–Te noto y te siento tranquilo, mi amor.
–Estoy tranquilo, Loli.
–¡Qué bueno! Me tranquiliza sentir que estás tan sereno.
–No te inquietes, mi vida. Todo va a salir bien, ¿sabés?
–Shi...
–No tengas miedo, por favor.
–No, mi amor.
–Tu angelito me va a cuidar, ¿lo sabías?
–Shi...
–Besitos, Princesita. Hasta dentro de un rato... –le dije, sabiendo que del otro lado del teléfono, Loli estaba muy angustiada.
Más o menos así fue la última conversación telefónica que tuvimos con Lolita, antes de salir para la clínica acompañado por el menor de mis hijos varones.
No podía hacer nada por ella. Del mismo modo que yo tenía que pasar por esta prueba, ella tenía que pasar por la suya. Porque la vida, de manera invariable y a lo largo de nuestra existencia, nos somete a todo tipo de pruebas.
Toda esta historia de la operación empezó hace poco más de un año cuando, estando con Loli en una situación “comprometida”, sentí que me faltaba el aire y que me dolía el pecho.
Disimulé y no dije nada en ese momento pero, a mi regreso, decidí consultar a mi médico clínico, que me hizo hacer una pila de análisis y me derivó por un lado a un cardiólogo y por otro a un especialista en vías respiratorias, quien a su vez me derivó a un cirujano.
El diagnóstico de todos los médicos fue concordante y coincidente: pese a tener una salud de hierro, la obstrucción en las vías aéreas superiores –producto de una desviación genética del tabique, pólipos, el saldo años de resfríos, gripes y sinusitis crónicas y el tabaquismo–, estaba ahí y había que darle una solución antes que el cuadro empeorara y pudiera devenir en problemas coronarios.
Gracias a Dios y a la vida, he tenido buena salud pese a las vicisitudes de este mundo que me tocó en suerte. Mis análisis son el reflejo de la vida sana que llevo y que se reduce, en esencia, al hecho de hacer todos los días lo que quiero y, lo que es más importante, en querer todos los días lo que hago. A cuidarme en las comidas, a dormir plácidamente el sueño de los justos (lo que en una palabra significa desmayarme hasta la hora de despertar) y –creo firmemente en ello–, en haber depositado mi interés en los afectos antes que en las cosas.
Y también a desplegar toda mi capacidad de amar, que en algún momento estaba aletargada.
Así estaba, adormecida y en vida latente, hasta el momento en que Lolita y yo nos cruzamos en un punto de encuentro de nuestras mutuas existencias. Ella, con sus pocos años y su portentosa capacidad de amar y sus sentimientos puros, me persuadió que valía la pena intentarlo una vez más.
Volviendo al trance, la noche anterior a la internación la dediqué a terminar los trabajos pendientes, a poner en orden mis asuntos y mi ropa y a hacer un balance de mi vida hasta ese momento y, buscando ser honesto conmigo mismo, sentí la indescriptible satisfacción de tener la certeza que si en estos años de vida hubo veces en las que mis actitudes tuvieron consecuencias adversas en terceras personas, fueron producto de la equivocación por el simple y a la vez complejo hecho de ser humano. Si alguna vez hice mal, no fue con la manifiesta intención de hacer daño.
No creo haber sido ni el mejor esposo, ni el mejor marido ni el mejor padre. En todo caso, siento que fui el mejor que pude ser. Porque, en definitiva, a eso se reduce la ecuación: a ser lo mejor que uno puede ser. A tomar la mejor decisión que beneficie a todos y a optar entre el mal mayor y el mal menor.
Que de eso va la vida, vamos.
A decir verdad, la operación no fue en ningún momento motivo de inquietud. Lo único que me producía algún grado de incertidumbre, era la anestesia.
Ahora sé por qué.
Es una extraña sensación de vacío, de inexistencia. Que yo recuerde, no pasó más de un segundo y, sin embargo, la operación duró poco más de tres horas. Tiempo que no registro, que no pasó, que nunca existió para mí, y durante el cual estuve acunado en brazos de la ciencia moderna, pero ausente del mundo. Se me ocurre que la anestesia es una metáfora de la muerte.
Como sea, todo salió bien.
Al día siguiente me dieron el alta. Al siguiente me quitaron los tapones de la nariz y aquí estoy, estrenando unas “turbinas” nuevas. Experimentando la extraña sensación de percibir olores que había olvidado y el sentido del gusto, que se me había atrofiado.
Ahora, me enfrento a otro desafío: dejar de fumar.
Necesito divorciarme del cigarrillo, sin necesidad de transformarme en uno de esos renegados que, porque dejaron ellos lo dejaron, levantan el dedo acusador para amonestar a todos aquellos que no pueden abandonar ese hábito tan nocivo y, como si fuera poco, además, pontifican.
Cada vez que me asalta la oleada de deseo, pienso en Lolita y en nuestra vida en un futuro inmediato y un poco más allá y aguanto una hora más, medio día más... un día más.
No es fácil. Claro que nadie nos dio garantías que todo nos sería fácil en esta vida.
Así que hoy, después de reponerme, vuelvo a escribir para darles las gracias a todos los que, en los comentarios, dejaron su palabra de aliento y sus buenos deseos para que pasara con bien la prueba que significó para mí esta operación, la primera –y anhelo que sea la última– de toda mi vida.
Para ustedes, mi gratitud.
El Profesor