Los chinos tienen una considerable cantidad de proverbios. Imagino que se debe a que son, posiblemente, la más antigua civilización de la historia de la humanidad que haya llegado hasta nuestros días, y esos proverbios son producto de la paciente observación de los fenómenos naturales y del comportamiento del hombre.
Uno de ellos –que viene a cuento–, dice: “Si el caballo del señor Wong se escapó, quizás no es tan malo”. Traducido a la idiosincrasia occidental quiere decir, más o menos: “no hay mal que por bien no venga”.
Parece ser cierto –según lo he comprobado durante mi vida–, que alegrías y tristezas, salud y enfermedad, éxitos y fracasos, vienen por parejas.
Eso es lo que rescato de aquella noche de pesadilla que empezó en esta habitación, que quedó tal cual como la ven cuando con Lolita salimos, un caluroso once de diciembre, a la ceremonia de entrega de diplomas de graduación, después de haber pasado nuestro primer día juntos.
Yo había llegado por la mañana y Loli, como cada vez que nos encontramos, me esperaba en la terminal con su bolsito, donde llevaba su ropa y su uniforme del colegio. El que usaría por última vez esa noche, cuando le entregaran el diploma y llevara, por última vez la banda azul y blanca de abanderada. El más alto honor que se le puede dar a un estudiante, el de portar la bandera nacional de ceremonias.
Lolita, cabe aclararlo, no recibía cualquier diploma. El de ella tenía doble significado, porque era el diploma a la excelencia en sus estudios –durante toda su educación primaria y secundaria–, que le valió ser uno de los más altos promedios de su provincia, razón por la cual le fue entregado un premio en dinero entregado por la gobernación, además de la mención de honor por sus calificaciones.
Lolita fue –y sigue siendo–, una alumna aplicada, dedicada, concienzuda, tenaz, creativa y ávida de conocimiento. De manera que sus padres no sólo que no tuvieron que preocuparse por sus estudios –Lolita se aplicaba sin que se lo exigieran–, sino que deberían haberse sentido dichosos de tener una hija como ella. En especial, su madre.
Claro que, como decía el tío Kant, entre el “debo”, el “puedo” y el “quiero”, a veces hay un abismo.
Como sea, iba diciendo que ese primer día, y hasta que llegó la hora de bañarnos y cambiarnos para ir a la ceremonia, estuvimos en esa habitación de hotel haciéndonos arrumacos de todo tipo y color. Su papá –con quien hasta ese día no nos habíamos entendido como en la actualidad– sabía que íbamos a estar juntos porque yo mismo se lo había anunciado, y estaba al tanto que del hotel nos íbamos directo al salón donde se celebraría la ceremonia y luego, para festejar el evento, Lolita volvería a cambiarse (había traído ropa especial para la ocasión que se cuidó muy bien de mostrarme, con esa vitalidad que la caracteriza, entre arrumaco y arrumaco) para irnos juntos a cenar a un lugar especial. Ése era su deseo. No tenía otra ilusión que la de cenar conmigo en esa última noche de alumna secundaria y yo, por supuesto, estaba dispuesto a complacerla.
Debo pedirle a todos quienes siguen nuestra historia que, en este caso, tengan paciencia porque no voy a contar toda la historia en un solo post. Serán varios, no sé cuantos, y por lo menos por dos razones.
La primera, es para que el post no termine siendo tan extenso que aburra. Y no queremos que se aburran.
La segunda, porque recordar aquella noche no es ni fácil ni grato. Aunque, por eso de que “no hay mal que por bien no venga”, desde esa noche nuestra vida comenzó a tomar otro rumbo y las circunstancias se ordenaron de otra manera.
Lolita les dio un anticipo –visto desde su óptica y sus vivencias–, en su post “Noche de Pesadilla” y por tanto consideré apropiado llamar de la misma forma a esta historia, pero numerando los episodios, para darles algún orden.

Dejo aquí, entonces, en el momento en que la habitación quedó tal como ustedes la ven (todavía hoy me pregunto cuál fue la razón que impulsó a Lolita a tomar una foto de la cama esa noche) y nosotros salimos bañados y perfumados, con toda la vitalidad que da un día dedicado al amor y toda las ilusiones que se despiertan ante un evento semejante, hacia el lugar donde tendría lugar la ceremonia de entrega de diplomas.
Lolita me había entregado la máquina de fotos, porque yo quería fotografiarla con la banda cruzada sobre el pecho y con el uniforme de verano del colegio y –detalle importante, que tendrá su razón de ser más adelante–, habiendo olvidado por las efusividades del primer día, comprar pilas nuevas y una tarjeta para cargar el teléfono celular de Loli.
Paramos un taxi en la puerta del hotel y allá fuimos.
Sin imaginar siquiera qué nos esperaba.
El Profesor
Foto: by Lolita