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jueves, 15 de julio de 2010

Los chicos crecen

Es curioso. Como padre que soy de cinco hijos que algún día fueron niños, debería estar habituado a la idea de que el tiempo pasa y los chicos crecen.
Sin embargo estos casi tres años desde que conocí a Loli, por alguna razón –quizás se trata de la relatividad del tiempo–, pasaron tan, pero tan rápido que con ella, me pasó algo extraño. Recién este 7 de febrero cuando cumplimos años caí en la cuenta que yo había llegado a un punto trascendental en mi vida: estaba cumpliendo sesenta años. Sí, esa edad, tiene una repercusión especial y constituye un momento significativo en esa finita sucesión de instantes que es la existencia del ser humano.
Para la idiosincrasia china y en su concepción –para quienes no lo sepan–, cuando un hombre llega a esa edad además de cumplir un año (porque deben multiplicarse los cinco elementos por los doce animales del horóscopo chino, y entonces se vuelve a repetir, por ejemplo, el Búfalo de Tierra), si ha vivido y aprendido, será considerado un hombre sabio y muy respetado en la sociedad. Dicho sea de paso, no conozco a ningún chino que haya cumplido dos años. Quizás alguno haya llegado a esa meta, pero no me consta.
Recuerdo, decía, que ese siete de febrero a la noche, cuando soplamos las diecinueve velitas de Loli y las sesenta mías, se me cruzó por la cabeza una idea fugaz pero que me impactó con la fuerza de una locomotora entrando a toda velocidad en mi cabeza: “¡Sesenta años! ¡Qué rápido pasaron!”
En ese momento miré a Lolita y agradecí a la vida por estar ahí, en ese lugar, festejando ese cumpleaños tan especial con ella, después de poco más de dos años de habernos visto por primera vez. Admito que ni en mis más disparatadas fantasías imaginé que cuando llegara a los sesenta años, los festejaría junto a una hermosa joven que el mismo día cumpliría diecinueve, y con la que estaríamos vinculados por el más sublime sentimiento que puede nacer en el corazón del ser humano: el amor.
En un pantallazo me pasaron las imágenes de todo lo que habíamos vivido desde la mañana en que me llegó ese primer correo electrónico en el cual Loli se presentaba y pedía información acerca de cómo hacer para publicar su libro de reflexiones y creo que recién en ese momento comencé a considerar la idea –los Búfalos somos así, nos lleva tiempo asimilar las cosas de la vida– de que Loli ya no era aquella adolescente que había salido muy temprano de su casa ese primer día de diciembre de 2007, inventando una excusa, para esperarme en la terminal de ómnibus. Que esa emocionada jovencita que había terminado su anteúltimo año de secundaria y que había esperado con tanto anhelo durante cinco meses para verme, estaba transitando el último tramo de esa primer etapa de la vida, y que en poco tiempo el sendero se iba a transformar en esa autopista de varios carriles que es la vida adulta.
Tal vez el hecho de que estemos lejos y nos veamos sólo algunos días cada mes, contribuyó a que la imagen de Loli haya quedado inalterable, como cristalizada en esos dieciséis años que eran los que tenía cuando la conocí y compartí con ella ese último año de colegio enviándole mensajes de texto traviesos para debajo del pupitre, yendo a buscarla a la salida de clases y también del banco en el cual hizo su pasantía; asistiendo a su fiesta de egresados y estando ahí, en las gradas de ese anfiteatro de la facultad donde hoy estudia, el día que recibió su diploma de honor y que terminó como terminó por esas cosas que tenemos los seres humanos que muchas veces hacemos daño con las mejores intenciones.
Quizás el vivir estos momentos y otras circunstancias que se sucedieron en estos casi tres años, dejaron cristalizada en mi memoria la imagen de la Loli adolescente y aniñada que se hizo cargo con sus actos y su férrea decisión, de transitar los primeros pasos del amor con un hombre que podría haber sido su padre.
Es cierto que Lolita comenzó a cursar su carrera universitaria hace un año. Pero el anterior fue tan vertiginoso y sucedieron tantas cosas –la primera operación de mi vida, el viaje de Loli y su papá a Europa, el juicio que terminó en nada–, que no terminé de caer en cuenta que la Princesita había empezado una nueva etapa de su vida.
Fue entonces, luego de volver a festejar juntos nuestro cumpleaños que empecé a darme por enterado que las cosas habían cambiado.
Así caí en la cuenta que Loli ya cursa su segundo año de facultad y cada cuatro meses más o menos va tachando materias en su plan de estudios. Ya no regresa del colegio al mediodía o después del contraturno de gimnasia. Ahora entra a clases al mediodía y va a hacer gym en un gimnasio de su barrio –cuando no tiene mucho que estudiar– a su regreso, cuando comienza a caer la tarde. No repasa más apenas un ratito en el escritorio de su habitación para el examen o la clase del día siguiente, ahora, en el mismo escritorio se enfrasca durante horas con sus libracos y apuntes y aprovecha hasta el tiempo libre entre clase y clase para zamparse un sándwich a las apuradas y después busca un lugar en la biblioteca de la UNC para adelantar lectura y que no la tomen por sorpresa los parciales y para no tener que sentir que “¡Estoy en el horno!”.

Pero la cabal concepción de que el tiempo ha transcurrido la tuve este lunes pasado cuando fui a buscarla a la salida de su trabajo en la primera mañana gélida de invierno que trajo la ola de frío que llegó el domingo. Sí, leyeron bien, escribí: SU TRABAJO.
Porque el 5 de julio, Loli empezó el primer día de trabajo de su vida, contratada part-time, para desempeñarse en la administración de una fábrica metalúrgica, de manera que tiene que despertarse todos los días a las seis y media de la mañana para entrar puntualmente a las ocho, ya que tiene que viajar algo más de media hora.


Ese soleado y frío mediodía del lunes 11 de julio a la una de la tarde, fui a buscarla a la salida del trabajo, cumpliendo una vez más con el rito de estar presente en cada uno de los momentos y lugares importantes para ella y mientras esperaba, esa idea que había estado dando vueltas por mi cabeza, se materializó, se hizo patente: Loli trabaja. Y estudia, tiene una actividad diaria muy intensa. Ya no pasa tiempo frente a la computadora, y no me llama tanto por teléfono. Como se lo dije alguna vez, está empezando a darse cuenta que las cosas no son como uno creyó y que el privilegio de ser grande consiste en hacerse cargo de sus obligaciones, que empiezan a ser muchas.
Ahora Lolita a las diez de la noche ya está durmiendo y apenas si tiene tiempo para poner en orden su cuarto y ya, en el segundo día de trabajo, le tocó experimentar qué se siente cuando uno va a trabajar y resulta que los choferes de la empresa de ómnibus que toma habitualmente, decidieron hacer un paro sorpresivo.
Ya no se viste como una adolescente ni sale a cara lavada. Usa botas de tacón, suéters y pantalones de mujer y se pasa un buen rato frente al espejo maquillándose antes de salir.
Parado ahí, en la vereda de enfrente de la empresa, miré durante largo rato la zona –cercana al lugar donde la calle se transforma en ruta–, y por un instante sentí inquietud al pensar que en invierno, cuando viaja hacia su trabajo aún es de noche y la zona no es segura y... Y nada.
No puedo, ni debo hacer nada porque no es justo ni sano obstaculizar el crecimiento de nuestros seres queridos y menos aún con el argumento de “te retengo porque te quiero”.
Los chicos crecen y es ley de vida que tengan que abandonar el nido y buscar forjar su propio futuro. Y aunque queda claro que yo no soy el papá de Loli, me di cuenta que de alguna manera, a veces me comportaba como tal. Y no hablo del hecho que Loli, aún hoy, siga llamándome “Papi”, muy de vez en cuando y cada vez menos. Estoy diciendo que en algún momento, inconscientemente, también tuve la pretensión de cuidarla al punto de no dejarla crecer, impidiéndole aprender de qué va la vida.
Hace unos días, cuando aún no la habían llamado del trabajo y estaba dando los últimos parciales de esta primera mitad del año, Loli me escribió una carta el día 24 –ese día se cumplía un mes más desde cruzamos el primer correo electrónico–, de la cual quiero transcribir este fragmento:
Recuerdo la emoción que sentía de leer tus palabras... recuerdo cómo soñaba con vos en mi cama y me imaginaba besándote y acariciándote la piel...
También me acuerdo quién era yo en esa época, cuáles eran mis carencias, cuáles eran mis sueños y cuáles mis temores.
Y hoy, dos años y once meses después, me siento una mujercita realizada, desarrollada y plena. Y todo gracias a vos. Todo te lo debo a vos. Vos, siendo hombre, me hiciste mujer. ¡Qué maravilla! ¿No? Jamás voy a olvidarme de esto. Es algo que van a saber hasta mis nietos”.
Y aunque no creo que todo me lo deba a mí, y que yo no la hice mujer porque ella nació con esa condición, de alguna manera sí, estuve a su lado en este trayecto del camino de la vida y le enseñé cuando necesitaba saber; la apuntalé cuando le flaqueaban las fuerzas; la ayudé en lo que pude, cuando me lo pidió y la tomé muy fuerte de la mano, acompañándola en el tránsito de esos primeros pasos de niña a mujer, los que marcan el comienzo del amor adulto y le entregué con cuidado y sin retaceos toda la pasión, el amor y el cariño que me fue posible y que ella, a su manera y por esa retroalimentación tan especial que provocan los sentimientos cuando son genuinos, me ayudó a su vez a desplegar.
Los chicos crecen.
Loli creció.
Y en ese frío mediodía soleado mientras la esperaba a la salida de su trabajo, no pude evitar sentir el desasosiego que sobreviene al pensar que cuando crecen y por su bien, hay que saber y estar dispuesto y preparado para soltarles la mano, cuando llegue el momento...

El Profesor


martes, 20 de abril de 2010

La vida pasa

Fugit irreparabile tempus, dice Virgilio, en Geórgicas 3, 284. “El tiempo se va para no volver”.
Pasaste del uniforme de colegio, a la ropa de mujer.
Aunque sigue divirtiéndote, ya no te entusiasma tanto Seventeen, te cautiva más la Cosmopolitan.
En los estantes de tu biblioteca quedaron los libros de cuentos infantiles y las revistas de ciencias. Ahora buscás en la mía y te apropiás de “Cien cepilladas antes de dormir”.
Parece que fue ayer que te desvelaba un trabajo sobre los espacios urbanos en la Geografía física. Hoy te apremia el parcial de Macroeconomía.
Allá atrás quedaron los mensajes con besos traviesos para debajo del banco de la escuela, la remerita del uniforme y la hora de gimnasia. Te llegó el tiempo de la ropa de marca, de tu sesión de gym y de correr entre la academia de inglés y las aulas de la facultad.
Ya no necesitás escaparte de tu casa para un encuentro furtivo. Hoy podemos encontrarnos en libertad, sin tapujos ni estrategias que soslayen la verdad.
Pasó el tiempo, te vi crecer.
Te conocí adolescente, una bella florcita abriéndose a la vida.
Hoy, ya sos una hermosa mujer.
La vida pasa y vos creciste. Pero en un rincón de mi memoria y en un lugarcito tibio de mi corazón, vas a seguir siendo –como firmás tus cartas–, mi Eterna Lolita.

El Profesor

sábado, 29 de agosto de 2009

Promesa

–Pero... (¡Snif! ¡Snif!) ¿No nos vamos a ver nunca más? –Loli tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar, después de aquella noche de pesadilla, la de la entrega de su diploma con honores.
–Nunca es demasiado tiempo, Loli –le dije, secándole una lágrima que se escapaba por el costado de uno de sus ojitos–. Tranquila...
–Pero es que esas abogadas me dijeron...
–Tranquila, Loli. No te desesperes. Esperá –dije, haciendo un hueco con mis manos para envolver las suyas–. Aprendé a esperar, mi vida. Mirá... ¿viste que hay un refrán que dice: “No hay mal que por bien no venga”?
–Shi (¡Snif! ¡Snif!)
–Bueno… Ahora nos toca pasar este momento amargo y duro. Mañana, ¿quién sabe?
–Pero Papi... ¡Snif! Es que me dijeron que hasta los veintiún años...
–A ver, Frutillita. Escuchá esto que te voy a decir, ¿sí?
–Sí... ¡Snif!
–Pero para escucharme, tenés que dejar de llorar, mi cielo.
–Shi... no shoro más...
–A ver... ¿Viste que ahora la mayoría de edad se tiene a los veintiún años?
–Mhhh... shi... es lo que me dijeron las abogadas.
–Ajá. Ahora, ¿vos sabés que desde el 2005 hay un proyecto de ley para que la mayoría de edad sea a los dieciocho?
–¿Mjm? No, no sabía... ¿en serio?
–Sí, claro.
–¿Y cuándo sale esa ley, Papi? ¿Pronto?
–Mirá, creo que de este año, no pasa...
–¿Y cómo sabés?
–Por varias cosas, pero en especial, porque ahora el tratamiento de las leyes, desde que se sancionó la nueva Constitución, no es como antes.
–¿Y cómo era antes?
–¡Uh, una lata! Antes una ley iba y venía de una cámara a otra, y si no había acuerdo, podía extenderse de manera interminable.
–¿Y ahora?
–Ahora hay cierto tiempo –para explicártelo fácil–. Y después de ese tiempo, la ley tiene que ser sancionada si una de las cámaras aprueba el proyecto por unanimidad...
–¿Y eso ya pasó?
–No del todo... pero en la Cámara de Senadores, hace unos años, se aprobó, pero en la Cámara de Diputados no. Y en diciembre de este año, volvió a tratarlo. Así que este año, se vence el plazo...
–¿Y vos cómo sabés todo eso, Papi?
–Porque leo los diarios y me interesan las leyes del país en el cual vivo... Decime, en el colegio, ¿no tuviste una materia que se llamara Derecho Constitucional?
–Nop...
–¿Y nadie les enseñó esto? ¿Nadie les habló de la Constitución?
–Nop... Pero, Papi... ¿Y cuándo se reúne la cámara que aprobó el proyecto otra vez?
–En marzo, Loli. Cuando comience el nuevo período legislativo.
–¿Y vos creés que la van a aprobar?
–Ajá...
–¿En serioooo?
–Sipis, corazoncito –acaricié la dulce carita de Loli. Sus ojitos habían vuelto a tener el brillo habitual.


–Creo que en marzo, la Cámara de Senadores la va a aprobar por unanimidad...
–¿Y los diputados?
–No van a tener más remedio que debatir y aprobarla...
–¿Y eso va a ser pronto?
–Pronto... pronto... bueno, durante el año. Creo que antes de fin de año, va a estar sancionada la nueva ley de mayoría de edad.
–¿Y por qué se cambia?
–Para ponerse a tono con el resto del mundo, Loli. Chile, Uruguay y la mayor parte de los países, concuerdan en que a los dieciocho años, si se es hábil para votar, para ir a la guerra, para tomar alcohol, para trabajar y para hacer el amor, se tiene que corresponder con el derecho de sacar una tarjeta de crédito, comprar una casa, viajar dentro y fuera del país y hasta casarse.
–¿En serio, Papi?
–En serio, Loli. ¿Por qué habría de decirte algo que no es?
–Porque hoy estoy triste...
–Tranquila... Este día amargo va a pasar. Vas a ver cómo, en menos de un año, las cosas van a cambiar totalmente...
–¿Sí, Papi? ¿Me lo prometés?
–Creo que puedo prometerlo, sí.


Esa conversación la tuvimos en la cafetería de la estación de servicio donde nos encontramos esa lluviosa mañana de diciembre de 2008, después de la noche de pesadilla que la madre de Loli le había hecho pasar en un momento tan especial de su vida.
En marzo, como se lo había anticipado, la Cámara de Senadores aprobó el proyecto de ley por unanimidad.
Esta mañana, nueve meses y veintisiete días después de aquella mañana lluviosa y triste, cuando Lolita y yo compartimos el desayuno en la cafetería de la estación de servicio, cuando abrí el correo electrónico, el primer mensaje era de Loli.
“¡Mirá Paaaaaaaa!!! –decía, y en la línea de abajo, pegaba este link.
Aunque ayer habíamos tenido un anticipo, hoy la Cámara de Diputados –a excepción de algunas modificaciones–, también había aprobado el proyecto. En pocas semanas, todos los jóvenes de 18 años, van a ser mayores de edad, aunque haya legisladores, hombres de leyes y hasta psicólogos que pongan en duda la “madurez” de un joven de esa edad, porque aducen que es recargarlos de responsabilidades.
Ante esto, no puedo menos que recordar la época en que yo tenía diez o doce años y, para los chicos de nuestra edad, un joven de dieciocho, era un hombre. Y no puedo menos que preguntarme qué hemos hecho, las personas de nuestra generación, para que ahora haya semejantes palurdos cercanos a la cuarentena que todavía vivan con “papá y mamá”.
Y reflexiono: si los jóvenes de dieciocho –no todos, porque hay cantidad de excepciones, Lolita entre ellas–, no son “maduros” como para enfrentar la vida... ¿no somos nosotros, los que los trajimos al mundo, los responsables?
Hoy hablamos con Loli por teléfono acerca de esto.
–¿Entonces puedo viajar para pasar unos días juntos cuando quiera?
–Sí, Loli.
–¿Y podemos planear unas vacaciones juntos en... Brasil, por ejemplo?
–Claro, mi vida. Podemos.
(...)
–Papi –dijo Lolita.
–¿Qué, mi vida?
–Gracias por cumplir tu promesa, ¿sabés? Yo no me olvido de ese día cuando con esa promesa, me ayudaste a superar el miedo. Gracias por darme ánimos. Gracias por renovarme la esperanza ese día, mi Pichoncito. Gracias por mantenerme la ilusión.
–Gracias a vos, Loli.
–¿Gracias? ¿Por qué?
–Por estos dos años en los que vos mantuviste mis ilusiones, Princesita.

(...)
–Pa...
–¿Qué, Loli?
–Esto de la ley... ¿quiere decir que ya no voy a ser una Lolita?
–Mhhh...
–Contestame, Papi. No me digas "Mhhh..."
–Para mí, aunque sé que vas a crecer y madurar, en un rinconcito de mi corazón vas a seguir siendo Lolita, mi amor.

El Profesor

sábado, 4 de julio de 2009

El regreso


Y llegó el momento de subir al ómnibus y regresar, después de pasar una maravillosa semana compartida. Cuando el micro salió de la terminal, me quedé mirando por la ventanilla, abstraído en los recuerdos de estos siete días que pasamos juntos.
Esta vez no tuvimos que padecer el momento de armar el equipaje, con el consiguiente “bajón-mal” de otras veces, ni la despedida en la rampa, saludando con la mano hasta que el ómnibus se pierde de vista.
Quizás se deba a que esta vez el reencuentro fue igual que otras veces
–con Loli esperando apoyada en la baranda hasta verme parado en la puerta, para bajar el primero–, y al mismo tiempo distinto.
Después de transcurridos dos meses desde el viaje que hiciera ella y de haber vivido a la distancia circunstancias no muy gratas, quizás necesitábamos darnos una revancha de momentos de esos que se guardan en la memoria por la intensa felicidad que nos deparan, cuando dos seres que se aman se divierten a lo pavote.
O tal vez se trate de que cuando hablamos hoy, ya separados por la distancia, nos sorprendió comprobar que, una vez más, ambos tuvimos la sensación –o el presentimiento–, de que cada viaje nos acerca un poquito más y que quizás no esté tan lejano el día en que, cuando lleguemos a la terminal, sea para viajar juntos y no para despedirnos.
A lo mejor no fue una simple sensación compartida y sólo falte un puñado de horas para que, como escribió Lolita: “Mañana nos reencontraremos, nos abrazaremos fuerte por el tiempo de ausencia y estaremos juntos para aprovechar al máximo cada día, para divertirnos, para pasear de la mano y para disfrutar los instantes que la vida nos regala para estar el uno con el otro, como siempre desearíamos estar”.
Ése anhelo compartido y todos los momentos de intensa dicha que disfrutamos, deben haber sido los que lograron que, esta vez, el momento del regreso no fuera la tristeza de dejar atrás lo que vivimos, sino la alegría del anhelo de lo que estamos por vivir.

El Profesor

PD: Gracias a todos por sus deseos y por seguir estando aquí durante estos días de nuestra ausencia.

martes, 2 de junio de 2009

Suavecito


La primera vez fue quitándome las prendas suavecito, hasta dejarme desnuda. Sin prisas se detuvo el tiempo necesario para adorar cada rincón y cada pliegue de mi cuerpo y del mismo modo, con esa calma que propicia el amor y el disfrute, besar mis labios.
Suavecito, de manera lenta, sin brusquedades, fue introduciéndose en mi vida, llenando todos mis espacios, ocupando todo mi corazón de adolescente y repartiendo luz y alegría en todos los rincones de mi ser donde antes sólo había oscuridad.
Con paciencia y suavecito, me ayudó a superar mis temores, mis desilusiones, a fortalecer la confianza, a conocerme más a mí misma.
Yo también, suavecito, fui intentando cicatrizar con mis mimos esas heridas que le dejó sin sanar su vida pasada.
Con mi delicadeza le fui enseñando a abrir su corazón a un nuevo amor, a expresar los sentimientos que se guardaba, a decir las cosas en el momento justo.
Con ternura le ayudé a calmarse cuando estaba enojado, a sonreír cuando estaba triste, a ver salir el sol en los días nublados.
Con infinita suavidad secó las lágrimas que empañaban mi mirada, me dijo las cosas más dulces que mis oídos escucharon y cuando más las necesitaba, me sosegó en mis momentos de rabia y me abrazó con fuerzas cada vez que me hizo falta.
Con paciencia fuimos aprendiendo a conocernos en profundidad, a aceptarnos con nuestras más hermosas virtudes y nuestros peores defectos, a comprender ciertas actitudes y reacciones del otro en ciertos momentos; a conocer nuestras motivaciones y a respetar nuestros tiempos.
Poco a poco fuimos cimentando nuestro amor con sólida confianza, sostenido por la comunicación, aprendiendo que, aunque duela, a las emociones hay que expresarlas para que el otro encuentre el modo de ayudar a paliarlas.
El amor es un proceso que se construye, se reconstruye y se fortalece todos los días.
La suavidad en el amor, la dulzura en los gestos y la ternura en las palabras son más que necesarios cuando dos personas, un hombre y una mujer, se deciden a compartir su vida y se dan cuenta que eso que sienten por el otro es nada más ni nada menos que amor.

Lolita

Foto: © José Manchado

lunes, 1 de junio de 2009

Máscaras

–Papi...
–¿Mhhh-hh?
–Me pasa algo…
–Ya me di cuenta. ¿Qué pasa, Loli?
–Algo raro.
–¿Raro como qué?
–Como que a veces tengo... no sé... mucho miedo.
–¿Miedo de qué, Princesita?
–No sé... Es como una tristeza que me da así, de golpe.
–Ah... ¿Y sabés por qué te da esa tristeza?
–No, Papi. No lo sé. Es como si tuviera fantasmas adentro de la cabeza.
–Ah, los fantasmas, claro. A ver: si cerrás los ojos, ¿qué ves?
–¿Qué veo cuándo?
–Cuando sentís que están esos fantasmas feos, horribles y muy crueles...
–Mmmm... veo como máscaras, Papi. Una se ríe, la otra llora.
–Ah, las máscaras, claro.
–¿Vos también las ves?
–A veces
–¿Y no le tenés miedo?
–A veces sí. Pero sé que es una ilusión, una imagen fea, entonces la alejo.
–¿Y podés alejarla?
–No es fácil, Loli. Pero sí, yo puedo alejarla. Me cuesta un poco de trabajo, a veces, pero sí. Las espanto.

–Cuando las veo me pongo triste...
–Sí, suele pasar, Loli. Pero no sufras tanto, a medida que vayas creciendo, vas a aprender que la tristeza es lo que te ayuda a vencer al miedo que te dan.
–¿La tristeza? ¿Me hace bien estar triste?
–No es tan así, Princesita, pero de alguna manera la tristeza, que es parte de nuestra naturaleza, es casi un recurso de autoprotección para esos fantasmas, esas máscaras. ¿Ves?
–¿Y por qué están ahí, en mi cabeza?
–¡Uh! No es fácil explicarlo pero... a ver. ¿Viste que los griegos tenían máscaras para el teatro?
–Ajá.
–¿Sabés qué “persona” en griego quiere decir “máscara”?
–No.
–La palabra griega es “prósopon”, que quiere decir “aspecto”. Por eso los griegos usaban la máscara para representar primero la tragedia y luego la comedia. ¿Ves?
–Mjm...
–¿Viste que cuando vamos a ver una peli a veces te da tristeza y te emocionás?
–Vos también, Papi... yo te vi.
–Sí, claro. Cuando vemos representado algo triste, nos emocionamos y se nos caen las lágrimas. Y cuando vemos algo que nos da mucha risa, pero mucha... también se nos caen las lágrimas, ¿verdad?
–Sipi.
–Bueno... las lágrimas, quizás, son las que marcan ese sutil límite entre la risa y el llanto. Entre la alegría y la tristeza. Entre la ventura y la desdicha.
–¿Y por qué nos pasa eso, Papi? ¿Por qué somos tan complicados?
–Porque somos humanos, Loli. Porque nos afecta lo que sucede a nuestro alrededor. Porque crecimos teniendo miedo y en ese momento, lo único que nos ayudaba a sentirnos seguros era mirar a nuestros padres. Y para los chiquitos lo que hacen los padres es palabra santa, mi vida.
–Pero los padres a veces se equivocan.
–Claro, son humanos, al fin y al cabo. Pero cuando somos chiquitos no podemos discernir que se equivocan. Tomamos sus actos como verdades absolutas, y se nos quedan grabadas... y esos actos se transforman en conductas, y tendemos a repetirlas. ¿Entendés?
–Mjm...
–De padres felices, auténticos, es muy difícil que crezca un niño infeliz, Loli. Pero si los padres no fueron felices, aunque no lo digan, lo muestran. Y nosotros, chiquitos como éramos, lo grabamos... y cuando somos grandes a veces tenemos la tentación de hacer lo mismo... aunque no nos guste. Aunque sepamos que nos hace daño.
–Ah.
–Se llama “sabotearse”, Loli. Nos podemos sabotear la felicidad, o el éxito en lo que hagamos. Podemos elegir una carrera que no nos gusta sólo porque creemos que es la que le hubiera gustado a ellos tener... ¡Ay, Loli! Los humanos somos tan complejos.
–¿Vos me querés decir que ser feliz es difícil, Papi?
–Algo así. Bueno... en realidad, sí. No es fácil ser feliz.
–¡Pero eso no es justo!
–Nadie te aseguró que este mundo lo fuera, Loli.
–¿Entonces la felicidad no existe?
–Sí, Loli. Tranquila, existe. A ver... veamos. ¿Viste que la música tiene silencios?
–Seee...
–¿Sabés por qué?
–¿Porque así la escribieron los compositores?
–No, mi vida. Porque los silencios son los que le dan el sentido. Si no existieran esos silencios ¿no te parece que sería una sucesión de ruidos inaguantables? A ver, tratá de imaginarlo...
–Ajá.
–Bueno, ¿ves? Con la felicidad, es lo mismo. ¿Si no existieran los momentos amargos, cómo podrías darte cuenta cuándo estás viviendo un momento grato? ¿No sería muy aburrido?
–Mjm... me parece que sí, ahora que lo decís.
–Entonces la vida nos pone por delante, a veces, a los fantasmas y las máscaras, para que nos hagan reflexionar y darnos cuenta qué es la alegría y qué la tristeza, ¿te das cuenta?
–Mjm...
(...)
–Papi...
–Sí, mi vida... ¿qué pasa?
–Abrazame más fuerte... Porque, ¿sabés? Cuando vos me abrazás, los fantasmas se van y no veo esas máscaras.
–Vení, Princesita. Metete acá, entre mis brazos, que vamos a espantar a esos fantasmas...
(...)
–¿Querés que te cuente un secreto?
–Shi, dale.
–Cuando yo era chico, en casa de uno de mis tíos, hermanos de mi mamá –el que te conté que tenía un hotel en Carlos Paz–, había unas máscaras como éstas, hechas en relieve en el living. Y cada vez que tenía que pasar por ahí, me daban miedo. Hasta que un día, se lo conté a mi abuelo, y el sonrió y me abrazó como yo te abrazo ahora y me dijo: “Vamos, vení conmigo que te voy a mostrar algo”.
–¿Y qué te mostró?
–Primero, que las máscaras eran de yeso. Después, me explicó esto de los griegos, ¿ves? Me dijo –y todavía me acuerdo–, que los griegos hacían eso, precisamente, para exorcizar los miedos en tiempos tan difíciles, porque no sabían todo lo que sabemos nosotros ni tenían todos los recursos que tenemos nosotros. También me dijo otra cosa...
–¿Qué te dijo?
–Que sirven para crecer, para darse cuenta que ser valiente no significa no tener miedo, sino tenerlo y vencerlo, Loli. Y que mejor que estar solo, es saber que alguien está ahí, respaldándote, aunque al miedo uno tenga que vencerlo solo.
–Papi...
–¿Qué, Loli?
–¿Me ayudás a darle patadones en el culo a los fantasmas?

El Profesor