Es curioso. Como padre que soy de cinco hijos que algún día fueron niños, debería estar habituado a la idea de que el tiempo pasa y los chicos crecen.
Sin embargo estos casi tres años desde que conocí a Loli, por alguna razón –quizás se trata de la relatividad del tiempo–, pasaron tan, pero tan rápido que con ella, me pasó algo extraño. Recién este 7 de febrero cuando cumplimos años caí en la cuenta que yo había llegado a un punto trascendental en mi vida: estaba cumpliendo sesenta años. Sí, esa edad, tiene una repercusión especial y constituye un momento significativo en esa finita sucesión de instantes que es la existencia del ser humano.
Para la idiosincrasia china y en su concepción –para quienes no lo sepan–, cuando un hombre llega a esa edad además de cumplir un año (porque deben multiplicarse los cinco elementos por los doce animales del horóscopo chino, y entonces se vuelve a repetir, por ejemplo, el Búfalo de Tierra), si ha vivido y aprendido, será considerado un hombre sabio y muy respetado en la sociedad. Dicho sea de paso, no conozco a ningún chino que haya cumplido dos años. Quizás alguno haya llegado a esa meta, pero no me consta.
Recuerdo, decía, que ese siete de febrero a la noche, cuando soplamos las diecinueve velitas de Loli y las sesenta mías, se me cruzó por la cabeza una idea fugaz pero que me impactó con la fuerza de una locomotora entrando a toda velocidad en mi cabeza: “¡Sesenta años! ¡Qué rápido pasaron!”
En ese momento miré a Lolita y agradecí a la vida por estar ahí, en ese lugar, festejando ese cumpleaños tan especial con ella, después de poco más de dos años de habernos visto por primera vez. Admito que ni en mis más disparatadas fantasías imaginé que cuando llegara a los sesenta años, los festejaría junto a una hermosa joven que el mismo día cumpliría diecinueve, y con la que estaríamos vinculados por el más sublime sentimiento que puede nacer en el corazón del ser humano: el amor.
En un pantallazo me pasaron las imágenes de todo lo que habíamos vivido desde la mañana en que me llegó ese primer correo electrónico en el cual Loli se presentaba y pedía información acerca de cómo hacer para publicar su libro de reflexiones y creo que recién en ese momento comencé a considerar la idea –los Búfalos somos así, nos lleva tiempo asimilar las cosas de la vida– de que Loli ya no era aquella adolescente que había salido muy temprano de su casa ese primer día de diciembre de 2007, inventando una excusa, para esperarme en la terminal de ómnibus. Que esa emocionada jovencita que había terminado su anteúltimo año de secundaria y que había esperado con tanto anhelo durante cinco meses para verme, estaba transitando el último tramo de esa primer etapa de la vida, y que en poco tiempo el sendero se iba a transformar en esa autopista de varios carriles que es la vida adulta.
Tal vez el hecho de que estemos lejos y nos veamos sólo algunos días cada mes, contribuyó a que la imagen de Loli haya quedado inalterable, como cristalizada en esos dieciséis años que eran los que tenía cuando la conocí y compartí con ella ese último año de colegio enviándole mensajes de texto traviesos para debajo del pupitre, yendo a buscarla a la salida de clases y también del banco en el cual hizo su pasantía; asistiendo a su fiesta de egresados y estando ahí, en las gradas de ese anfiteatro de la facultad donde hoy estudia, el día que recibió su diploma de honor y que terminó como terminó por esas cosas que tenemos los seres humanos que muchas veces hacemos daño con las mejores intenciones.
Quizás el vivir estos momentos y otras circunstancias que se sucedieron en estos casi tres años, dejaron cristalizada en mi memoria la imagen de la Loli adolescente y aniñada que se hizo cargo con sus actos y su férrea decisión, de transitar los primeros pasos del amor con un hombre que podría haber sido su padre.
Es cierto que Lolita comenzó a cursar su carrera universitaria hace un año. Pero el anterior fue tan vertiginoso y sucedieron tantas cosas –la primera operación de mi vida, el viaje de Loli y su papá a Europa, el juicio que terminó en nada–, que no terminé de caer en cuenta que la Princesita había empezado una nueva etapa de su vida.
Fue entonces, luego de volver a festejar juntos nuestro cumpleaños que empecé a darme por enterado que las cosas habían cambiado.
Así caí en la cuenta que Loli ya cursa su segundo año de facultad y cada cuatro meses más o menos va tachando materias en su plan de estudios. Ya no regresa del colegio al mediodía o después del contraturno de gimnasia. Ahora entra a clases al mediodía y va a hacer gym en un gimnasio de su barrio –cuando no tiene mucho que estudiar– a su regreso, cuando comienza a caer la tarde. No repasa más apenas un ratito en el escritorio de su habitación para el examen o la clase del día siguiente, ahora, en el mismo escritorio se enfrasca durante horas con sus libracos y apuntes y aprovecha hasta el tiempo libre entre clase y clase para zamparse un sándwich a las apuradas y después busca un lugar en la biblioteca de la UNC para adelantar lectura y que no la tomen por sorpresa los parciales y para no tener que sentir que “¡Estoy en el horno!”.

Pero la cabal concepción de que el tiempo ha transcurrido la tuve este lunes pasado cuando fui a buscarla a la salida de su trabajo en la primera mañana gélida de invierno que trajo la ola de frío que llegó el domingo. Sí, leyeron bien, escribí: SU TRABAJO.
Porque el 5 de julio, Loli empezó el primer día de trabajo de su vida, contratada part-time, para desempeñarse en la administración de una fábrica metalúrgica, de manera que tiene que despertarse todos los días a las seis y media de la mañana para entrar puntualmente a las ocho, ya que tiene que viajar algo más de media hora.

Ese soleado y frío mediodía del lunes 11 de julio a la una de la tarde, fui a buscarla a la salida del trabajo, cumpliendo una vez más con el rito de estar presente en cada uno de los momentos y lugares importantes para ella y mientras esperaba, esa idea que había estado dando vueltas por mi cabeza, se materializó, se hizo patente: Loli trabaja. Y estudia, tiene una actividad diaria muy intensa. Ya no pasa tiempo frente a la computadora, y no me llama tanto por teléfono. Como se lo dije alguna vez, está empezando a darse cuenta que las cosas no son como uno creyó y que el privilegio de ser grande consiste en hacerse cargo de sus obligaciones, que empiezan a ser muchas.
Ahora Lolita a las diez de la noche ya está durmiendo y apenas si tiene tiempo para poner en orden su cuarto y ya, en el segundo día de trabajo, le tocó experimentar qué se siente cuando uno va a trabajar y resulta que los choferes de la empresa de ómnibus que toma habitualmente, decidieron hacer un paro sorpresivo.
Ya no se viste como una adolescente ni sale a cara lavada. Usa botas de tacón, suéters y pantalones de mujer y se pasa un buen rato frente al espejo maquillándose antes de salir.
Parado ahí, en la vereda de enfrente de la empresa, miré durante largo rato la zona –cercana al lugar donde la calle se transforma en ruta–, y por un instante sentí inquietud al pensar que en invierno, cuando viaja hacia su trabajo aún es de noche y la zona no es segura y... Y nada.
No puedo, ni debo hacer nada porque no es justo ni sano obstaculizar el crecimiento de nuestros seres queridos y menos aún con el argumento de “te retengo porque te quiero”.
Los chicos crecen y es ley de vida que tengan que abandonar el nido y buscar forjar su propio futuro. Y aunque queda claro que yo no soy el papá de Loli, me di cuenta que de alguna manera, a veces me comportaba como tal. Y no hablo del hecho que Loli, aún hoy, siga llamándome “Papi”, muy de vez en cuando y cada vez menos. Estoy diciendo que en algún momento, inconscientemente, también tuve la pretensión de cuidarla al punto de no dejarla crecer, impidiéndole aprender de qué va la vida.
Hace unos días, cuando aún no la habían llamado del trabajo y estaba dando los últimos parciales de esta primera mitad del año, Loli me escribió una carta el día 24 –ese día se cumplía un mes más desde cruzamos el primer correo electrónico–, de la cual quiero transcribir este fragmento:
“Recuerdo la emoción que sentía de leer tus palabras... recuerdo cómo soñaba con vos en mi cama y me imaginaba besándote y acariciándote la piel...
”También me acuerdo quién era yo en esa época, cuáles eran mis carencias, cuáles eran mis sueños y cuáles mis temores.
”Y hoy, dos años y once meses después, me siento una mujercita realizada, desarrollada y plena. Y todo gracias a vos. Todo te lo debo a vos. Vos, siendo hombre, me hiciste mujer. ¡Qué maravilla! ¿No? Jamás voy a olvidarme de esto. Es algo que van a saber hasta mis nietos”.
Y aunque no creo que todo me lo deba a mí, y que yo no la hice mujer porque ella nació con esa condición, de alguna manera sí, estuve a su lado en este trayecto del camino de la vida y le enseñé cuando necesitaba saber; la apuntalé cuando le flaqueaban las fuerzas; la ayudé en lo que pude, cuando me lo pidió y la tomé muy fuerte de la mano, acompañándola en el tránsito de esos primeros pasos de niña a mujer, los que marcan el comienzo del amor adulto y le entregué con cuidado y sin retaceos toda la pasión, el amor y el cariño que me fue posible y que ella, a su manera y por esa retroalimentación tan especial que provocan los sentimientos cuando son genuinos, me ayudó a su vez a desplegar.
Los chicos crecen.
Loli creció.
Y en ese frío mediodía soleado mientras la esperaba a la salida de su trabajo, no pude evitar sentir el desasosiego que sobreviene al pensar que cuando crecen y por su bien, hay que saber y estar dispuesto y preparado para soltarles la mano, cuando llegue el momento...
El Profesor