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sábado, 16 de abril de 2011

Bodegones y bolichones de La Docta

Con Loli descubrimos, desde el primer viaje cuando nos conocimos, que nos divertía mucho ponerle nombres estrambóticos a ciertos lugares, como por ejemplo “El puente de las travesuras”, como llamamos al puente sobre el lago artificial del Parque Sarmiento, en el cual una noche de verano nos dedicamos a ciertas efusividades románticas no usuales entre un señor mayor y una adolescente.
Así las cosas, y a la búsqueda de lugares especiales un anochecer en que salimos famélicos buscando un lugar dónde cenar –creo que fue en el tercer viaje–, me detuve frente a un local ubicado en la esquina del hotel en el que nos alojábamos, en la esquina de San Jerónimo y una de las esquinas de la placita San Roque y miré hacia adentro, y aunque en la pizarra se ofrecía una amplia gama de platos tentadores, el interior nos pareció bastante deprimente, a decir verdad.
–¿Te parece que comamos acá, Papi? –preguntó Loli, con una expresión que más que duda era de horror dibujada en el rostro.
–No, Princesita, tranquila... No acá. Mirá –le expliqué–, me gustan los bodegones viejos porque aprendí que en muchos, dejando de lado el aspecto, se puede comer fantástico. Es como con las personas, ¿viste? No todo lo que "parece" es y no todo lo que es, parece. Pero no sé si éste… bodegón “El Pinchazo”, es uno de esos que me gustaban a mí.
–¿Se llama así? –preguntó Loli.
–Sí a partir de este momento, Frutillita –le contesté–. Mirá, no tiene nombre, de manera que lo bautizo: desde ahora se llamará “Bodegón El Pinchazo”. ¡Jajaj!
–¡Jajaj! ¡Una de tus ocurrencias, mi vida!
Así empezamos a ponerle nombres a ciertos lugares de los cientos que tiene la oferta gastronómica de La Docta.
De todos, el preferido de nuestras anécdotas es el “Bolichón La Puñalada” y está ubicado en las cercanías de la terminal de ómnibus, para ser más preciso en la recova del Boulevard J. D. Perón al 100.
Lo descubrí un domingo frío, desapacible y gris de agosto de 2008, después de despedir a Loli en la parada del colectivo y todavía hoy me pregunto por qué decidí entrar.
Resulta que en esa época Loli tenía que regresar a la casa antes que cayera el sol. De manera que sólo se quedaba hasta las seis de la tarde y yo, hasta las diez de la noche –cuando salía el micro–, tenía que buscar un lugar donde pasar el tiempo y comer algo antes de partir.
Siempre nos acordamos de esas tardes de domingo, después de entregar la habitación del hotel, caminando tomados de la mano hasta la parada del ómnibus –Loli no quería que le pagara un taxi para poder estar juntos esos últimos minutos–, preguntándonos cuándo podríamos volver a vernos y tratando de disimular el humor de perros compartido. El día que descubrí el “Bolichón La Puñalada” fue una de esas tristes tardes de domingo. La peor de todas, creo.
El día no ayudaba para nada, como dije. Habíamos estado abrazándonos, tratando de consolarnos el uno al otro hasta último momento –sin lograrlo en absoluto–, y antes de irse, Loli me preguntó:
–¿Vas a comer algo antes de viajar, mi amor?
–Sí, sí. Quedate tranquila.
–¿Adónde vas a ir? ¿Al Ruedo? –insistió, aludiendo a un lugar donde solíamos tomar el desayuno los domingos de sol.
–No sé, voy a ver... Posiblemente –le contesté, para que no se preocupase.
Entonces llegó el colectivo, Loli me dio un abrazo y un beso, se subió y nos dijimos “chau” con la mano y nos tiramos besos hasta que arrancó.
Yo volví al hotel, retiré el equipaje que había dejado en la recepción y salí, con la idea de ir a algún lugar más cercano de la terminal. Empecé a dar vueltas como perro de la calle que no encuentra lugar donde acomodarse, buscando un lugar donde sentarme a leer –a pensar en los días que habíamos pasado, en realidad, haciendo que leía–, y comer algo más tarde.
No recuerdo bien cuántas cuadras caminé, sin decidirme a entrar en ningún lugar, mirando las pizarras con las ofertas de platos del día, pero de alguna manera terminé ahí, en la recova, que si en un día común es un lugar no recomendado para depresivos, esa tarde de domingo gris, fría y desapacible era el sitio menos indicado para alguien que, como yo, estaba sumido en un espantoso ataque de melancolía.
Ahí, en la recova del Boulevard Perón había cuatro boliches –tipo tugurio, vamos–, uno peor que el otro. Dos estaban vacíos hasta la hora de la cena y uno estaba cerrado. El único que tenía parroquianos sentados en las mesas, orientados todos hacia el mismo lugar, era el bolichón en cuestión y, visto desde afuera, el ambiente no era el más placentero que digamos.
Creo que fue mi lado oscuro y masoquista el que me obligó a entrar.
Según mi memoria, los parroquianos presentes eran, a saber:
a) un hombre de esos que parecen llevar la soledad dibujada en las facciones sentado en una de las mesas, sobre la que reposaba una botella de cerveza y un vaso. El tipo –que me acuerde–, daba la impresión de estar catatónico, la mano derecha agarrando el vaso, pero sin moverse; la vista fija en la pantalla de un televisor ubicado en la parte alta del lado de adentro de la pared que daba a la calle. Comprobé que no estaba muerto –y que nadie se había dado cuenta de este detalle–, cuando unos veinte minutos después que me hube acomodado en la mesa contigua a la que él ocupaba –la segunda de la fila del medio–, la mano se movió para llevar el vaso de cerveza hasta la boca de este buen hombre que dio, por fin, un signo de vida.
b) Dos muchachos relativamente jóvenes, ambos típicos “nero cordobé”, uno muy alto, con el cabello lacio tan largo que le llegaba hasta los hombros y teñido de rubio, lo que le daba un aspecto exótico y que permanecía casi tan inmóvil como el vecino de atrás, el de la mesa del medio, que no largaba su vaso de cerveza. El acompañante del altísimo pelilargo, como por efecto de contraste, era bajito, canijo, de mirada huidiza y cabello enrulado-grasoso, al contrario, se movía continuamente como si estuviera transitando por el punto más crítico del mal del San Vito que supone –entre otros síntomas–, una grave alteración motora cuyo rasgo externo más común lo constituye un movimiento exagerado de las extremidades (movimientos coréicos) y la brusca y repentina aparición de muecas de todo tipo. La mesa que ambos compartían ostentaba dos botellas de cerveza. Una vacía. La otra, a medio vaciar. Lo único que parecía amalgamar a seres tan diferentes, era la atención inmóvil de uno e híper-kinética del otro, en la pantalla del televisor que transmitía a que no adivinan ¿qué? Un partido de Fulbo, Fóbal, Fútbol o como quieran llamarlo.
d) Una pareja formada por un hombre y una mujer, ambos de edad difícil de calcular, entre los treinta y los cincuenta años, sentados en una mesa doble, uno al lado del otro, apuntando la mirada hacia el televisor de la pared opuesta. El hombre, del tipo hierático, de vez en cuando emitía una suerte de gruñido. La mujer, en esos trances, soltaba su vaso de cerveza –sí, estaban tomando cerveza– y ponía su mano sobre la mano del hombre, a guisa de caricia comprensiva.
e) Un “cuarteto” de jóvenes que ocupaban otra mesa doble –las botellas de cerveza Quimes y naranja Pritty eran varias, y casi todas vacías–, arracimados todos de un lado, mirando el televisor y haciendo comentarios soeces, despectivos y difamatorios acerca de la honorabilidad y buen nombre de la abuela de un jugador, de la madre del árbitro y de la hermana del uno de los dos directores técnicos.
Un lugar que ni hecho a la medida para que yo saliera huyendo sin pensarlo dos veces pero en el cual sin embargo –y contra toda presunción y razonamiento–, me quedé.
Cuando intento comprender la razón de la permanencia, a veces me digo que se debió a esa curiosidad que, desde pequeño, me lleva a observar los diferentes especímenes de la fauna urbana para tejer conjeturas, hacer estadísticas, fantasear historias, imaginar situaciones y sacar conclusiones que, dado el carácter incierto de las premisas, no siempre resultan verdaderas.
El caso es que me senté en una de las dos mesas libres, acomodé mi equipaje en la silla frente a mí y me orienté, claro, mirando hacia el lado del televisor, para mimetizarme en el paisaje y como para no ser descortés.
Por el rabillo del ojo observé al mozo –la moza, en realidad– que, a menos de dos metros, ni siquiera se había dado por enterada de mi presencia, absorta como estaba en la contemplación alternativa de la pantalla y la larga pelambrera teñida de rubio-paja, del “nero” alto e inmóvil. No daba para sacarla de su ensimismamiento, de manera que miré hacia atrás y descubrí a un hombre –después me enteraría que era el propietario del bolichón–, ataviado con un curioso atuendo de camiseta de invierno de manga larga, chaleco de lana sin mangas que debe haber conocido épocas mejores, unos jeans demasiado holgados que, por el lado de atrás, caían a plomo dejando a la vista ese inicio de la zanjita del traste que suelen mostrar –sin darse cuenta–, los hombres de culo chato.
El mencionado mesonero, llevaba un par de anteojos colgando sobre el pecho, sujetos con una indigna cadena de mostacilla...
… y una boina a cuadros.
Sí, ahí adentro, a esa hora del crepúsculo de un domingo de invierno, el tipo llevaba una boina de lana a cuadros del borde de la cual asomaban, a los costados y en la nuca, largos mechones de un cabello gris-ceniciento que debía hacer mucho tiempo se habían olvidado del olor del champú.
Todos, pero todos, todos, con la vista clavada en el televisor, siguiendo las alternativas de ese partido de fútbol del que nunca me enteré quién jugaba contra quién, pero que a la sazón, debía tener importancia fundamental para todos los presentes.
Les juro pero en serio, les juro y me beso el índice a lo largo y a lo ancho –¡Chuick! ¡Chuick!–, que no sé porqué no me fui en el acto antes de pedir que la moza o cualquiera de los presentes me clavara una puñalada con un cuchillo tramontina y me inmolara en nombre de la depresión ahí mismo. Quizás porque me dio-cosa resultar tan descortés con los parroquianos, o porque mi estado de melancolía era tal que mi instinto de auto-destrucción me inmovilizó o el local me atrapó en sus invisibles brazos de decadencia para que padeciera más la despedida, mientras una voz aguardentosa del espectro de un mamado sin remedio que había elegido ese local de la recova como su última morada y proveniente de ninguna parte, me decía: “¿Querías sufrir? ¡Tomá, tomá y TOMÁ!”
Me salvó una mujer que apareció detrás de mí, proveniente del lugar donde debía estar la cocina, que llevaba en una de sus manos un plato ASÍ DE GRANDE ocupado por una costeleta ribeteada casi por completo por una verdadera montaña de aromáticas papas fritas.
Fue la única que reparó en mi presencia, es justo reconocerlo.
Dejó el plato en la mesa de el-alto-inmóvil y el bajito-con-San-Vito (que lo hizo desaparecer en menos de lo que se dice "Mu"), y se acercó a mí, con esa mirada entre despectiva y perpleja del que ve un bicho raro, ajeno a la manada, ocupando un lugar en el que, se supone, no debería estar.
–¿Quiere algo? –me dijo.
–Seh… –dije, casi susurrando, para no interrumpir la abstracción generalizada.
–¿De tomar o de comer? –me preguntó, y me animé.
–¿Puede ser un bife con papas fritas como ése? –le contesté, señalando con un gesto de cabeza el plato que descansaba en la mesa en la que lo había dejado.
–¿Con o sin huevo frito? –repreguntó, conocedora del alma humana y de los gustos simples.
–Con dos –respondí, diciéndome que si me animaba a comerme la costeleta y las papas fritas que vaya uno a saber cómo y adónde las hacía, bien podía permitirme jugarme el todo por el todo y pedirlas “a caballo”. Al fin y al cabo, el mundo es de los osados.
La mujer –a la sazón la cocinera oficial del bolichón– asintió con un gesto de cabeza y volvió a desaparecer por la puerta que llevaba al lugar donde a todas luces, estaba la cocina.
Me había dado hambre. Ver el plato, me había despertado el hambre y ni siquiera especulé que podía ser uno más de los trucos de ese lugar fantasmagórico para retenerme cautivo hasta la definitiva caída del sol.
Mientras esperaba, el alto-pelilargo-teñido se levantó desplegando toda su humanidad y se dirigió al mostrador, caminando hacia atrás para no dejar de mirar la tele y tanteando con una mano, eligió cuatro empanadas de dudosa calidad de una bandeja grasienta y se las extendió a la moza –que lo miraba, arrobada–, para que se las calentara, según colegí. Después volvió a la mesa, sin despegar los ojos de la pantalla, y se sentó.
A partir de ese momento, los acontecimientos se desencadenaron.
Algo importante debió pasar en el partido, porque al mismo tiempo que los cuatro jóvenes recrudecían sus opiniones adversas acerca de la honra de la abuela, la madre y la hermana de árbitro, director técnico, arqueros y jugadores, el presunto muerto que aferraba el vaso de cerveza dio un respingo y tomó un trago, con gesto contrariado.
La moza pareció despertar de su letargo amatorio, puso dos panes de fonda en una panera que debía ser de la década del amor libre en los años sesenta y la dejó sobre mi mesa.
–¿Qué va a tomar? –preguntó. Ah, hablaba y todo.
Eché una ojeada al mostrador, donde se apiñaban algunas botellas, dispuesto a pedir una gaseosa –no es que me desagrade la cerveza, pero sentí que tenía que mostrar cierta independencia de criterio que me diferenciara de los presentes–, cuando descubrí una única botella de vino de esas individuales de 3/8.
–¿Me puede mostrar ese vino de ahí?
–Ajá –dijo, y fue y lo buscó.
Era una botellita de “Estancia Mendoza” Cabernet Sauvignon que, si la etiqueta no mentía, hacía unos cinco años que debía estar languideciendo y añejándose, a la espera que alguien se dignara descorcharla.
–Sí, está bien –le dije.
Para abrirla, tuvo que venir el propietario de la camiseta de manga larga y la boina, porque la pobre no sabía cómo usar el sector del sacacorchos, acostumbrada como debía estar a usar sólo el lado del destapador de gaseosas y cerveza.
Justo cuando me dejaba la única copa –Bueh, tampoco era cristal, sino uno de esos vasos con forma de copa– que vi en el establecimiento, apareció la cocinera con el plato.

Entonces sí, en ese momento recobré mi fe en el mañana, mi esperanza de volver a Loli en poco tiempo y algo de mi alegría de vivir, y me dediqué a zamparme el bife –no era costeleta, se ve que no le quedaban y me beneficié con un entrecot muy parecido a un bife de chorizo– con papas fritas, que estaban deliciosas (¡Ma qué Mac Donald’s!), y a mojar el pancito en la yema del decorativo y apetitoso huevo frito montado sobre el bife, mientras el alto pelilargo teñido se quemaba la boca con las empanadas que la moza le había calentado y que, como dice el Negro Dolina, en ciertas ocasiones suelen alcanzar temperaturas internas de más de cuatro mil grados Celsius, en especial si son de carne picante.
En resumen, una cena de maravilla antes de ir a la terminal a tomar el micro de regreso, con la sorpresa inesperada de la inusual calidad del vino, que había terminado de madurar en la botella, durante el tiempo que fuera que llevaba en ese mostrador.
Creo que esa mi primer y única visita al “Bolichón La Puñalada” (el nombre hace alusión a mi depresiva intención que alguien me clavara sin asco un tramontina en el cuello), podría llevar páginas y páginas (si imaginan que pasé casi tres horas y media ahí, y el bife lo despaché en la segunda media hora de estar sentado a la mesa), y no quiero abrumarlos.
Por supuesto le conté a Loli lo sucedido y la escuché reírse a carcajadas del otro lado del teléfono. Varias veces pasamos delante de ese lugar en estos tres años y unos meses y juro que, si bien estuve tentado, no se me ocurrió entrar con ella a tomar ni siquiera un vaso de agua. ¡Qué va!
Pero ayer viernes, que tuve que ir a hacer unas gestiones al centro, recorrí la vereda de la recova y comprobé que de los cuatro locales, quedan tres. El "Bolichón La Puñalada", sigue ahí, resistiendo el paso del tiempo, la inflación, la AFIP y las inspecciones municipales de bromatología. Cuando pasé por la puerta, de pronto, me acordé de todo y se me ocurrió que podía escribirlo.
A primera vista, una de dos: o cambió de dueño o el señor de la camiseta de manga larga y boina se decidió a adecentar un poco el lugar. No entré para ver si estaba el televisor del lado interno, pero me llamó la atención el haber descubierto a un único parroquiano, sentado en la segunda mesa del medio, con una botella de cerveza a medio consumir que, inmóvil como una estatua, tenía la vista orientada hacia la pared frente a él, arriba, mientras con su mano derecha aferraba con determinación un vaso vacío.


El Profesor

PD: Pena no tener una foto de la recova, para que quienes no conocen Córdoba, se den una idea.

martes, 29 de marzo de 2011

Vuelo 0891

Cuando con Loli vimos que cerraban el bar en el cual –por cortesía de la aerolínea–, nos habíamos zampado la única comida digna de llamarse así desde la noche anterior, un Carlitos* cada uno con una botellita de agua saborizada; y que también cerraban el free-shop
–en el que todo costaba más caro que en un negocio común y corriente–, nos miramos y pensamos lo mismo: “Y si no viene el avión, ¿cómo salimos de acá?”
Pero el avión de Andes llegó puntualmente a las 00:40. Puntualmente ocho horas después de la programada, cuando los pasajeros que quedábamos éramos seis o siete. Todavía me pregunto cómo hice para tomármela con tanta calma, pasado el reclamo inicial.
Un rato antes, después que el muchacho a cargo de la aerolínea vino a avisarnos que el avión había salido de Salta y estaba volando rumbo a Córdoba, Loli frunció el ceño y cuando el muchacho nos dejó solos me dijo:
–Profe... emm... ¿sabés? Me da un poco de cosa viajar en ese avión.
–¿Por qué, Loli? ¿Tenés miedo?
–Un poquito... creo, bah.
–¿Y a qué le tenés miedo, corazón?
–No sé... a que estuvimos acá, tanto tiempo, y el avión estaba con “fallas técnicas”, y que tardó tanto tiempo, ¿viste? –dijo, agarrándome con las dos manos una de las mías–. ¿No será que no tenemos que subir a ese avión?
–A ver, Loli –le dije–, ¿vos no me decís siempre que hay que tener pensamientos positivos?
–Mjm... sí.
–Entonces, ¿por qué no pensar que lo que nos dijo la chica de la seguridad aeroportuaria es cierto? Que si parece que hay desperfectos técnicos, aunque después resulte que no los había, es preferible hacer lo que pasó, no salir hasta asegurarse. ¿No te parece?
–Y... sí.
–Y, además, ¿cuántas veces nos pasó que después que pasamos un mal momento, vivimos uno muy lindo?
–Shi... –dijo, esbozando una sonrisita.
–Entonces vamos a pensar que va a venir el avión, que vamos a abordarlo y vamos a tener juntos un excelente primer viaje, aunque lleguemos tarde a la fiesta, ¿te parece?
–Sí, mi amor –acercó su carita a la mía y me dio un beso–. Gracias por tranquilizarme... Seguro que vamos a tener un estupendo viaje.
Cuando vimos que en la pantalla el vuelo OY 0891 de Andes cambiaba a “arribando”, nos acercamos a la puerta cinco, que era la que nos habían indicado, junto con todos nuestros adormilados compañeros de viaje, en ese gran salón casi vacío.
A la una menos cinco de la mañana, después de hacer unos cincuenta metros en uno de esos micros de aeropuerto, estábamos subiendo la escalerilla y abordamos el avión, recibidos por una atractiva y cordial azafata que quizás se esperaba las protestas de todos y debe haber sentido alivio cuando todos le dimos las gracias por el recibimiento.
–Pueden sentarse donde gusten –nos dijo a Loli y a mí.
Así que nos fuimos un poco antes de la mitad del avión, casi sobre las alas, Loli se sentó y yo me puse a acomodar el equipaje de mano que llevábamos, cuando de pronto alguien me golpeó con el codo en la espalda. Cuando me di vuelta, comprobé que “alguien” era alto, canoso, vestía camisa blanca, corbata y charreteras de piloto de avión y estaba recorriendo el avión acompañado de la otra aeromoza.
–Disculpe, señor... –me dijo el señor canoso de camisa blanca y charreteras.
–¡Uh!... ¡lo único que faltaba! –contesté, pero en tono de broma–. Que después de ocho horas de atraso, venga el comandante del avión y me pegue –agregué.
–Por favor, no lo tome a mal... –dijo.
–¡Pero si estoy bromeando, hombre! –le contesté, y se marchó hacia la proa del avión mientras yo terminé de acomodar las cosas.
Unos quince minutos después, el avión empezó a carretear hasta la cabecera y cuando nos quisimos dar cuenta, ¡upa! Estábamos volando.
–Mirá que linda noche, Loli –le dije, señalando hacia afuera.
–Sí, Gordi... una hermosa noche para nuestro primer viaje en avión.
–Habrá otros, y más largos –dije–. Vas a ver...
Una de las aeromozas hizo todo el show del despegue, nos dio la bienvenida en castellano y en inglés, y después nos llegó la voz del comandante, haciendo lo propio. Un momento después aparecieron las dos atractivas jóvenes, arrastrando un carrito con bebidas y con un paquetito con el logo de la aerolínea, que traía algunos alimentos sólidos para ponerse entre pecho y espalda.
En eso estábamos, en los primeros diez minutos de vuelo, cuando una de las aeromozas vino directo a mí, se inclinó y me dijo:
–El señor comandante lo invita a pasar a la cabina de vuelo...
Confieso que me quedé de una pieza. Loli me miró, abriendo grandes los ojos.
–Gracias, señorita –le dije y, mirando a Loli–: Ya vuelvo, corazón.
Abreviando, entré a la cabina de vuelo, donde me recibieron Hugo, el comandante y Bernardo, el copiloto.
–Lo invité a pasar para disculparme por el golpe y el atraso...
–empezó a decirme.
–No se haga problemas, en serio. Mire, creo que pese a que es un incordio llegar tarde a la fiesta en la que tenía que estar hace cuatro horas, es preferible viajar en un avión seguro. De modo que muchas gracias...
Y nos quedamos charlando los tres de una cosa y otra, hasta que Hugo me preguntó:
–¿Le gustaría ver cómo aterrizamos en Aeroparque acá, con nosotros?
–Mmmm... Se lo agradezco, pero ya viví varias veces la experiencia.
–¡No diga! ¿Es piloto?
–No, para nada. Pero tengo unos cuantos miles de horas de vuelo y tuve oportunidad de ver unos cuantos despegues y aterrizajes pero, puesto que me hace el ofrecimiento... ¿Puedo cederle el lugar a otra persona?
–Por supuesto –me contestó el señor canoso, alto, de camisa blanca, corbata y charreteras de piloto que se llamaba Hugo y que, efectivamente, era el comandante.
Salí de la cabina y volví al asiento, pero no me senté. La miré a Loli y le sonreí.
–¿Qué pasó, papi? ¿Para qué te llamaron a la cabina?
–Para decirme que vayas vos.
–¿Yoooo? ¿A la cabina de los pilotos? –Loli abrió muy grandes los ojos.
–Sipi.
–¿Y para qué?
–Ahhh... es una sorpresita –le dije.
Se soltó el cinturón de seguridad y se fue caminando, siguiendo a la aeromoza, que la hizo entrar en la cabina y cerró la puerta.
Un rato después nos llegó la voz del Hugo anunciándonos que estábamos por aterrizar en el aeroparque de la ciudad de Buenos Aires, dándonos las gracias por la paciencia y la comprensión que habíamos tenido y diciendo que había sido un placer para él habernos traído y deseando que hubiéramos disfrutado del viaje.
 

El avión empezó con la maniobra de aterrizaje, girando sobre el Aeroparque Jorge Newbery y me ajusté el cinturón mientras trataba de imaginarme cómo estaría disfrutando Loli ver su primer aterrizaje, de noche, sobre una ciudad toda iluminada como es Buenos Aires, desde la cabina de pilotos del vuelo 0891, que es más o menos como pueden ver en la foto, que no es tomada por nosotros, pero da una idea de cómo se ve desde arriba la pista cuando el avión la enfila antes de tocar tierra.
Loli me contó que le habían mostrado adónde estaba Rosario y después Luján y Pilar.
–¿Qué estudías? –le había preguntado Bernardo, el copiloto, en cierto momento.
–Ciencias Económicas –le contestó Loli.
–Después de hoy, a lo mejor se te da por cambiar de carrera y estudiar para piloto de avión.
–Ahora nos vamos a zambullir entre esas luces –le había dicho Hugo, cuando empezaron a acercarse a la pista.
Y ella pudo disfrutar de ese momento que no esperaba vivir y que va a llevar en su memoria por el resto de la vida y yo, feliz de haber podido regalárselo.


El Profesor
* Llámase en Córdoba "Carlitos" a un tostado de miga de jamón y queso.
Foto de la cabina: © Guy Daems by Brusells Aviation Photography
Foto del salón del aeropuerto by Lolita.

sábado, 26 de marzo de 2011

Delayed

El miércoles, cuando salí del trabajo, estaba más que contenta porque empezaba mi fin de semana largo; pero no sólo por eso, sino también porque con el Profe íbamos a tener juntos nuestro primer viaje a la ciudad de Buenos Aires para asistir esa noche al cumpleaños de un amigo muy especial para él.
Llegué a casa, terminé de preparar rápidamente la valija y al ratito me pasó a buscar en un taxi para dirigirnos al aeropuerto. ¡Estaba tan contenta! ¡Nuestro primer viaje en avión! Habíamos tenido que elegir ese medio para poder llegar rápidamente ya que debido a mis obligaciones y al horario de la fiesta, no era posible hacerlo en micro. El santo del Profe, la mañana del martes había ido hasta el centro, con todo el calorón, a pagar los pasajes que había reservado en Andes Líneas Aéreas por teléfono y a sacar los de vuelta en el servicio cama-suite de Urquiza.
Llegamos a las cuatro de la tarde y fuimos hasta el mostrador de la aerolínea Andes para retirar nuestras tarjetas de embarque.
Hicimos el trámite y cuando nos estábamos por retirar, la chica nos advirtió:
–El vuelo está un poco retrasado… todavía no ha salido de Salta. (Andes es una empresa salteña)
–¡Uy, no!
–Bueno, Gordi, espero que no sea mucho el retraso. Si querés hacemos tiempo y vamos a tomar un cafecito.

Y así lo hicimos. Sabíamos que no íbamos a salir en el vuelo 891, de las 16:40 como estaba planeado, pero de todas maneras estábamos con tiempo, ya que la fiesta empezaba a las nueve de la noche.
Al ratito pasamos para el salón de embarque y nos sentamos a esperar.
Cada tanto mirábamos ansiosos la pantalla donde se anunciaban los vuelos y donde el nuestro aparecía siempre con el cartelito de letras rojas de DELAYED, forma de decir que el vuelo está demorado y nunca se sabe cuánto va a tardarse en arribar.
Una hora después estábamos muy ansiosos y sacábamos cálculos de cómo llegaríamos con los tiempos. Dos horas después de la hora señalada de partida, nos empezamos a preocupar seriamente.
–¡Encima acá no hay a quién quejarse ni preguntar! –Masculló el Profe, que a esta altura de los acontecimientos estaba empezando a juntar presión como una Marmicoc de las de antes.
Y era cierto: en la sala éramos muchos pasajeros pero ningún responsable de las aerolíneas.
De pronto le dije:
–Mi amor… ¿Y esa chica con cartelito colgante del cuello? ¿No será alguien de acá?
Se levantó rápido y fue hasta donde ella estaba. Resultó ser de Andes. De lejos veían que hablaban, que el Profe le planteaba cosas, se quejaba y que la chica respondía. De pronto veo que, preocupado y agarrándose la cabeza, volvía hacia donde yo estaba sentada.
–Está previsto que salga a las once de la noche, Loli.
–¿QUÉEEE? ¬Pero… pero…. ¡Recién son las siete y media! ¿Qué vamos a hacer hasta esa hora? ¿Y te imaginás la hora a la que vamos a llegar a la fiesta?
Nos quedamos muy preocupados los dos no sólo por la paciencia que íbamos a tener que juntar en las próximas horas, sino por lo tarde que íbamos a llegar a un evento tan importante para él.
Unos minutos después, vio pasar a una responsable del aeropuerto y se paró a hacer la queja y a charlar para ver que podíamos hacer. La señora nos dio una posible solución: salir, ir al mostrador de Andes e intentar que nos cambiaran el vuelo. Quizás tenían convenio con otra aerolínea y nos era posible viajar antes.
Eso hicimos. Pero no dio resultado. El responsable, a pesar de que le explicamos la situación y la urgencia que teníamos por llegar a Buenos Aires, nos manifestó que no podía hacer tal cosa porque el vuelo no estaba cancelado, sino simplemente retrasado debido a fallas técnicas.
–Compren otro pasaje. –Nos dijo muy suelto.
–No podemos, confiábamos en que esto no iba a pasar. No vamos a comprar otro pasaje así porque si… ¿Usted que se cree?
–Bueno, miren, la verdad es que no podemos hacer nada…
–No nos deja muy tranquilos el que el avión tenga fallas técnicas. ¿Qué garantía tenemos de que no va a tener fallas técnicas cuando llegue acá?
El chico se encogió de hombros. Lo único que conseguimos es que nos diera un vale para comer algo en el bar ya que no íbamos a cenar y hacía un par de horas que teníamos el estómago vacío.
El tiempo parecía no pasar más. A la noche finalmente nos sentamos en unos sillones y abrazados nos pusimos a conversar y a esperar que llegara el momento de partir. Reflexionábamos que quizás esto tenía que suceder y que si nos pasaba a nosotros alguna razón había.

La sala se fue vaciando. Todos los demás pasajeros ya habían abordado sus aviones. Hasta el bar y el free shop cerraron sus puertas, dejándonos cautivos dentro de la sala.
El mismo jovencito que nos había escuchado la queja, se acercó a las once y media de la noche para decirnos que el avión estaría aterrizando listo para embarcar a las doce y diez. ¡Una hora más de lo previsto!
El cansancio, el sueño y la desilusión se apoderaron de mí. El Profe ahora estaba tranquilo y paciente. A pesar de todo lo que nos sucedía, apelamos al sentido del humor junto a los otros seis pasajeros que quedaban esperando ese maldito vuelo que nunca llegaba.

Esa fue nuestra primera experiencia de vuelo. Parecía como que todo estaba mal, pero como suele suceder, detrás de una cosa que aparenta ser adversa, por lo general, la vida nos oculta una sorpresa…

Lolita
PD: En el próximo post relataremos lo que ocurrió después.

 


jueves, 4 de noviembre de 2010

Diario de Lolita: El encuentro



–Hola, Loli –me dijo.
–Hola, Profe –le contesté, antes de ir hacia él y dejarme envolver pos ese primer fuerte abrazo.

No podré en mi vida olvidar ese día. El primer día de diciembre. Mi primer cita, a los dieciséis años. Cuando menos lo esperaba. Mi cita a ciegas con el ser que durante meses había sido la causa de mi desvelo, de mi desatino, de mi transformación.
Es sabido que esta sociedad le da mucha importancia al poder. Yo creo que ningún poder es tan importante como el “poder amar” y puedo afirmar que desde que lo vi y lo sentí por vez primera, empecé a sentirme poderosa.
Me guié por sus referencias de cómo estaba vestido para encontrarlo en la terminal, ya que, aunque lo conocía por fotografías, quería estar segura de que era él.
Caminé por las plataformas, mirando entre las personas sentadas en los bancos y en un momento lo vi. Lo vi de atrás y supe, por lo que me había dicho, que era él.
Llevaba un pantalón de vestir clarito, zapatos color ciruela, con cinturón y porta-llavero haciendo juego (desde ese día, ese porta llavero me da vuelta, me transformó en fetichista) un pulóver verde y un libro en la mano. Me acerqué despacito y antes de arrojarme sobre él y fundirnos en un abrazo, me observó de arriba abajo con una sonrisa. Sí, me había vestido especialmente bonita para ese primer encuentro: sandalias blancas, pollera larga del mismo color y una musculosa. Llevaba además el cabello suelto.
–¡Loli! –me dijo, y me besó en la mejilla.
Yo lo besé a él y dejé que me envolviera por esos brazos fuertes, cálidos y contenedores. Ese día me hice adicta a su abrazo.
De la terminal nos fuimos caminando unas pocas cuadras hasta el hotel. Lo tomé de la mano. Por mi cuerpo corrían escalofríos de emoción, de deseo, de alegría de haberlo conocido y tenerlo a mi lado.
–¿Y? ¿Te parezco tan lindo como imaginabas? –me preguntó, mirándome a los ojos–. ¿No te parece que soy medio viejito?
Le sonreí y pensé que no parecía para nada viejito y que estaba para comérselo, y que me estaba dando hambre.
–No –le contesté–. Es más, sos mucho más hermoso de lo que había imaginado...
Y de pronto ahí estábamos, entrando al hotel.
¿Pueden imaginarse cómo me latía y el corazón cómo me temblaban las piernas?


Lolita


lunes, 1 de noviembre de 2010

Diario de El Profesor: El viaje


Desde que tengo memoria, Córdoba estuvo en mi vida.
Recuerdo que ese 30 de noviembre de 2007 llegué a la terminal de Retiro con tiempo para abordar el micro de General Urquiza, una empresa que conocía desde hace mucho tiempo –desde que se llamaba ABLO y General Urquiza–, y que fue la compañía en la que viajé por primera vez en ómnibus a Córdoba, cuando aún no existía la actual terminal de ómnibus, y los micros de larga distancia paraban en la anterior, que aún hoy existe, en la zona del mercado.
Ese primer viaje fue con mi abuelo, a los cinco años, para pasar unos días en la casa de su hijo mayor, mi tío, en Villa Carlos Paz cuando no era más que un pueblito y no la ciudad que es actualmente. La misma Villa Carlos Paz en la que pasamos unos días de descanso en marzo de este año con Lolita.
Cuando tenía seis años, en enero siguiente –y durante los seis posteriores– empecé a viajar con los “campamenteros” de la Acción Católica a una zona que se llamaba San Clemente, y de la que salíamos a múltiples excursiones. En el primer campamento me acuerdo haber aceptado bajar la Quebrada de los Condoritos, una hazaña (o una locura propia de la inconsciencia de la niñez), ya que no era fácil bajar los cientos de metros, la mayor parte del trayecto de culo.
Más tarde mis padres tuvieron un chalet en Villa Carlos Paz y hasta que comencé el secundario, era casi obligado pasar el mes de febrero de vacaciones en esa casa de la última calle que había en ese momento, en la falda del Cerro de la Cruz.
Muchos años después, mi madre enfermó y le recomendaron vivir en un lugar con aire puro y tranquilidad, y entonces compramos el pequeño campo en Cerro Blanco –a unos quince quilómetros de Tanti, en plena sierra, cerca de Los Gigantes–, en el cual ella vivió la mayor parte de sus últimos años.
¿Cuántas veces había visto la actual terminal desde la ventanilla del micro o me había bajado para hacer un trasbordo? ¿Cuántos viajes había hecho a Córdoba en esos cincuenta y siete años de vida? ¿Cuántas idas y vueltas llevando a mis hijos para que pasaran las vacaciones con su abuela y cuántos fines de semana, en verano o invierno, para ir a compartir unos días con mi madre en ese lugar tan hermoso en el cual vivía?
Córdoba estuvo en mi vida desde el principio, y en eso pensaba mientras esperaba abordar el micro que ese 30 de noviembre de 2007 tenía que tomar para viajar a conocer a Lolita.
¿Había algún sino en mi destino que me habían llevado una y otra vez a Córdoba? ¿La vida me había ido preparando para lo que iba a pasar y que ni en sueños había imaginado?
Recuerdo haber sacado el pasaje en los asientos de abajo, que son pocos y me resultan más cómodos, y cuando llegó el momento de subir ni siquiera tuve que despachar equipaje porque sólo llevaba mi maletín de viaje, que me había acompañado durante tanto tiempo.
Me acomodé en la butaca y miré cómo el micro iba saliendo de la ciudad, sin poder dejar de preguntarme qué estaba haciendo, aunque ya no podía volverme atrás. La ansiedad me impidió dormir durante un buen rato –pese a que por lo general no tengo problemas para dormir en los viajes–, hasta que el cansancio me venció y me abandoné a un sueño entrecortado, mezclado con la ensoñación que producen las emociones, hasta que creo haber caído en el sueño profundo cuando ya estaba por amanecer.
Una de las cosas que solían sucederme en los viajes a Córdoba es que, como por arte de magia, me despertaba cuando el micro estaba en las cercanías de esas torres de piedra del arco de entrada a la ciudad y esa mañana del 1º de diciembre no fue la excepción. Cuando abrí los ojos, ahí estaba, dándome la bienvenida, franqueándome el paso a la ciudad, el arco de entrada.
Aunque no suelo usar el baño del micro, ese primer día me encerré a lavarme los dientes, mojarme un poco la cara para despejarme y ponerme presentable. Cuando salí del baño, el micro estaba pasando por el costado del Hospital San Roque. Estábamos por llegar a la terminal.
El corazón empezó a latirme más fuerte. No pude aguantar quedarme sentado y fui acercándome a la puerta justo en el momento en el cual el micro entraba en la terminal. Me puse primero para bajar y miré hacia el paredón lateral buscando a Loli.
El ómnibus estacionó y bajé ni bien se abrió la puerta, buscando entre la gente y recordando que Loli me había dicho “Si yo no llegué, vos esperame sentadito, y no te muevas…”
Busqué un lugar no muy lejos de la plataforma en la que había estacionado el micro y me senté a esperar. No tuve que aguardar mucho porque poco después la vi, buscándome entre la gente, caminando hacia mí, en esa calurosa mañana del primer día de diciembre, con su pollerita blanca, una remera musculosa y sandalias.
Entonces me levanté del asiento, con el portafolios a mis pies y la miré en el mismo momento en que descubrió mi presencia.
Fue tanta, tanta la emoción que me embargó que lo único que pude hacer fue abrir los brazos para recibirla.

–Hola, Loli –le dije.
–Hola, Profe –me contestó, antes del fuerte abrazo.

Hoy es 1º de noviembre y falta sólo un mes para que se cumplan tres años de ese día, cuando Lolita y yo, nos vimos, nos abrazamos y nos besamos por primera vez.

 

El Profesor



 

martes, 26 de octubre de 2010

Diario de Lolita: El día antes


29 de noviembre 2007 - 14:59 horas
ESTE MENSAJE SE ENVIÓ CUANDO ESTABAS DESCONECTADO:
Lolita: Hola mi vida... No me mandaste correíto... ¿No compraste los pasajes aún?
29 de noviembre 2007 – 18:17 horas
De: El Profesor
Para: Lolita
Asunto: Re: Mensaje
Enviado por: gmail.com

 
Loli, mi Bebé:
Salgo mañana a las 23:45 de Retiro en General Urquiza.
Llega a las 8:45 aproximadamente a Córdoba.
Plataformas 19 a 29.
Si es muy temprano para vos, no te hagas problemas, que yo me quedo en ese sector esperándote hasta que llegues, ¿sí, mi chiquita?
El domingo, compré el de las 19:45, pero si puedo, cuando llego a Córdoba lo cambio por uno que sale a las 21 pero es coche cama y llega antes que el servicio semi-cama que saqué yo.

Les mandé un correo a los del hotel para que me confirmen la reserva pero no me contestaron. Se los reiteré y tampoco me contestaron. Espero que la hayan hecho. Por las dudas, voy a llamar por teléfono para estar seguro.
 

Muchos besitos, cushita.

Tu Profesor
29 de noviembre 2007 – 21:43 horas
De: 54351313xxxx@mms.personal.com.ar
Para: Usuario


Claro que te voy a esperar mi vida. Si yo no llegué, vos esperame sentadito, y no te muevas, ¿Shi, mi amor?
Sólo faltaba un día para poder tenerlo frente a mí y abrazarlo y besarlo como lo había soñado y fantaseado y pensado tantas, tantas veces.
¡Yyyyuuuupiiiiii!


Lolita




miércoles, 19 de mayo de 2010

Casamiento

Hace varios días que no posteábamos, porque el viernes pasado, a las seis de la mañana, llegó Loli para pasar juntos tres días –una visita relámpago, debido a sus obligaciones universitarias–, y asistir al casamiento de mi hermano y su mujer.
No-no-no-no… No es que mi hermano no estuviera casado, sino que en su momento él y su mujer contrajeron enlace civil, pero les quedó pendiente la ceremonia religiosa y este año, el del veinticinco aniversario que están juntos, decidieron darse el gusto y llevarla a cabo, como un símbolo de renovación de aquellos primeros votos matrimoniales.
Así que llegó Lolita, con su valija comprimida de tanta ropa que traía, incluidos sus zapatitos de taco alto para la fiesta y dos vestidos, para que yo le dijera cuál me gustaba más y poder elegir cuál iba a usar esa noche.
La ceremonia religiosa se celebraría a las nueve y media de la noche del sábado 15 y luego se continuaba con una recepción para unas cuarenta personas –los más allegados del matrimonio–, que preanunciaba los acostumbrados desórdenes gastronómicos, propios de ese tipo de acontecimientos.
Como es habitual, después de las efusividades mutuas del encuentro, Loli desplegó su Plan General de Operaciones que había preparado para esos tres días y que comentaremos en otros post, y el resto del viernes y el sábado anduvimos de acá para allá hasta que llegó la hora de empezar a prepararnos para el evento.
Loli estaba espléndida con su vestido verde con faja negra, hombros descubiertos, soutien sin breteles, medias de seda de puño ajustable (que me activaron el fetichismo) y zapatitos á la page y a continuación la sesión de peinado (con su nuevo corte rebajado progresivo) y de maquillaje, de manera que cuando yo salí de ducharme, me encontré a la Princesita engalanada como la hermosa mujer en que se ha transformado en estos tres años.
Fuimos de los primeros en comparecer y claro, como suele suceder, empezaron a llegar algunas personas que yo conocía pero a quienes no veía desde hace bastante tiempo y, como era de esperarse, varios metieron la pata hasta el cogote infiriendo el tipo de relación que nos vinculaba con Loli. Sé que es comprensible, de manera que en todo momento tratamos –tanto ella como yo–, de hacer que nadie se sintiera un bobo por suponer mal.
A esa altura de las circunstancias –dato de cierta relevancia, como se verá–, el frío empezaba a hacerse sentir, preanunciándose como “importante”.




Cuando empezó la ceremonia, con Loli caímos en la cuenta que no había ningún fotógrafo profesional contratado (mi hermano siempre tan desbolado cuando se pone nervioso), de modo que tomé la iniciativa y haciendo caso omiso de sus recomendaciones para que no me cayera de bruces en el piso, me llevara por delante los jarrones con flores o –lo que hubiera sido mucho peor–, hiciera caer de su pedestal la imagen de la virgen que da nombre a la capilla, empecé a ir de un lado para otro (mirando muy bien adónde pisaba), y procedí a tomar la mayor parte de las fotos de la ceremonia religiosa, cosa que los novios agradecieron.
Después de saludar en el atrio –y tomar bastante frío–, y dado que la mujer que hace las veces de capellán cerró las puertas de la iglesia más rápido que un bombero, partimos para el lugar de la fiesta, ubicado a unas cuantas cuadras, repartiéndonos en todos los autos disponibles.
Nuevamente con Lolita volvimos a hacernos cargo de la sesión fotográfica de la entrada de los novios, hasta el momento en que nos acomodamos en las mesas preparadas para el evento y los encargados del catering, comenzaron a repartir comida a lo pavote. Porque eso sí, mi hermano en ciertas cosas es un tradicionalista de esos que piensan que ninguna fiesta merece considerarse como tal si no hay cantidades ingentes de comida.
Y nada de bocaditos y sandwiches de miga del tamaño de pañuelos de mujer, no, no. Hablamos de unos exquisitos y considerables sánguches de un apetitoso matambre casero, y/o colita de cuadril a la parrilla servida como fiambre.
A continuación, y como pièce de resistance, un exquisito pan de pizza seguido de focaccia y una amplia variedad de gustos de pizza a la piedra. Una verdadera ordalía de carbohidratos y farináceos.
–Gordi… largá la pizza –me dijo Loli, en cierto momento, cuando yo estaba zampándome la variante Capricciosa pero sin berenjenas y con muchas aceitunas negras, y me hizo una caída de ojos de esas tan encantadoras, tan de ella, que lo dicen todo.
Me quedé sin probar la de espinacas frescas y la de rúcula con huevo duro y no sólo por la sugerencia de Lolita, sino porque ya no podía comer ni una porción de pizza más. ¡Ufa!
A continuación, y para quemar todas las calorías súbitas que proveen los hidratos de carbono, y como se supone que tiene que suceder en todo casamiento que se precie de tal, empezó el baile con cumbia y… cuarteto cordobés.
¡Oh, Dios! ¿Nos pueden imaginar a Loli y a mí sacudiéndonos al ritmo del cuartetazo?
No sé cómo fue que me animé, quizás porque como dijo ella debe ser que la amo muy mucho, como para avenirme a bailar ese tipo de música popular.
A las cuatro de la mañana, luego de haber hecho sociales, consumir una considerable cantidad de Coca-Cola Light, recibir el souvenir que regalaron los novios, esperar a que cortaran la torta y sacarnos la foto con ellos, decidimos que era hora de hacer mutis por el foro y salir a la intemperie, donde nos esperaba el frío importante que se había anunciado a la salida de la iglesia.
Un rato después, entrábamos corriendo en mi casa, buscando el acogedor calorcito interior y la cama, donde terminamos nuestra actividad, haciendo cucharita.
–Gordi… –dijo Loli, pegándose más a mi cuerpo para darse calorcito.
–Mhh-hh…
–La pasé muy bien en el casamiento, ¿sabés?
–¿Sí? Qué bueno, mi dulce, yo también…
(…)
–Papi…
–Mhh-hh
–¿Puedo preguntarte algo?
–¿Mhh-hh?
–Suponé que pueda ser, ¿no? ¿Nosotros también vamos a casarnos así? ¿Vos vas a querer?
–¡Claro que sí, mi vida! Si la vida nos regala vivirlo, vamos a casarnos así. ¿Cómo no voy a querer?
(…)
–Gordi…
–¿Mhh-hh?
–Me gusta hacer cucharita con vos cuando hace frío, ¿sabés?
–¿Por qué cuando hace frío, Loli?
–¡Porque sos un hornito, mi amor! –dijo, pegándose más a mi cuerpo y acomodándose entre mis brazos.
Cómo les cuento que nos despertamos el domingo pasado el mediodía y tomamos el desayuno casi a las dos de la tarde.

El Profesor


Foto: by Lolita

PD: ¡HEMOS LLEGADO A LAS CIENTO CINCUENTA MIL VISITAS!

miércoles, 24 de marzo de 2010

2x1 en pastas

Ese miércoles por la mañana llegamos a la cuidad de Carlos Paz. Con los bolsos a cuestas, nos dirigimos al hotel cuya reserva habíamos echo por Internet y que, afortunadamente, quedaba a pocas cuadras de la terminal de ómnibus.
Una vez que entramos, nos acomodamos, dejamos los bultos, nos pusimos ropa cómoda y dimos una vuelta por la infraestructura hotelera para ver de qué se trataba, decidimos salir a caminar por el lugar para conocer más a fondo todas sus posibilidades.
Había un lindo sol en el cielo y el calorcito era importante. Con el Profe ya estábamos soñando con el chapuzón que nos íbamos a dar en esa enorme pileta y en ese jacuzzi climatizado que habíamos visto (una de las tantas instalaciones del hotel) cuando regresáramos.
Era casi el mediodía, habíamos caminado bastante y nuestros estómagos reclamaban ser llenados con algo de manera urgente.
–Papi…
-¿Qué, Bebi?
–¿A vos también ya te entró el hambrecito?
–La verdad que si, tengo un agujero negro por acá y me está empezando a hacer un ruidito…
–¿Y qué podemos comer?
–Ahora, si queremos ir a esa hermosa pileta, podemos pasar por el súper, comprar lo necesario y almorzar en una de esas cómodas mesitas con sombrilla que están junto a las piletas, Loli.
–Es cierto… ¡Me parece bárbaro! ¡Hagamos eso, papi!
Íbamos camino al súper, pero cuando pasamos por un restaurante de donde salía un delicioso aroma a pastas y en la puerta, en un cartelito se anunciaba: “Hoy, día de pastas”, nos detuvimos a mirar.
–Mmmm… mirá Papi… qué rico. A la noche podemos comer pastas. ¿Qué te parece?
–Estaría bueno. A mí también me dio el antojo.
Seguimos camino, entramos al súper y compramos una gaseosa, fiambres y pan para hacernos sándwiches. El Profe también quiso unas papitas saladas para la “picadita”.
Cuando estábamos en la caja pasando los productos, y una vez que el Profe terminó de pagar, la señorita que nos cobró nos entregó un papelito de promoción.
–¡Mirá! ¡2x1 en pastas para el restaurante Il Gatto!
–¡Qué bueno! ¡Podemos ir hoy mismo!
–¡Qué coincidencia!–Dije contenta- Il Gatto es medio caro, papi, pero es un restaurante muy fino y se come rico. Nos conviene ir con este 2x1.
Así que esa noche, nos dirigimos allí y nos sentamos en una mesita muy cómoda ubicada al aire libre.
El servicio fue excelente y la comida ni que hablar. Un manjar. El profe disfrutó de una lasaña de carne y verduras, y yo de unos ravioles cuatro quesos. Parecía poco a la vista, pero nos dejó más que satisfechos.


Cuando llegó la cuenta, yo la tomé y me puse a revisarla para comprobar que realmente nos hubieran cobrado al precio de uno. Eso estaba bien, pero…
–¡Gordi!
–¿Qué, mi amor?
–¿Te cobran los cubiertos? ¿Ocho pesos de cubiertos?
–Mmmm…
–¡Nos hubiéramos ahorrado esa plata y les decíamos que no queríamos los cubiertos, que no los necesitábamos!
El Profe largó una tremenda carcajada ante mi ocurrencia.
–¡Ay, Loli! ¡Por Dios! ¡Sos terrible!
–Ji, ji, ji…Podríamos haber evitado este gasto diciendo que nosotros pertenecemos a un clan o a una tribu muy especial que come con las manos… hubiéramos necesitado un paquete entero de servilletas para esta comida, pero nos ahorrábamos ocho pesos…
El Profe no paraba de reírse, y yo también empecé a tentarme con mi chiste. Terminamos riéndonos juntos de la broma.
Luego de dejar el lugar, nos fuimos caminando de la mano en esa noche hermosa de verano que invitaba a los momentos más románticos. Nos volvimos al hotel luego de sacarnos el gusto de comer pastas y de aprovechar una increíble oferta de 2x1.

Lolita.

sábado, 20 de marzo de 2010

Amigo infiel

Dicen que de todos los amigos del hombre, el más fiel es el perro.
Macanas.
La noche del viernes 12 llovía en Carlos Paz, cuando con Loli, famélicos ambos, salimos en busca del restaurante que habíamos elegido ese día y que nos sorprendió por la calidad de los platos y lo moderado de los precios, pese a que yo tenía el recuerdo de otras épocas, en las que en ese mismo lugar se comía muy mal y a la hora de pagar, lo asaltaban a uno a punta de pistola. La gente cambia y los lugares de comidas, también.
Cuando pasamos juntos esos días de cada mes, y como soy consciente que hasta el próximo no voy a poder hacerlo, trato de darle a Loli todos los gustos. Y entre todos ellos, está el helado después del almuerzo y de la cena.
Lolita, con sus modos suaves y persuasivos y su constancia, consiguió que yo retomara el gusto por los helados, que había perdido en algún recodo del camino. Así que ahora, en vez del clásico de “dos bochas” de Grido, por lo general compramos un cuarto kilo y lo despachamos entre ambos, porque tenemos gustos parecidos.
Hay que mencionar que Loli es casi una degustadora profesional de helados y, en lo posible, de helados artesanales, respecto de los cuales es una verdadera experta.
De manera que ahí estábamos, en una heladería artesanal del centro, sentados en la vereda (pese a que estaba bastante fresco), zampándonos un cuarto kilo de helado de naranja, frutilla y melón, cuando apareció él, y se quedó parado al lado mío mirándome con esa insistencia propia de los perritos de raza Can Street que andan sueltos por la ciudad.




–¿Qué andás haciendo por acá, perrito? –le pregunté.
Como es de esperarse, no me contestó, pero siguió mirándome con esa carita de “Dame algo de comer, macho, que estoy famélico...” Así que con la parte de atrás de la cucharita saqué un poco de helado de frutilla y se lo di a oler porque los perros primero huelen y después se lo zampan.
–¡Paaaaapi! –dijo Loli–. ¿Qué hacés? ¿Cómo le das con tu cucharita?
–Fue con la parte de atrás, Loli... tranquila.
Parece que lo que olió y le cayó bien, porque acto seguido se acercó un poquito más y le metió un lambetazo, y otro... y se lo comió.
Yo pensé –iluso de mí–, que el helado frío no iba a gustarle. ¡Qué no! Le gustó ¡y cómo!
A partir de ese momento, el babau se acercó más sin dejar de mirarme.
Resultado: ligó como cinco o seis cucharadas de helado del fondo... ¡Y quería más!
–¡Uh, Loli! –le dije–. ¿Y ahora cómo hacemos para que no nos siga?
–Nu she...
–¡Quiere más helado!
–¿Para qué le diste, Papi? ¡Te lo dije!
Yo me imaginé –otra vez, iluso de mí–, que esa fidelidad que tienen los perritos iba a hacer que nos siguiera hasta el hotel y ya estaba empezando a pensar en un plan para perderlo cuando pasó otro perro.
Se miraron. Se ve que ya habían sido presentados y que se conocían de antes.
Me los imaginé en un diálogo como éste:
"Qué hubo, che?".
"Acá, con este tipo que me hizo probar esto que me gustó".
"Bueno, dale, seguí, te espero".
El babau me miró a mí como si me dijera: “¡Uh, che! ¿No hay más helado?” y yo le mostré el recipiente vacío.
Se acercó más, lo olfateó, le pegó una última lambida y... se fue siguiendo al otro perro que debía ser su amigo de la calle.
Moraleja: los perros callejeros de las sierras cordobesas, son los amigos más infieles del hombre... y los más interesados (Mhhh-hh).
Con Loli nos volvimos a paso rápido al hotel antes que se largara a llover otra vez y porque el frío, estaba empezando a ser importante.

El Profesor
Foto by Lolita

martes, 16 de marzo de 2010

Pocima mágica

El segundo martes de marzo, día en que el Profe llegó a Córdoba para pasar juntos la última semana de vacaciones, antes de que yo regresara a mis clases de facultad, fui a esperarlo a la terminal, como de costumbre.
Ambos nos ilusionamos con ese primer encuentro. El abrazo, el beso y el compartir un rico desayuno temprano por la mañana, mientras conversamos de las novedades y hacemos planes para los días que tenemos por delante.
Aunque todavía era temprano para el check-in, fuimos hasta el tradicional hotel al que ya nos habíamos acostumbrado (y al que nunca deberíamos haber reemplazado) donde una vez más, nos recibieron con una sonrisa y una cálida bienvenida. Sí, después de varios meses que no íbamos, ¡todavía se acordaban de nosotros! Nos permitieron entrar mucho más temprano de lo acostumbrado y hasta nos llevaron el desayuno a la habitación.
Entre la alegría, las fuertes emociones, los mimos, arrumacos y demás efusividades del encuentro, pasaron cerca de seis horas así que, obedeciendo a nuestros primitivos instintos de supervivencia, marchamos hacia un restaurante de la peatonal transformado ya en nuestro habitual lugar de almuerzo del primer día.
Luego que terminamos de comer el rico menú del día acompañado con dos Coca-Cola Light y el diario para leer y comentar las noticias, nos fuimos a caminar en dirección al hotel, dispuestos a echarnos una reparadora siestita, amén de lo que fuere menester, dadas las circunstancias.
Creo, queridos lectores, que hay algo que no mencioné en ningún post anterior y es el hecho de que El Profe, desde ya hace un mes, y porque yo se lo regalé ante su sugerencia, está haciendo una suerte de tratamiento en base a la ingesta diaria de la jalea real, una cremita que, al parecer (me consta y doy fe), tiene poderes mágicos de rejuvenecimiento y mantenimiento de la buena salud y que conseguimos en un criadero de abejas en uno de nuestros paseos de febrero.
Íbamos tranquilos y caminando tomados de la mano, cuando de repente mi Gordi vio un local de dietética y productos naturales. Se acercó a la vidriera y empezó a mirar.
–Mmm… caramelos de propóleo, baba de caracol, barritas laxantes de ciruela…
–¿Qué buscás, mi amor?
–¿Acá no tendrán jalea real?
–Mmm… sí, quizás. Sería cuestión de entrar y preguntar.
–Porque no quiero quedarme sin reservas cuando se me acabe la que tengo ahora.
–Entremos, Pa
–le dije, tirando de su mano.
Adentro, una señora mayor, clienta ella, estaba guardando la mercadería comprada y ya se estaba yendo.
–Buenasssss –dijo el Profe con su habitual buen humor.
–¿Cómo le va, señor? –contestó cortesmente la vendedora.
Él echó un vistazo a todo el negocio mirando en los estantes y en el mostrador. Finalmente preguntó:
–¿Tiene usted la pócima de la eterna juventud?
La dueña no pudo evitar fruncir el ceño.
–No, aquí no la tenemos, caballero.
–... También llamada “jalea real
–agregó.
La señora mayor, que estaba a punto de retirarse, abrió muy grandes los ojos y exclamó, en tono bajito pero audible:
–¡Qué bueno eso! –Me pareció que quedó bastante entusiasmada y creo que quizás volverá en algún momento a comprarla para verificar el potencial de sus propiedades.
La vendedora buscó detrás del mostrador y sacó una cajita pequeña.
–¡Ésta es! –Dijo El Profe, entusiasmado, al reconocer el envase–. ¿Vio? Es la que me ayudó a llegar en estas condiciones a los ciento trece años…
A mí se me escapó la risita. ¡Siempre él tan creativo!
–Ah, ¿no me diga? Yo le daba apenas ciento nueve… –Le contestó la simpática dependiente, siguiéndole el tren
–No, no, tengo esta edad que usted puede apreciar, y me siento muy joven y vital.
–Me parece muy bien señor
contestó la joven–. No muchos tienen esa posibilidad…
Luego de cruzar unas cuantas palabras más en tono de chiste, mi Gordi pagó la mercadería y nos fuimos.
–¡Mi vida, sos terrible! ¡Cómo me hacés reír!
–Jejejeje… –Se rió travieso–. Quería conseguirla para seguir estando tan bien como hasta ahora… desde que empecé a tomarla, esa jalea real nos ha traído muchos beneficios… ¿No te parece, Loli?
–Si, es cierto Papi, muy cierto… ¡estás cada día mejor!

Lolita