Aunque venimos contando nuestra historia, hago un paréntesis para contar algo de la última semana que pasamos juntos y para mostrar una primicia.
Resulta que en nuestra agenda preparada para las actividades de ese feriado largo, el sábado lo teníamos reservado para ir a pasarlo a Capilla del Monte, pero sucedió que elegimos el micro equivocado en el día menos propicio, porque la ruta resultó estar atestada y a la una de la tarde hacía casi tres horas que estábamos viajando, entrando y saliendo y de todos los pueblos intermedios, por lo que era de suponer que una hora después aún íbamos a estar sentados en el micro y nos íbamos a perder lo mejor del viaje.
Cuando salimos de Huerta Grande El Profe miró hacia afuera por la ventanilla y me dijo:
–Loli, no conocemos La Cumbre.
–No, es cierto.
–Creo que es hora de conocer ese pueblo tan encantador.
–¿Cuándo?
–Hoy, ahora. Es el próximo.
–Pero ¿entonces no vamos a Capilla del Monte?
–A este paso, con suerte llegamos a las tres de la tarde... y nos tenemos que tomar el micro de vuelta, Loli –dijo.
–Mjm... –contesté, no muy convencida, pero recordé que esa noche teníamos que estar temprano de vuelta porque habíamos planeado ir a un lugar especial.
En ese momento el micro de la empresa de transportes Sarmiento Ltda. estaba entrando en La Cumbre y pasando al costado de un hermoso restaurante ubicado en un extremo de un campo de golf, dirigiéndose a la terminal.
–Dale, Loli, vamos –dijo el Profe, se levantó del asiento, me agarró de la mano y enfiló hacia la puerta pidiendo permiso, abriéndose paso entre todos los pasajeros que viajaban parados.
Así fue que nos bajamos en la terminal de micros de La Cumbre.
Me encanta esa capacidad que tiene El Profe de improvisar y en un instante transformar una situación que amenazaba ser desfavorable en uno de los mejores momentos que hemos pasado haciendo miniturismo.
La Cumbre es un pueblo hermoso y no sé porqué no lo visitamos antes.
Ni bien bajamos, y dado que justo era la Sagrada Hora de la Manduca (léase almuerzo) y como la Manduca es importante y a los dos nos hacía ruidito la panza –estábamos con el desayunito light y con un cafecito tomado en la terminal de Córdoba mientras esperábamos que saliera el micro–, empezamos a caminar por el centro, en ese hermoso día soleado, hasta que encontramos un atractivo restaurante con mesitas en la calle, donde decidimos almorzar.
Otra atinada elección de El Profe, porque nos atendieron muy bien y comimos muy rico, en una mesita con sombrilla ubicada en la vereda y, lo mejor de todo, no nos arrancaron la cabeza con los precios.
Lo único no tan bueno que pasó fue que El Profe, después de cuidar no mancharse la impecable remera celeste, tuvo un accidente y se tiró encima una considerable cantidad del vinito que había pedido, por lo que tuvo que ponerse el suéter que se había sacado para tapar la mancha.
Pero la sorpresa mayúscula de ese día me la dio mientras languidecíamos a la espera de terminar de digerir el almuerzo, sentados en esa mesita y luego de pagar la cuenta, cuando de pronto me dijo:
–Loli, ¿viste que hay competencias de bicicleta?
–Ajá... –le dije, porque había notado la cantidad de gente en bici que circulaba por la calle.
–Mirá el negocio que tenemos al lado –dijo, señalando un local contiguo al restaurante–. ¿Querés que alquilemos dos bicis?
–¿Ehhhh? –me tomó por sorpresa, lo reconozco.
–¿Qué dije, Loli? Bici, bicicletas, recorrer este encantador pueblo de montaña en bicicleta... Ahí las alquilan.
–Pero Gordi... ¿Bici? ¿Ahora? ¿Después de comer?
–Sí, ¿qué mejor momento? Hacemos la digestión con un poco de ejercicio.
–Pero... ¿Vos sabés andar en bici? –le pregunté.
–Loli, Loli, andar en bici es una de las cosas que no se olvidan una vez que las hiciste por primera vez... ¿Sabés cuál es la otra? –dijo y me regaló una de esas sonrisas pícaras que le hacen brillar los ojitos.
¡Casi me lo como! Hace unos meses, antes de empezar gimnasia, lo que menos hubiera esperado hubiera sido que El Profe tuviera la maravillosa idea de alquilar dos bicicletas, con todas las subidas y bajadas que hay en las calles de La Cumbre.
–¿Me lo decís en serio?
–Absolutamente –me contestó, sonriendo, me tomó de la mano y allá fuimos, a alquilar dos bicicletas.
Con su simpatía y con ese encanto que tiene para tratar con la gente consiguió que nos cobraran sólo el tiempo que usáramos y no las dos horas de la tarifa, de manera que después de encontrar un casco apropiado –él mismo le dijo al dueño del local que iba a necesitar uno especial, dado el diámetro de su cabeza–, nos dieron dos bicicletas con cambios de esas especiales para hacer Mountain Bike, y allá fuimos.
La verdad, me dejó con la boca abierta.
En la única cuesta que tuvo que llevar la bici en la mano, fue en la que yo también tuve que hacer lo mismo (el dueño del local, cuando nos dio el planito para guiarnos, nos había advertido de lo empinada que era esa cuesta), porque en todo el recorrido pedaleó sin cansarse y divirtiéndose como un chico.
¡Y yo que tenía miedo que derrapara y se diera un golpe!
Cuando regresamos y devolvimos las bicicletas, se reía y hasta bromeó con el señor que nos atendió y cuando estábamos por irnos, le preguntó:
–¿Sería usted tan gentil de decirme adónde se hacen los mejores helados artesanales de este encantador paraje? –El Profe conoce la debilidad que tengo por los helados de cualquier tipo.
Un rato después estábamos sentados en el patiecito de una galería abierta, cada uno con un exquisito helado artesanal y después de dar una vueltecita más a pie por el centro nos fuimos a la terminal a comprar el pasaje de vuelta para regresar a Córdoba con tiempo suficiente para ducharnos, cambiarnos y prepararnos para lo que teníamos programado para esa noche.
En síntesis, un día que por una cosa y otra amenazaba con ser un desastre se transformó en uno de los mejores momentos del último año.
Si se preguntan cuál es la primicia, acá va:
Esta es la foto que le tomé al Profe cuando estaba zampándose su plato favorito: bife de chorizo con papas fritas. Según él eso era un “Baby Beef” de tamaño considerable (¡era enorme!) y mientras lo degustaba me contó la historia del nombre y aseguró que, a su parecer, era el más exquisito que había comido en mucho tiempo. Lo acompañó con un rico vinito que le pedí probar aunque no suelo beber alcohol.
Si se detienen a mirar bien la foto, notarán que asoma la punta de un suculento plato de apetitosos y atentos ravioles –atentos, porque se dejaban comer con absoluta gentileza–, que fue lo que elegí yo y cuando me los hube zampado, también lo ayudé a terminar las papas fritas, Je Je.
¡Qué hermoso día pasamos! ¿Se dan cuenta por qué no posteamos nada desde hace una semana? Estábamos muy ocupados en nuestros asuntos. :)