el jardín) me saludara o iniciara algún diálogo ocurrente.
Ahora estaba haciendo lo mismo, al tiempo que me mostraba el muñeco que había escondido detrás de la espalda, un simpático ratón con carita entre cómica y tristona, que había conseguido arrebatarle a la máquina con esa moneda de un peso que me había pedido.
–Hola, ratón...
¡NOOO ME DIGAS RATÓN! –me contestó el ratón, usando la voz de Loli.
–Bueno, ¿y entonces cómo te llamo?
ESO LO VEREMOS, AMIGGO –dijo Loli, y se rió–.
PERO MIRA... TU PARECES SER UN BUEN TIPO, ¿EH?
–Bueno, no sé, acabamos de conocernos...
SÍ, SÍ, LO ERES... ELLA ME LO HA DICHO –me contestó el ratón, señalando a Loli con una de sus manitas–.
POR ESO ES QUE ME ATREVO A PEDIRTE UN FAVOR, ¿EH?
–¿Ajá? ¿Qué puedo hacer por vos?
OYEEE... MIRA... TE EXPLICO, RESULTA QUE ALLÍ, DE ESE LUGAR DEL QUE ME RESCATÓ LA NIÑA AQUÍ PRESENTE, QUEDÓ MI ENAMORADA, ¿VES?
–¡Ah! ¡Mirá vos!
SÉEEE... Y MIRA, SI TUVIERAS TÚ OTRA MONEDITA, LA NIÑA ACÁ PRESENTE, ME HA DICHO QUE LA VA A RESCATAR PARA QUE PODAMOS ESTAR JUNTOS COMO VOSOTROS...
–¡Oh! ¡Están enamorados!
BUENO, BUENO... DIGAMOS QUE SÍ... PERO DEJA YA DE DAR VUELTAS... ¿ME DAS O NO ME DAS ESA CONDENADA MONEDA? –me contestó la voz de Loli-Ratón, apremiante.
–Bueno, sí. Se la doy a ella. A ver... Mirá, por las dudas le doy dos monedas... Por si falla una, ¿eh?
¡GRACIASSS AMIGO! ¡ERES UN BUEN TIPO, COMO DECÍA LA NIÑA! ¡YA REGRESAMOS! –me contestó la voz del ratón y Loli volvió a salir pitando.
Ya estaba cerrando el correo cuando los vi entrar. Cabizbajos, decepcionados y tristones.
–¿Qué pasó, Loli?
–¡Uh! Nu salió...
–Bueno, Loli... pero te sacaste uno, ¿eh?
–Shi...
¡CLARO..! ¿Y YO QUÉ, EH? ¿QUÉ NO VES QUE NO HE PODIDO RESCATAR A LA MUÑECA QUE ME HACÍA CARITAS?
–Bueno, ratón... tranquilo –le dije, tratando de no largar la carcajada, mostrándome circunspecto–. Si querés vamos ahora y...
NO, NO, ES QUE HA CERRADO EL CONDENADO LOCAL...
–¡Uh! ¡Qué mal!
–Shi... –dijo Loli–. Cerraron y ahora ya no puedo sacarle a su amiguita, Gordi.
–Bueno, Loli. Mañana volvemos, si querés.
–¿En serioooo?
–Sí, claro –le dije, abrazándola y dándole un beso–. Ahora, si querés, para ver si podemos sentirnos mejor, qué les parece si nos vamos a buscar una de esas heladerías artesanales que todavía no conocemos, ¿eh?
–¡Siiiiii! –exclamó, y lo miró al ratón, y el ratón me miró a mí–. ¿Querés tomar helado con nosotros?
¿HELADO? ¡CLARO! ¡ME ENCANTAN LOS HELADOS!
Así que un rato después estábamos sentados zampándonos el cuarto kilo de helado de rigor, cuando de pronto el ratón, nuestro nuevo amigo, que estaba sentado a un costado y hasta parecía estar sonriendo, dijo:



ESTÁ BUENO ESTE HELADO, ¡EH!
–Jajaj ¿Te gusta? –le pregunté.
PUES CLARO QUE ME GUSTA, TANTO COMO A LA LOLI...
–Ah, ¡mirá vos! ¿Ya se te pasó la tristeza por no haber rescatado a tu novia?
OYE... –dijo, bajando el tono de voz y movió una manito, indicándome que me acercara.
–Sí, decime.
NO ES TAN GRAVE, DESPUÉS DE TODO... ES QUE ME PARECE QUE ESA CHAVA ME ERA INFIEL...
–¡No me digas!
SEEE... HABÍA UN OSO AL QUE LE HACÍA CARITAS, LA MUY GUARRA.
–¡Uh! Loli: ¿viste lo que dice el ratón?
¡QUE NO ME DIGAS “RATÓN”! –me contestó.
–Bueno, bueno, tranquilo... Ya te vamos a buscarte un nombre...
–Eso, te vamos a buscar un nombre –terció Loli, que volvió tomada de mi mano, feliz, llevando en la otra su nuevo peluche. Me da una ternura indescriptible, cuando Loli juega así, como si todavía fuera una niñita con esa imaginación portentosa que tiene.
Y la historia del ratón, nuestro nuevo amigo, no terminó ahí. Aún no conocíamos ni su nombre, ni su nacionalidad. Pronto nos íbamos a enterar. Jajaj
Continuará.

El Profesor

Fotos by Lolita

miércoles, 24 de marzo de 2010

2x1 en pastas

Ese miércoles por la mañana llegamos a la cuidad de Carlos Paz. Con los bolsos a cuestas, nos dirigimos al hotel cuya reserva habíamos echo por Internet y que, afortunadamente, quedaba a pocas cuadras de la terminal de ómnibus.
Una vez que entramos, nos acomodamos, dejamos los bultos, nos pusimos ropa cómoda y dimos una vuelta por la infraestructura hotelera para ver de qué se trataba, decidimos salir a caminar por el lugar para conocer más a fondo todas sus posibilidades.
Había un lindo sol en el cielo y el calorcito era importante. Con el Profe ya estábamos soñando con el chapuzón que nos íbamos a dar en esa enorme pileta y en ese jacuzzi climatizado que habíamos visto (una de las tantas instalaciones del hotel) cuando regresáramos.
Era casi el mediodía, habíamos caminado bastante y nuestros estómagos reclamaban ser llenados con algo de manera urgente.
–Papi…
-¿Qué, Bebi?
–¿A vos también ya te entró el hambrecito?
–La verdad que si, tengo un agujero negro por acá y me está empezando a hacer un ruidito…
–¿Y qué podemos comer?
–Ahora, si queremos ir a esa hermosa pileta, podemos pasar por el súper, comprar lo necesario y almorzar en una de esas cómodas mesitas con sombrilla que están junto a las piletas, Loli.
–Es cierto… ¡Me parece bárbaro! ¡Hagamos eso, papi!
Íbamos camino al súper, pero cuando pasamos por un restaurante de donde salía un delicioso aroma a pastas y en la puerta, en un cartelito se anunciaba: “Hoy, día de pastas”, nos detuvimos a mirar.
–Mmmm… mirá Papi… qué rico. A la noche podemos comer pastas. ¿Qué te parece?
–Estaría bueno. A mí también me dio el antojo.
Seguimos camino, entramos al súper y compramos una gaseosa, fiambres y pan para hacernos sándwiches. El Profe también quiso unas papitas saladas para la “picadita”.
Cuando estábamos en la caja pasando los productos, y una vez que el Profe terminó de pagar, la señorita que nos cobró nos entregó un papelito de promoción.
–¡Mirá! ¡2x1 en pastas para el restaurante Il Gatto!
–¡Qué bueno! ¡Podemos ir hoy mismo!
–¡Qué coincidencia!–Dije contenta- Il Gatto es medio caro, papi, pero es un restaurante muy fino y se come rico. Nos conviene ir con este 2x1.
Así que esa noche, nos dirigimos allí y nos sentamos en una mesita muy cómoda ubicada al aire libre.
El servicio fue excelente y la comida ni que hablar. Un manjar. El profe disfrutó de una lasaña de carne y verduras, y yo de unos ravioles cuatro quesos. Parecía poco a la vista, pero nos dejó más que satisfechos.


Cuando llegó la cuenta, yo la tomé y me puse a revisarla para comprobar que realmente nos hubieran cobrado al precio de uno. Eso estaba bien, pero…
–¡Gordi!
–¿Qué, mi amor?
–¿Te cobran los cubiertos? ¿Ocho pesos de cubiertos?
–Mmmm…
–¡Nos hubiéramos ahorrado esa plata y les decíamos que no queríamos los cubiertos, que no los necesitábamos!
El Profe largó una tremenda carcajada ante mi ocurrencia.
–¡Ay, Loli! ¡Por Dios! ¡Sos terrible!
–Ji, ji, ji…Podríamos haber evitado este gasto diciendo que nosotros pertenecemos a un clan o a una tribu muy especial que come con las manos… hubiéramos necesitado un paquete entero de servilletas para esta comida, pero nos ahorrábamos ocho pesos…
El Profe no paraba de reírse, y yo también empecé a tentarme con mi chiste. Terminamos riéndonos juntos de la broma.
Luego de dejar el lugar, nos fuimos caminando de la mano en esa noche hermosa de verano que invitaba a los momentos más románticos. Nos volvimos al hotel luego de sacarnos el gusto de comer pastas y de aprovechar una increíble oferta de 2x1.

Lolita.

sábado, 20 de marzo de 2010

Amigo infiel

Dicen que de todos los amigos del hombre, el más fiel es el perro.
Macanas.
La noche del viernes 12 llovía en Carlos Paz, cuando con Loli, famélicos ambos, salimos en busca del restaurante que habíamos elegido ese día y que nos sorprendió por la calidad de los platos y lo moderado de los precios, pese a que yo tenía el recuerdo de otras épocas, en las que en ese mismo lugar se comía muy mal y a la hora de pagar, lo asaltaban a uno a punta de pistola. La gente cambia y los lugares de comidas, también.
Cuando pasamos juntos esos días de cada mes, y como soy consciente que hasta el próximo no voy a poder hacerlo, trato de darle a Loli todos los gustos. Y entre todos ellos, está el helado después del almuerzo y de la cena.
Lolita, con sus modos suaves y persuasivos y su constancia, consiguió que yo retomara el gusto por los helados, que había perdido en algún recodo del camino. Así que ahora, en vez del clásico de “dos bochas” de Grido, por lo general compramos un cuarto kilo y lo despachamos entre ambos, porque tenemos gustos parecidos.
Hay que mencionar que Loli es casi una degustadora profesional de helados y, en lo posible, de helados artesanales, respecto de los cuales es una verdadera experta.
De manera que ahí estábamos, en una heladería artesanal del centro, sentados en la vereda (pese a que estaba bastante fresco), zampándonos un cuarto kilo de helado de naranja, frutilla y melón, cuando apareció él, y se quedó parado al lado mío mirándome con esa insistencia propia de los perritos de raza Can Street que andan sueltos por la ciudad.




–¿Qué andás haciendo por acá, perrito? –le pregunté.
Como es de esperarse, no me contestó, pero siguió mirándome con esa carita de “Dame algo de comer, macho, que estoy famélico...” Así que con la parte de atrás de la cucharita saqué un poco de helado de frutilla y se lo di a oler porque los perros primero huelen y después se lo zampan.
–¡Paaaaapi! –dijo Loli–. ¿Qué hacés? ¿Cómo le das con tu cucharita?
–Fue con la parte de atrás, Loli... tranquila.
Parece que lo que olió y le cayó bien, porque acto seguido se acercó un poquito más y le metió un lambetazo, y otro... y se lo comió.
Yo pensé –iluso de mí–, que el helado frío no iba a gustarle. ¡Qué no! Le gustó ¡y cómo!
A partir de ese momento, el babau se acercó más sin dejar de mirarme.
Resultado: ligó como cinco o seis cucharadas de helado del fondo... ¡Y quería más!
–¡Uh, Loli! –le dije–. ¿Y ahora cómo hacemos para que no nos siga?
–Nu she...
–¡Quiere más helado!
–¿Para qué le diste, Papi? ¡Te lo dije!
Yo me imaginé –otra vez, iluso de mí–, que esa fidelidad que tienen los perritos iba a hacer que nos siguiera hasta el hotel y ya estaba empezando a pensar en un plan para perderlo cuando pasó otro perro.
Se miraron. Se ve que ya habían sido presentados y que se conocían de antes.
Me los imaginé en un diálogo como éste:
"Qué hubo, che?".
"Acá, con este tipo que me hizo probar esto que me gustó".
"Bueno, dale, seguí, te espero".
El babau me miró a mí como si me dijera: “¡Uh, che! ¿No hay más helado?” y yo le mostré el recipiente vacío.
Se acercó más, lo olfateó, le pegó una última lambida y... se fue siguiendo al otro perro que debía ser su amigo de la calle.
Moraleja: los perros callejeros de las sierras cordobesas, son los amigos más infieles del hombre... y los más interesados (Mhhh-hh).
Con Loli nos volvimos a paso rápido al hotel antes que se largara a llover otra vez y porque el frío, estaba empezando a ser importante.

El Profesor
Foto by Lolita

martes, 16 de marzo de 2010

Pocima mágica

El segundo martes de marzo, día en que el Profe llegó a Córdoba para pasar juntos la última semana de vacaciones, antes de que yo regresara a mis clases de facultad, fui a esperarlo a la terminal, como de costumbre.
Ambos nos ilusionamos con ese primer encuentro. El abrazo, el beso y el compartir un rico desayuno temprano por la mañana, mientras conversamos de las novedades y hacemos planes para los días que tenemos por delante.
Aunque todavía era temprano para el check-in, fuimos hasta el tradicional hotel al que ya nos habíamos acostumbrado (y al que nunca deberíamos haber reemplazado) donde una vez más, nos recibieron con una sonrisa y una cálida bienvenida. Sí, después de varios meses que no íbamos, ¡todavía se acordaban de nosotros! Nos permitieron entrar mucho más temprano de lo acostumbrado y hasta nos llevaron el desayuno a la habitación.
Entre la alegría, las fuertes emociones, los mimos, arrumacos y demás efusividades del encuentro, pasaron cerca de seis horas así que, obedeciendo a nuestros primitivos instintos de supervivencia, marchamos hacia un restaurante de la peatonal transformado ya en nuestro habitual lugar de almuerzo del primer día.
Luego que terminamos de comer el rico menú del día acompañado con dos Coca-Cola Light y el diario para leer y comentar las noticias, nos fuimos a caminar en dirección al hotel, dispuestos a echarnos una reparadora siestita, amén de lo que fuere menester, dadas las circunstancias.
Creo, queridos lectores, que hay algo que no mencioné en ningún post anterior y es el hecho de que El Profe, desde ya hace un mes, y porque yo se lo regalé ante su sugerencia, está haciendo una suerte de tratamiento en base a la ingesta diaria de la jalea real, una cremita que, al parecer (me consta y doy fe), tiene poderes mágicos de rejuvenecimiento y mantenimiento de la buena salud y que conseguimos en un criadero de abejas en uno de nuestros paseos de febrero.
Íbamos tranquilos y caminando tomados de la mano, cuando de repente mi Gordi vio un local de dietética y productos naturales. Se acercó a la vidriera y empezó a mirar.
–Mmm… caramelos de propóleo, baba de caracol, barritas laxantes de ciruela…
–¿Qué buscás, mi amor?
–¿Acá no tendrán jalea real?
–Mmm… sí, quizás. Sería cuestión de entrar y preguntar.
–Porque no quiero quedarme sin reservas cuando se me acabe la que tengo ahora.
–Entremos, Pa
–le dije, tirando de su mano.
Adentro, una señora mayor, clienta ella, estaba guardando la mercadería comprada y ya se estaba yendo.
–Buenasssss –dijo el Profe con su habitual buen humor.
–¿Cómo le va, señor? –contestó cortesmente la vendedora.
Él echó un vistazo a todo el negocio mirando en los estantes y en el mostrador. Finalmente preguntó:
–¿Tiene usted la pócima de la eterna juventud?
La dueña no pudo evitar fruncir el ceño.
–No, aquí no la tenemos, caballero.
–... También llamada “jalea real
–agregó.
La señora mayor, que estaba a punto de retirarse, abrió muy grandes los ojos y exclamó, en tono bajito pero audible:
–¡Qué bueno eso! –Me pareció que quedó bastante entusiasmada y creo que quizás volverá en algún momento a comprarla para verificar el potencial de sus propiedades.
La vendedora buscó detrás del mostrador y sacó una cajita pequeña.
–¡Ésta es! –Dijo El Profe, entusiasmado, al reconocer el envase–. ¿Vio? Es la que me ayudó a llegar en estas condiciones a los ciento trece años…
A mí se me escapó la risita. ¡Siempre él tan creativo!
–Ah, ¿no me diga? Yo le daba apenas ciento nueve… –Le contestó la simpática dependiente, siguiéndole el tren
–No, no, tengo esta edad que usted puede apreciar, y me siento muy joven y vital.
–Me parece muy bien señor
contestó la joven–. No muchos tienen esa posibilidad…
Luego de cruzar unas cuantas palabras más en tono de chiste, mi Gordi pagó la mercadería y nos fuimos.
–¡Mi vida, sos terrible! ¡Cómo me hacés reír!
–Jejejeje… –Se rió travieso–. Quería conseguirla para seguir estando tan bien como hasta ahora… desde que empecé a tomarla, esa jalea real nos ha traído muchos beneficios… ¿No te parece, Loli?
–Si, es cierto Papi, muy cierto… ¡estás cada día mejor!

Lolita

lunes, 15 de marzo de 2010

No Damar... 3

(O Tribulaciones Hoteleras Tercera Parte)


Eduviges.
A Eduviges, la conocimos esa noche y con Loli estuvimos de acuerdo que debía ser la hermana mayor –y más solterona– de Felicitas. Volvíamos del cine y de cenar en “Las Tinajas”, ya bastante tarde y cuando golpeamos la puerta para que nos abrieran, la vimos.
Estaba sentada frente a la pantalla de televisor de uso comunitario, abstraída en la contemplación de las noticias chorreantes de sangre de Crónica TV, y cuando giró la cabeza para mirar hacia la puerta, me hizo recordar a la sonrisa siniestra de Jack Nicholson antes de empezar a planificar la muerte de su mujer y su hijo en “El Resplandor”, por haberlo molestado mientras estaba ensimismado en sus diabólicos planes con los muertos del hotel.
Cuando nos entregó las llaves, nos miró con cara de pocos amigos, y no recuerdo haber escuchado una respuesta a nuestro solícito saludo de “Buenas noches”, antes de volver a ocupar su lugar frente a la pantalla del televisor.
Para no aburrir –creo que nuestras tribulaciones en el Damar dan para un libro–, procedo a resumir en apretada síntesis, cómo resultaron ser los servicios que se ofrecían en la página del hotel:
a) Habitaciones con baño privado. Es cierto y aunque no nos consta, las habitaciones tienen baño privado. Claro, nadie habló de las condiciones en que se encuentra tanto el baño como los sanitarios que le dan carácter de tal. Para muestra, a nosotros nos bastó con ver el nuestro.
b) Sábanas y toallas de algodón. Creo que es lo único cierto de toda la oferta hotelera. Las sábanas y fundas de almohadas no sólo que eran de algodón –y estampadas–, sino que además, parecían estar limpias. Las toallas y los toallones, blancos, también eran de algodón, pero su uso estaba condicionado por la amenaza escrita en el lado de adentro de la puerta, por la cual se comunicaba al pasajero, que ¡Guay de aquél que osara llevarse de recuerdo o perder una de ellas!
c) Servicio de limpieza. Mhh-hh. ¿Qué decir? Bueno, sí, parecía que estaba todo limpio en ese cuarto. Claro que hay que mencionar que a la hora de dejar el jabón que debe estar presente en cualquier baño de hotel Nelly –la empleada “multiuso”–, parecía ser bastante agarrada. Amarreta, bah.
d) Ventilador. Sí, había un ventilador de techo que funcionaba, aunque la rotación de las paletas inspiraba temor, ya que por el ruido y la oscilación, daba la impresión de que en cualquier momento iba desprenderse del techo para decapitar limpiamente a quien estuviera en ese momento en la habitación. A excepción de un día en extremo caluroso –cuando EPEC decidió hacer su corte no programado, razón por la cual el ventilador de techo dejó de funcionar y prefiero no recordar el calor que hacía ahí adentro–, en ningún momento dejé de poner a Loli a mis espaldas y agachar la cabeza por las dudas cuando giraba la perilla para ponerlo en marcha.
e) Desayuno. Oh... sí, el desayuno. Mucho no podemos –ni Loli ni yo–, abrir juicio alguno acerca del desayuno puesto que sólo tomamos el del primer día, y dejaba mucho que desear, de manera que preferimos tomar esa importante primer comida del día en alguno de los dos lugares que conocíamos en los alrededores y que nos traen gratos recuerdos.
Lo único que puedo decir con propiedad es que, por la actitud con la que lo servían, a uno no le daban muchas ganas de sentarse a desayunar en la “sala de uso común”, con el agravante de verse uno obligado a apurar el café y masticar los “criollitos”, sin poder evitar ser espectador de la sangrienta programación de Crónica TV y su interminable encadenamiento de homicidios, accidentes fatales y calamidades de todo tipo.
f) Sala de uso común. Sí. Uso común de propietarios y pasajeros, porque en ese espacio reducido se aglutinaba la conserjería, la recepción, el comedor, la sala de espera y el receptáculo para el aparato de TV que, dicho sea de paso, parecía ser de uso exclusivo de Eduviges y ocasionalmente de algún pasajero que aceptara compartir las calamidades noticiosas de Crónica.
g) TV con cable. Como lo mencionara en f), parece que el único aparato de todo el hotel era para uso exclusivo de Eduviges por la noche y de Felicitas durante el día. ¡Y cuidadito que alguien pidiera ver algún programa que no fuera Crónica TV!
h) Servicio de despertador. Ah, bueno. Aquí es donde entramos de lleno en un tema azaroso en lo que a servicios de hostelería concierne.
Que yo recuerde, el servicio de despertador de cualquier establecimiento hotelero consiste en una llamada telefónica realizada más o menos puntualmente desde la conserjería, a condición que uno haya dejado dicho, la noche anterior, a qué hora necesita abrir los ojitos por la mañana.
Pues bien, en el Damar, el servicio despertador no tenía nada que ver con este tipo de práctica generalizada, aunque debo mencionar que la mencionada prestación era brindada exclusiva y directamente por sus dueñas, por lo menos a nosotros, que teníamos la ventana de la habitación justo enfrente de la ventana de la cocina-cafetería-bar, feudo privado de Felicitas, Eduviges y Nelly.
Con Loli lo descubrimos a la mañana siguiente de nuestra llegada cuando yo, que admito ser algo remolón para despertarme y que tengo el sueño bastante pesado, empecé a escuchar algo parecido a un cotilleo de feria, proferido en voz lo suficientemente alta como para perturbar el sueño de un enfermo al que se le ha administrado anestesia general.
–¡Esto no puede ser! ¡No-pue-de-ser! –dijo, con un alto grado de indignación, la voz que luego identificaría como la de Eduviges.
–¿A vos te parece? ¿Te parece, ehhhh? – replicó otra voz femenina, que un instante después reconocería como la de Felicitas–. ¿Pero qué más quieren por lo que pagan, ehhhh? –agregó, levantando en ciento veinte decibeles el tono.
En ese momento pegué un salto y me incorporé. A mi lado Loli, con los ojitos chinitos de sueño, me miró espantada, se acomodó boca abajo y se tapó la cabeza con la almohada.
Esa pregunta de Felicitas provocó una airada respuesta irreproducible por parte de Eduviges que, en cierto momento de su discurso, aprovechó para darle pie a Nelly a dar su opinión y reforzar al mismo tiempo su parecer, cuando dijo: “¿Noooociertoooo Neeeelly?”
Claro que le parecía cierto a Nelly, quien apoyó sin duda alguna y enfáticamente a su patrona.
Resulta imposible reproducir –y recordar–, todo lo que escuchamos mientras con Loli nos aseábamos con rapidez y nos vestíamos con celeridad para salir lo más pronto posible de la habitación. Pero en síntesis, el tema de las tres mujeres –en algún momento recuerdo haberlas asociado con las Erinias, esas perras rabiosas de la mitología griega–, constituía una retahíla de quejas y más quejas contra los presuntuosos y exigentes pasajeros que a juicio de ellas, pretendían tener el servicio del hotel Montecarlo de Mónaco a cambio de los miserables “Cienpesos¿tedascuenta?cienpesos” (así, todo junto como una letanía y con el tono exasperado de quien se siente vulnerado en su dignidad), que pagaban por el hospedaje.
No sé si alguno de los lectores se ha sobresaltado –como me pasa a mí–, cuando suena la campanilla del teléfono por la mañana. Pero sí sé que más de una vez, luego de la conmoción inicial, volví a recluirme en el sueño durante quince o veinte minutos más, lo que demuestra sin duda alguna que el servicio de despertador de cualquier hotel puede considerarse ineficiente si se lo compara con el Damar.
Ese fue la primera y última vez que tomamos el desayuno incluido en la tarifa, y no sólo por la calidad y cantidad de lo que servían, ya que después que Nelly me fulminara con la mirada cuando me atreví a pedirle con total impunidad, un vaso pequeño de leche fría para tomar mi aspirina de la mañana y después de presenciar, entre atónitos y espantados, cómo Eduviges echaba a un eventual pasajero que tuvo la osadía de pedir ver las habitaciones antes de registrarse y pagar, nos quedaron muy pocas ganas de repetir la experiencia.
También, a la noche siguiente, conocimos a Matías, El Bobeca Menor, digno hijo de su padre, pero en versión corregida y aumentada, que nos respondió con un gruñido de jugador de rugby neocelandés nativo, cuando lo saludamos al entrar.
De los otros servicios adicionales, no puedo hablar con propiedad, puesto que ni se nos ocurrió usar el teléfono para hacer una llamada local y no necesitábamos enviar fax a nadie y para nada, ni recurrir al servicio de lavandería. Menos aún atrevernos a usar el servicio de “Bar las 24 horas” del Damar, para no despertar las iras de los propietarios del establecimiento. Y como ni tengo ni conduzco automóviles, ignoro si existían las publicitadas cocheras, a disposición de los pasajeros que pudieran necesitarlas.
De lo que no me cabe duda alguna es que de todos los lugares en los que nos hemos alejado, el establecimiento propiedad de Felicitas y Eduviges, regenteado en parte por su sagaz sobrino, quedará en nuestro recuerdo por ser el lugar en el cual menos tiempo hemos pasado.
Anteayer, regresábamos de Carlos Paz y cuando el minibús pasó por la puerta de ese lugar de pesadilla, con Loli cruzamos una mirada de entendimiento y reprimimos como pudimos una palabrota de esas que llevan a las madres a amenazar con lavarle la boca al nene con el cepillo de cerda.
Esta fue, queridos amigos, la peor experiencia que hemos tenido con Lolita en materia de alojamiento en los tres años que llevamos encontrándonos en La Docta.
¿Quién nos habrá mandado a caer en semejante lugar, ehhh?
Y colorín, colorado, esta historia se ha acabado porque, no da para más o, mejor dicho, No Damar...

El Profesor
PD: Las imágenes son elocuentes. Los repetidos links (ojo que son dos direcciones web diferentes, ¿eh?) son para que después ningún lector desprevenido tenga derecho al pataleo. Nosotros, le avisamos y el que avisa, no es traidor. Je.

viernes, 12 de marzo de 2010

Guarda come dondolo

Después de mucho tiempo, con El Profe, decidimos volver a ese lugar que recuerdo de manera muy especial, porque fue el primer restaurante al que fui con él, la noche de nuestra primera cena.
Pero antes de cenar, esa tarde del último febrero habíamos ido al cine a ver “Nine”, una comedia musical que el Gordi encontró bastante parecida en algunas cosas a “All that Jazz”, de Bob Fosse, película que prometió que veríamos en el próximo viaje a Buenos Aires.
Creo que ya expliqué que después del cine, solemos comentar la película tomándonos un cafecito –esa noche lo reemplazábamos por la cena en “Las Tinajas”–, y como yo no conocía a esa actriz mayor, se lo pregunté.
–¿Quién esa Sophia Loren, Papi?



–Una actriz italiana, Loli –me dijo y me explicó que había ganado el Oscar a la mejor actriz con “La ciociara”, de Luchino Visconti, uno de los tres principales representantes del neorrealismo italiano, un movimiento cinematográfico surgido en Italia durante la posguerra de la Segunda Guerra Mundial y que se había casado con otro director de cine, Carlo Ponti, bastante mayor que ella.
Y como El Profe de una cosa pasa a la otra y tiene una capacidad de asociación muy rápida, del neorrealismo italiano pasó al siguiente género, la commedia all’italiana, porque me dijo que el protagonista de “Nine” le recordaba a Vittorio Gassman, que junto con Jean-Louis Trintignant, habían tenido los papeles principales de “Il Sorpasso”, otra película italiana de 1962 considerada de culto, si es que me acuerdo bien del orden en que me explicó las cosas.


El caso es que estábamos llegando al restaurante, cuando se puso a tararear una tonada de twist muy pegadiza que, me explicó, era el tema principal de la película y, desenfadado como es, hasta hizo un pasito de baile en la calle, moviendo los brazos como si estuviera bailando al ritmo de la canción, que canturreaba así:
♪♫ Guarda come dondolo,
guarda come dondolo con il twist,
con le gambe ad angolo,
con le gambe ad angolo ballo il twist.
♫♪
–¡Gordi! ¡Dejá de bailar en la calle –le dije, en voz baja para que no escucharan los transeúntes.
Pero el seguía canturreando:
♪♫ Sarà perché io dondolo,
saranno gli occhi tuoi che brillano,
ma vedo mille mille mille lucciole
venirmi incontro insieme, insieme a te!
♫♪
–¿Ves, Loli? El twist estaba de moda cuando yo tenía... Mhh-hhh unos trece años...
Y estaba a punto de pasar a explicarme cómo The Beatles también habían interpretado twist en su disco “Twist and Shout”, cuando llegamos a la puerta de "Las Tinajas".




Una señorita uniformada, del lado de adentro, nos abrió la puerta y nos saludó muy cortésmente.
–¿Adónde nos acomodamos? –le preguntó El Profe.
–Ahora, el señor lo acompaña –respondió la joven, sonriente.
–Yeah! –le contestó El Profe, y acto seguido adoptó la misma posición de bailar twist, y le canturreó:
♪♫ Guarda come dondolo,
guarda come dondolo con il twist...
♫♪
¡Ay, Dios! Deberían haber visto la cara de la pobre chica, una mezcla de sorpresa, temor y desconcierto.
–Vamos, vamos... sonría, que la noche es linda y la vida nos sonríe –dijo El Profe, para tranquilizarla.
A esa altura, yo tenía ganas de esconderme detrás de las columnas o debajo de las mesas, porque algo me decía que todo el restaurante, que es enorme, nos estaba mirando.
Pero no... sólo la señorita de la puerta y el mozo que nos acompañó a la mesa –que sonreía, aunque trataba de parecer solemne–, se habían percatado de la payasada.
Durante la cena, exquisita y sobre la base de frutos de mar para mí (Je Je) y algunos “cárnidos” (como le dice a la carne a la parrilla) y ensaladas para él, seguimos conversando de esto y de aquello.
Cuando llego el momento de ir a buscar el postre, por alguna razón hablamos del Lemon Pie, y él lo asoció con el merengue y se puso canturrear una canción, tanto o más pegadiza que la anterior. Me explicó que era una canción que formaba parte de un espectáculo de Les Luthiers que lo divertían mucho.
Lo que no imaginé fue que, después de pagar y cuando nos íbamos, seguía estando la señorita de la puerta y El Profe, que estaba de excelente humor, empezó canturrear y a hacer unos pasitos de Merengue, que le salen muy bien... ¡pero no delante de todo el restaurante!
♪♫ Ya llega el fin de semana,
ya es la hora de gozar.
El negro ya se preparael negro quiere bailar...
♫♪
La joven de la puerta o no tenía el menor sentido del humor o creía que debía mantenerse seria y circunspecta.
–¡Vamos! –le dijo El Profe–. ¿Nunca bailó merengue?
¡Y consiguió que la chica esbozara una sonrisa!
Tengo que reconocer que al principio estas cosas que hace mi Gordi, me daban un poco de vergüenza, pero es tan espontáneo y desenfadado y me gusta tanto verlo así de feliz que ahora, me divierten.
Durante todo el trayecto de regreso a ese hotel espantoso, siguió canturreando y haciendo pasitos de Merengue.
–Para ver las cosas del lado del humor –dijo.
Y es cierto, si no hubiéramos tenido sentido del humor, Felicitas, Eduviges y el resto, nos hubieran estropeado la estadía.
¡Cómo me divierte El Profe!

Lolita

PD: En este momento, el Profe y yo estamos juntos, pero todavía no se mandó ninguna de las suyas (Je).

martes, 9 de marzo de 2010

Simplemente gracias...

Recuerdo ese día como si fuera hoy. Iba yo vestidita como una niña aún, para esperarte en la terminal. Llevaba mi pollerita blanca y esa remerita que dejaba al descubierto mis bracitos un poquito dorados por el sol.
Recuerdo también cómo te brillaron los ojos cuando me viste y cómo te emocionaste cuando te sonreí con la mejor sonrisa –cargada de alegría, entusiasmo, ilusión y mucho amor– que nunca antes le había dedicado a un hombre. Si, tuviste ese privilegio: el de conocerme pequeña y guiarme de la mano hacia la edad adulta, aconsejándome, mostrándome, enseñándome y alentándome a dar esos pasos necesarios para transitar el camino para llegar a donde estoy hoy.


Hoy ya soy toda una mujercita. Y tengo la dicha de haber tenido a un hombre maravilloso a mi lado que me acompañó todo este tiempo y me hizo sentirme cada vez más mujer. ¿Cómo? Con su amor, con sus palabras, con sus gestos.
Mi vida, gracias a vos, pasé de ser una adolescente normal a sentirme realmente una princesita. Me lo hiciste tomar como cierto. Me hiciste sentir en todo este tiempo que era una mujer fuerte, que podía hacer todo lo que me propusiera y que era alguien muy valiosa para el mundo, pero especialmente para vos.
Gracias por eso. Aunque no tengas tu día, aprovecho para decirte hoy mismo lo importante que sos en mi vida y lo mucho que agradezco tu presencia –aunque sea a la distacia– en cada uno de mis días. Gracias por compartir mi risa, por secar mis lágrimas, por sanar mi corazón, por darme esperanzas y por hacer que cada día sea mejor que el anterior.
Ojalá la vida nos regale muchos momentos juntos para vivirlos como hasta ahora.

Te amo con todo mi corazón de mujer.

Lolita.

lunes, 8 de marzo de 2010

En Tu Día


Apenas habías dejado atrás la niñez cuando te conocí, ese primer día de diciembre.
Te vi abrirte a la vida, como una flor en primavera, fascinante y seductora en tu arrebatadora adolescencia.
Ignoraba que la existencia me tenía reservado un regalo inesperado, un lugar de privilegio: ser testigo y artífice de tu transformación.
Desde entonces este día de marzo se repitió tres veces.
Y aquella adolescente que transitó a mi lado tres veces tres estaciones de este trecho del camino, creció y dejó su lugar a la joven mujer.

¡Felicidades, En Tu Día, Princesita!


El Profesor
PD: Feliz Día Internacional de la Mujer, también, a todas las mujeres que se asomaron a éste, nuestro rincón.

Imagen by Markado

sábado, 6 de marzo de 2010

No Damar... 2

(O Tribulaciones Hoteleras Tercera Parte)

Gustavo (a) El Bobeca Mayor
A Gustavo –de ahora en adelante El Bobeca Mayor–, lo conocimos esa misma mañana. El Bobeca Mayor era el sobrino de Felicitas y Eduviges (a quien les presentaré en el próximo post) y supuesto padre de Matías –de ahora en más El Bobeca Menor, porque a simple vista parecía ser portador de la impronta del ADN defectuoso–, a quien también conoceríamos en breve, para nuestro disgusto.
Y digo “para nuestro disgusto”, porque desde el cartel de la puerta –que advertía al pasajero que debería enfrentarse a todos los padecimientos del purgatorio y del infierno de Dante si se le ocurría llevarse una toalla–, todo en el Damar, era un disgusto. ¡Qué digo un disgusto! Era un tormento, un castigo, una pesadilla.
–¡Uhhh, papi! –dijo Loli, abriendo el “ropero”. Sí: ro-pe-ro. Porque no era un placard. Era lo más parecido a un ropero de los antiguos, pero más cochambroso.


Creo que la cama, a pesar de la mediocre reproducción de un cuadro con marco de pésimo gusto y origen incierto que tenía sobre el cabezal, era lo único más o menos decente en la habitación.
–¡Paaaaaa..! –gritó Lolita, que se había ido a revisar el cuarto de baño.
–¿Qué pasa, Loli? ¿Por qué gritás así?
Se asomó en el marco de la puerta y me dijo, moviendo el dedito índice de la mano derecha en forma de ganchito.
–Vení y mirá.
A diferencia de César en las Galias, fui, vi, y me vencieron.
En ese momento me dieron ganas de ir a la recepción, pedir que me devolvieran el dinero y, si Felicitas se negaba, perpetrar lo que desde ese momento se conocería como “La Masacre del Damar”.
Paso a detallar:
a) Puerta del baño chirriante, despintada, con la madera podrida por la humedad en su parte baja.
b) Ducha con una de esas “regaderas” antiguas, bastante herrumbada.
c) Inodoro estratégicamente ubicado como para no estar cómodo (después descubriríamos que cada vez que uno oprimía el botón del depósito, se inundaba medio baño).
d) Carencia absoluta de ese ingenioso e higiénico sanitario conocido como “bidé”.
e) Lavatorio con amenaza de derrumbe en cualquier momento, en condiciones desastrosas. Si no me creen, vean:



(Se ve que en algún momento, tal como parecía, debió haberse caído y la solución fue pegarlo con "La Gotita", como si se tratara de un puzzle).
¡Un horror!
Habituados como estábamos con Loli a ir a hoteles decentes y a algunos excepcionales –téngase en cuenta que el último recuerdo de alojamiento era el Berna, de Villa General Belgrano, con todas sus comodidades–, se imaginarán cómo nos sentíamos.
–¿Y ahora qué hacemos, Papi? –preguntó Loli.
–¿Nos vamos a otro hotel?
–No creo que la señora esté dispuesta a devolverte el dinero. ¿Vos sí?
–No, no creo. Pero se lo saco a mordiscones...
–No, Gordi, tranquilo. Perá... A ver... Veamos –pasado el primer momento de desconcierto, Loli es una experta en analizar los diferentes pro y contras de las situaciones–. Las sábanas están limpias. La cama parece sólida –dijo, dio un saltito y se sentó sobre la cama que no se despatarró... (Lolita no, la cama).
–Ajá.
–El baño es un desastre, sí... Pero parece limpio.
–Mjm...
Se levantó de la cama y caminó hasta el ropero.
–Mmmm... No creo que haya polillas o cucarachas, Pa.
–Bueno, esa sí que es una buena noticia, Loli –dije, apelando a mi mejor sentido del humor, mientras sentía que mi tensión sanguínea pasaba de normal a Extra Large.
–Y de última, mi vida... Nosotros, por lo general con la camita nos arreglamos, ¿eh? –dijo, con ese gesto travieso que le hace más brillantes los ojitos.
–Mjm...
–Y además mami organizó actividades recreativas de todo tipo, así que acá adentro no vamos a estar más que para dormir y para...
–Mhhh-hh.
–Vení, Gordi –dijo, sentándose de nuevo en la cama, golpeteando con su manito sobre el colchón, indicándome el lugar donde ubicarme a su lado, y sacándose las ojotas con los piecitos, y haciendo un mohín que preanuncia momentos inolvidables.
–Es que, Loli...
–Dale, vení que mami todavía no te hizo ningún mimo. Olvidate del baño... Mirá, la cama huele a “shuaveshito”...
(...)
Casi dos horas más tarde, nos dio hambre. Como suele suceder después de las efusividades del encuentro. De manera que nos levantamos y me ofrecí voluntario para probar la ducha primero.
Para nuestra tranquilidad, no se me cayó en la cabeza. Aunque había que esperar un rato que el agua saliera caliente, una vez que uno conseguía graduar la temperatura, el chorro era copioso y aunque el agua llegaba casi hasta la puerta, no conseguía pasar el marco, con lo cual no había riesgo que se inundara toda la habitación.
Una vez duchados, cambiados y perfumados, decidimos salir corriendo para El Ruedo, a fin de reponer calorías.
Cuando llegamos a la recepción, estaba El Bobeca Mayor en el mismo lugar en el que lo habíamos dejado y en similar posición, frente al monitor de la Commodore.
Loli no tuvo tiempo a decir nada, porque antes de depositar la llave en el mostrador, le espeté:
–Buenos días, buen hombre...
(...)
Ni me miró. Como si no le estuviera hablando a él o como si se tratase de un muñeco de tamaño similar, símil ser humano.
–Señor...
–¿Ah..? ¿Eh..? ¿Ah..? –balbuceó y me miró–. ¿Sí?
–Mire usted –le dije, casi canturreando y tratando de no levantar ni medio decibel mi voz–. Hemos notado, para nuestro desasosiego, que la habitación tiene algunas deficiencias...
–¿Eh..? ¿Ah..? –obtuve, por toda respuesta.
–Sí, como le digo. Por ejemplo, el inodoro del baño, pierde.
–Ah...
–Y la pileta está rota... –le expliqué, con mi mejor tono conciliador, que conservo desde mis épocas de ejercicio de la docencia.
–¿Pierde? –preguntó.
–No... Perder, no pierde. Pero se ve que algún día se cayó y...
–Habitación... –miró la chapa, pesada como una losa de cementerio a la que estaba atada la llave, quizás para que a nadie se le ocurriera robársela–. Mjhhhh... –hizo una pausa, y hasta nos pareció escuchar el ruido a engranajes oxidados que provenía del interior de aquella caja de resonancia defectuosa o hueca. –¡Ah, sí! ¡Pero la arreglamos!
(Claro que la arreglaron, tarúpido, pero es una porquería. Podrían haber comprado una nueva), pensé.
–Ajá... Sí, es cierto. El carpintero hizo un buen trabajo –dije.
Y El Bobeca Mayor, por supuesto, no comprendió el sarcasmo. Se ve que tenía quemada la lamparita, las pilas Eveready de repuesto se le habían agotado y no producían neurotransmisores suficientes como para conseguir la sinapsis química cerebral que hace de puente entre dos neuronas.
Y además, a su equipo cerebral, le faltaban por lo menos diez de los once jugadores más el aguatero.
–Sí, la arregló bien a la pileta –dijo, tan suelto de cuerpo.
Lolita se tapó la boca con la mano, como cada vez que le cuesta reprimir una carcajada.
–Pero además, buen hombre –proseguí–, ¿sabe usted una cosa?
–No... ¿qué?
–El-cuar-to-de-ba-ño-no-tie-ne-bi-dé –expresé, silabeándole la frase como a un párvulo corto de entendederas.
–¡Ah! ¿No tiene? –dijo, como despertándose del aletargamiento cerebral en el que parecía estar sumido desde el día que llegó a este mundo, y se ve que se acordó–. No, no tiene...
–¿Cómo que no tiene?
–No, no tiene.
–Pero... ¿no le parece que debería tener uno?
–No, es cierto, no tiene –insistió en su argumento tautológico, como si el hecho que el baño de una habitación de hotel no tuviera bidé (o bidet, se puede escribir de las dos maneras) fuera lo más normal del mundo.
Y me lo dijo así, lo más campante, para después esbozar algo parecido a una sonrisa de primate.
¡Ay, Dios! Recuerdo que hacía calor afuera, calor ahí adentro y yo, por dentro estaba que hervía y que mis ojos no podían dejar de mirarle la yugular para calcular el lugar preciso donde pegarle el golpe con el canto de la mano y dejarlo seco en el acto, teniendo la certeza que nadie lo iba a extrañar, ni siquiera sus tías.
Loli, en extremo perspicaz, advirtió mi estado de ánimo. Se acercó y dijo, apoyando su mano en mi cintura y metiendo un dedito entre el cinto y la bermuda.
–Mi vida... ¿Por qué no vamos, que tenemos hambre, eh? –y dio un tironcito, como para alejarme del mostrador.
Y aunque el Mister Hyde que todos llevamos adentro quería matar, y matar con premeditación y alevosía, el Doctor Jekyll le ganó por mano y, tironeado amorosamente y con suavidad por Loli, salimos al exterior.
–¿Vos escuchaste lo que dijo? –le pregunté, sin perder del todo las ganas de volver y estrangularlo.
–Sip...
–Que no hay bidé.
–Sipi...
–Y lo dijo así como así... como si tal cosa.
–Ajap.
–Pero...
–Dale, Gordi. No te hagas mala sangre... Mirá qué lindo día... dale, vamos a El Ruedo, que me hace ruido la pancita.

Pero como cuando las circunstancias se confabulan, parecen ser peores que los opositores en el Senado llevándole la contra a la señora K, ¿a qué no imaginan que pudo haber pasado ese mediodía?
El Ruedo, estaba cerrado porque la municipalidad de La Docta estaba haciendo un arreglo en la calle.
¡Me cacho en la Ley de Murphy!

El Profesor
PD: ¿Ustedes creen que esto fue todo? No nononono, estimados bloggers amigos. Los sinsabores y aflicciones que tuvimos que padecer en ese lugar, estaban muy pero muy lejos de haberse terminado. Si quieren enterarse, to be continued.

Fotos: by Lolita


jueves, 4 de marzo de 2010

No Damar... 1

(O Tribulaciones Hoteleras Segunda Parte)

Felicitas.
No sé por qué se me cruzó por la cabeza que la señora que nos miró con cara de pocos amigos desde el mostrador donde preparaban el café, debía llamarse Felicitas.
Ese recibimiento no resultaba para nada halagüeño, si hay que decirlo, aunque con Loli ya estamos acostumbrados a que a veces nos miran raro cuando caen en la cuenta que la cama matrimonial de la habitación no va a ser ocupada por una pareja de edad similar.
Para ser justos, hay que decir que pasada esa primera mirada de guardiacárcel de pabellón de presos peligrosos, Felicitas se esforzó en mostrarnos su mejor sonrisa cuando se acercó para registrarnos en el venerable –y vetusto– establecimiento hotelero.
–Ya le preparan la habitación –dijo–. Se está yendo el pasajero anterior.
Era razonable. Habíamos llegado algo temprano para el check-in (como se le dice ahora), de manera que no podíamos decir nada, aunque en otro hotel la habitación, por lo general, ya nos está esperando.
–¿Va a pagar ahora? –me preguntó Felicitas, derecho viejo, haciendo gala de su fina cortesía. Se me antojó que su concepción de “cortesía” se debía asemejar a la que debió haber tenido el ayudante de campo de Atila.
–Sí, claro –le dije, y empecé a contar el dinero.
–A ver... –me dijo, casi arrancándomelo de la mano, y se puso a contar, billete por billete, como un usurero contando las ganancias producto de su rapacería.
Cuando lo hubo contado dos veces, y con la habilidad de un prestidigitador, hizo desaparecer los billetes en algún lugar indefinido del delantal que llevaba puesto o debajo de él. Acto seguido, abrió un libraco de registro de pasajeros que parecía el libro mayor de una empresa del siglo XIX, mientras murmuraba: “La lapicera... siempre me roban la lapicera...”
Admito que tuve la tentación de ofrecerle la mía, pero cruzamos una mirada con Loli –que se mantenía a prudencial distancia, observando y en silencio–, y reprimí el impulso.
–¡Acá está! –exclamó la venerable señora, echando una mirada de soslayo hacia el sector del comedor-salón de uso común-sala de TV-recepción–. Dígame su nombre...
Se lo di, así como mis otros datos. ¿Cómo negarme?
–Y la señorita... –dije, dispuesto a darle los datos de Loli.
–No es necesario –me cortó en seco. Vaya uno a saber porqué.
En ese momento, aparecieron dos personas que ocuparon sus lugares en las mesas del “salón comedor” y Felicitas nos dejó esperando y fue a ocupar su lugar en el mostrador lateral, donde humeaba una antiquísima máquina de café y una mujer vestida con delantal trajinaba en sus labores. Después supimos que la mencionada señora se llamaba Nelly, y era la polivalente ayudante de cocina, confidente, mucama y lavandera del establecimiento.
A la media hora de estar de plantón, cuando Felicitas pasó a mi lado, intenté preguntarle qué pasaba con nuestra habitación, pero me ganó de mano...
–Ya están preparando su pieza –ese “pieza”, sonó feo, a inquilinato–, es que el pasajero se está yendo... –volvió a informarme de la situación “en tránsito” del pasajero saliente.
En ese momento entró un hombretón que resultó ser Gustavo.
Gustavo, según nuestras especulaciones, debía ser el hijo de Felicitas. Pues no. No era el hijo, era el sobrino. Con la almohada todavía pegada a la cara, que acentuaba sus facciones casi caballunas y un semblante que no preanunciaba una inteligencia descollante.
Gustavo, sin saludar, se ubicó del otro lado del mostrador y encendió el monitor de la computadora que traqueteó, como si se tratara de una de aquellas primeras Commodore o AT del período Jurásico de la historia de la computación.
En ese momento comprendí porqué nunca me habían respondido el correo electrónico que envié para hacer la reserva.
Como sea, seguimos esperando. A eso de las once menos cuarto, cuando amagué hablarle a Felicitas que pasó a mi lado, volvió a ganarme de mano:
–Ya están arreglando la habitación... Lo que pasa que el pasajero no se va, ¿vio?
“¿El pasajero no se va? ¿El pasajero no se va ¡Pero sacalo de los fondillos del pantalón!”, pensé.
–Claro, claro... –dije, con ganas de entrar yo mismo y desalojar al pasajero en tránsito.
Creo que fue en ese momento apareció una mujer, proveniente del catacúmbico pasillo que conducía a las habitaciones, que empezó a desgranar un quejumbroso sonsonete atiplado –como si estuviese implorando una plegaria–, del cual lo único que se escuchaba era:
“... cámbiemela... ¿No hay otra?”
Serían algo así como las once y algunos minutos de la mañana, el pasajero que parecía haberse atrincherado en la habitación, se dignó dejarla. Unos veinte minutos después, Felicitas nos informó con tono solemne que Nelly –la empleada polivalente–, nos guiaría hasta nuestra habitación.
Como se imaginarán, Nelly ni se dignó amagar tomar el equipaje para llevarlo. Ni yo se lo hubiese permitido, aclaro, por temor a que se extraviara.
La seguimos por el pasillo, que parecía servir como depósito anexo para los objetos más disímiles y todos muy viejos, hasta que se paró frente a una puerta y la abrió.
Habíamos llegado a la habitación, por fin.
Entramos.


Y cuando cerramos la puerta, nos encontramos con esto...


El Profesor
PD: Prometo seguir con el relato mañana y pido disculpas por no haber podido publicarlo antes.