Mostrando entradas con la etiqueta Problemas. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Problemas. Mostrar todas las entradas

sábado, 25 de septiembre de 2010

Diario de Lolita: La fuerza del amor

El tiempo pasaba. Nuestro amor crecía. Mi pasión se desbordaba. Mi corazón se aceleraba y me emocionaba con sólo escuchar su voz en el teléfono... En nuestras románticas conversaciones yo había pasado de decirle que lo quería a manifestarle que lo amaba con toda mi alma y como a nadie en el mundo, y recuerdo que él me contestaba: “No podés amarme, si todavía no me conocés, Frutillita”. Pero mi corazón no me engañaba. Ya había empezado a amarlo sin siquiera haberlo visto.

Nuestras charlas telefónicas duraban horas, durante las que nos contábamos tantas cosas. Se había convertido en mi confidente. Sentía que con él podía hablar de todo, sin excepción. Mi amorcito se había ganado mi confianza. En él había encontrado a un amigo verdadero, a un papá comprensivo y cariñoso, a un hombre ideal para pareja que, lamentablemente, yo no encontraba entre los adolescentes de mi edad. El Profe había entrado en mi vida y, desde ese preciso instante, aparecía en todas las ensoñaciones que me asaltaban dormida y despierta. Me pasaba horas imaginando la vida al lado suyo, el poder irme a vivir con él, el ser su mujercita para siempre...

Luego de una interminable espera que padecí día tras día, por fin puso fecha para viajar y cumpliría con su promesa. Recuerdo que los días anteriores, estaba muy nerviosa por saber que por fin lo conocería. Estas ansias hacían que lo llamara todo el tiempo para decirle una y otra vez cuánto lo amaba y las ganas que tenía de estar a su lado. Quería que me repitiera una y otra vez qué me haría cuando estuviéramos a solas y de qué forma me amaría, para poder así dar rienda suelta a mi imaginación, a ese erotismo adolescente que me había despertado y que con tanto cuidado y ternura me había enseñado a reconocer y aceptar.

Para poder hacer realidad mi sueño de estar con él, necesitaba un plan perfecto para inventar en mi casa y poder estar así la mayor cantidad de horas disfrutando a su lado.

Necesitaba disimular mi excitación y la ansiedad que me asaltaba de estar por vez primera a solas y a merced de un hombre que me generaba imágenes deliciosas en el cerebro, sensaciones excitantes en el cuerpo y me despertaba las emociones más intensas que jamás había anhelado experimentar. Y ese no era un problema menor, porque mi papá ya había descubierto que entre El Profe y yo pasaba algo que, como es lógico suponer, lo inquietaba, lo desequilibraba y lo asustaba al punto del colapso nervioso.

Por momentos, tanto El Profe como yo, sentíamos que nuestro romance era muy difícil, que teníamos el mundo en contra, que se nos hacía imposible... Pero al recordar nuestros mejores momentos, la arrebatada emoción que nos embargaba de estar el uno con el otro, nos daba fuerzas y seguíamos luchando para seguir adelante juntos.

Fue durante esos meses que aprendí que esa fuerza tan poderosa que es el amor engrandece, une, alegra, restaña, libera, fortalece, embriaga, consume, obsesiona y hasta trasciende los límites del bien y del mal. El amor se salta todas las barreras de la sensatez y, a los empujones, nos lleva a cometer cualquier desatino. De esos que trastocan y modifican, de un día para el otro, el rumbo de nuestra existencia

Nosotros estábamos a punto de cometer uno, y de los grandes.



Lolita



domingo, 12 de abril de 2009

Noche de pesadilla V

–Y ahora, voy a llamar a la policía –dijo, y comenzó a mover los dedos en el teclado del teléfono celular.
Por lo que ví, alterada como estaba, se equivocó y tuvo que cancelar la llamada y volver a intentarlo. Estaba tan nerviosa que no se daba cuenta que se equivocaba porque tenía la cartera debajo del brazo, en una mano la cámara de fotos y en la otra el celular. Estaba enceguecida.
“Tenés que hacer algo, y tenés que hacerlo ya”, me susurró esa voz calma, fría, desapasionada que me habla en la cabeza en los momentos difíciles.
“¿Y si le tiro la cámara al suelo de un manotón?”, le pregunté a la voz.
“¿Serviría de algo además de que parezca, ante los ojos de todos los curiosos, que intentaste agredirla? No, no. Me parece que no es esa la solución”, me respondió la voz.
Transcurrieron algunos segundos –que a mí me parecieron horas–, durante los cuales evalué todas las posibilidades, hasta que la voz en mi cabeza dijo: “Y si a la cuarta vez de intentarlo consigue llamar a la emergencia policial”.
Quizás quienes lean este relato no crean que en ese momento, al evaluar las posibilidades, no estaba pensando en mí. En lo que podía pasar conmigo si se hacía presente la policía.
No. A decir verdad, pensaba en lo que podía pasar primero con Lolita y luego con ambos. En el sufrimiento que iba a ser para ella verse sometida a un interrogatorio policial y a las consecuencias judiciales para ella, para nosotros y para mí.
Soy una persona con estudios y, además, conozco la ley y la Constitución, por más que alguien de quienes leen, sonría con ironía. Sé que a cada derecho se contrapone una obligación, que es lo único que nos da autoridad para protestar ante los abusos de cualquier tipo de autoridad.
En ese momento me acordé de la figura del estupro, que no era nuestro caso. A lo sumo, podía tratarse de una contravención, con consecuencias para el hotel, por haber aceptado que una menor de edad –por dos meses y veintiséis días, pero menor al fin–, compartiera la habitación con un hombre que no hubiera acreditado ningún tipo de parentezco con ella. Tampoco era justo que el hotel tuviera que pasar por una situación semejante.
Todo esto, como lo mencioné, lo pensé en pocos segundos y la decisión la tomó la voz en mi cabeza que me sugirió:
“Tenés que distraerla... sacarla de quicio para que se olvide de llamar a la policía”. Nada más acertado. Pero, ¿cómo hacerlo sin que todos los testigos de la vereda se dieran cuenta?
“Todos están mirándolos a ustedes, eh? ¿Se le ocurrirá a alguno mirarles los pies”, volvió a preguntar la voz, y ya supe qué hacer.
Le miré los pies, calzados con esas sandalias de modelo antiguo que se venden en las zapaterías para señoras de entrada edad y enfundados en esas patéticas medias de nylon hechas para abuelas que usan sandalias, y avancé tres pasos hacia ella, aprovechando que estaba concentrada en volver a marcar el número de la emergencia policial.
Y la pisé.
No le deposité mi pie encima con saña y al punto de dejarle marcas que podían usarse en mi contra y constituir lesiones, aunque admito que no fue porque me faltaran ganas de fracturarle el empeine y, de paso, partirle la nariz de un golpe. Lo único que hice, con los zapatos nuevos que había comprado para la fiesta de graduación de Lolita, fue pisarle apenas el dedo gordo. Un toquecito, nomás.
Fue suficiente.
¡Ay, Dios! ¡Cómo reaccionó!
Se tiró hacia atrás al darse cuenta que estaba a escasos centímetros de ella, se miró el pie, dejó de prestarle atención al teléfono e hizo un acto de prestidigitación porque de pronto la máquina de fotos no estuvo en su mano izquierda, que agarró el teléfono y la derecha fue derecho a mi mejilla, en una parodia de cachetazo –juro que sentí que me pegaba con miedo a las eventuales represalias–, que todos los curiosos que se habían agolpado vieron. Yo diría que me pegó, pero con reservas.
–¿Qué hace señora? ¡Usted es una insana! –exclamé. No iba a dejar pasar la oportunidad de dejarla expuesta.
–¡Eso, doña! ¿Por qué le pega al hombre? –se escuchó la voz de uno de los espectadores.
Tal como me había sugerido la voz, todos parecían estar mirándonos de la cintura para arriba. Todos vieron el cachetazo, pero ninguno vio el pisotón.
Excepto la hermana menor de Loli, que estaba casi a una cuadra de distancia. ¡Mirá vos! Me pregunto a qué punto esta mujer tiene poder de sugestión y de manipulación, que consigue que una adolescente histérica asegure que, estando a casi una cuadra de distancia, tonta como es para casi todos los otros aspectos de la vida (bracketts incluidos), pudo ver cómo yo le pisaba el pie a la madre, cuando los testigos que estaban casi junto a nosotros ni siquiera lo advirtieron.
Como sea, dio resultado.
Por un momento se olvidó del teléfono.
“Ahora es cuando tenés que acorralarla. NO la dejes reaccionar”, dijo la voz en mi cabeza.
–¿Sabe, señora? –le dije, con ese tono persuasivo que me reconozco y que me es muy útil–. Mejor que tenga buenos abogados... porque acaba de ganarse usted la que será su peor pesadilla.
Retrocedió. Estaba asustada. Más que asustada, aterrorizada.
–¡Me voy a llevar a mi hija! –gritó, al borde de la histeria–. El padre está en el coche ahí –señaló con la mano hacia mis espaldas.
–Yo no voy –dijo Lolita.
–¡Me voy a llevar a MI HIJA! –insistió, con la insistencia que parece ser exclusiva de los lunáticos peligrosos y los esquizofrénicos paranoides.
–Sí, Loli... vas a tener que ir con ella –dije.
Lolita me miró, como si la hubiera traicionado. Me dolió, pero junté fuerzas y me acerqué a ella, puse mis manos en la parte alta de sus brazos y mi cara a escasos centímetros de la suya, para que la bruja no escuchara y la miré a los ojos. Los ojos no engañan y Lolita lo sabía.
–Por favor, confiá en mí... Aunque no me gusta y no quiero, si no querés tener complicaciones y no querés traérmelas a mí, tenés que ir con ella –susurré en su oído–. Lo dice la ley.
Ley. Eso es lo que faltaba en esa familia. Un padre que pusiera los límites de la ley, parándole las patas a la lunática que, sin sospecharlo, se había agenciado como esposa.

–¡Me la voy A LLEVAR! –gruñó, como un demonio encolerizado, la cara desfigurada por la maldad y como si estuviera refiriéndose a un trofeo, y no a una hija.
¿Nunca vieron de frente el rostro de la perversidad? Los ojos saliéndose de las órbitas, los rasgos deformados, el cabello electrizado, masticando las palabras y creo que hasta con espuma en la boca.

–Vas a tener que ser fuerte, mi vida –agregué–. Y, por favor, decí la verdad. No te preocupes por lo que pueda pasarme a mí. Vos, decí la verdad –le pedí.
En ese momento tuve la certeza, aunque me lo había imaginado, cómo hizo la madre para conseguir la dirección del hotel en el que estábamos: se lo dio el papá de Lolita, que le tenía tanto miedo que era incapaz de intervenir.
“Era”, escribí. Hasta esa noche. Después –quizás por lo que ocurrió–, las cosas cambiaron.
–¡Y a usted lo voy a denunciar por corrupción de menores! –gritó.
–Bueno... adelante... hágalo –la incité, sabiendo dónde tocar para provocar una reacción que se le volvería en contra–. Pero mejor que sepa muy bien lo que hace porque cuando mis abogados la demanden por falsa denuncia, mejor que esté preparada.
–¡Yo no le tengo miedo! –gruñó, como una hiena acorralada, tratando de convencerse que lo que decía era cierto–. ¡ESTE es al único al que le tengo miedo! –dijo, metiendo la mano en el escote de esa blusa de vieja que llevaba y sacando un crucifijo, como una patética parodia de Van Helsing enfrentando a Drácula antes del amanecer.
–Ya lo va a tener... cuando tenga que pagar con su casa, con su sueldo y con sus bienes... ya lo va a tener –le susurré, sabiendo que le estaba metiendo una pelotita en la cabeza que iba a empezar a rebotar y a rebotar y a rebotar... hasta conseguir la reacción en cadena que la llevara a la masa crítica. Sabiendo que le estaba pegando donde más le dolía: en la codicia.
–Andá, Loli... por favor –le dije, apretándole la mano para traspasarle parte de mi fuerza porque, aunque hubiese querido estar en su lugar para que ella no sufriera, no era posible.
–Y usted –le dije a la perversa, mirándola a los ojos–, recuerde: desde hoy, cuando tenga una pesadilla que la despierte en medio de la noche, acuérdese que soy yo...
¡Pum! ¡Justo en el blanco! Sé que la pelotita empezó a rebotar y rebotar hasta explotar. Y a tal punto que hasta el día de hoy sigue repitiendo una y otra vez que no me tiene miedo, tratando de mentalizarse, pero vive aterrorizada. Se lo tiene merecido.
Me quedé mirando cómo se iban caminando por esa calle que no voy a olvidar, en esa noche tórrida de diciembre, hasta que subieron al coche del padre y después entré al hotel y subí a la habitación a esperar.
Recuerdo haber preparado el bolso de Loli, acomodando todas sus cosas como me fue posible.
Después, encendí el televisor y no sé para qué, porque ni siquiera miraba la pantalla. Trataba de imaginar qué estaba sucediendo en aquel momento, qué nuevo padecimiento le tenía preparado a Lolita esa mujer que dice ser su madre, mientras me fumaba un cigarrillo tras otro y sentía la opresión de la angustia en la boca del estómago. Lo que ocurrió y que yo no presencié, pueden leerlo en el relato de Lolita.
Confieso que no imaginé que podía ser tan cruel, tan depravada y perversa, al punto de pretender que la justicia encerrara a su hija en un instituto para menores.
Agotado como estaba por el viaje, el día y los acontecimientos, en algún momento me adormilé. Hasta que me despertó el “¡Ring-ring-ring!” del teléfono, casi a las tres de la madrugada.
–Hola... –dije.
–Hola, Papi... –Lolita.
–¡Mi niña! ¿Adónde estás? ¿Qué pasó?
–Tranquilo, Papi. Estoy en mi casa, con mi papá... el sabe que estoy llamándote... Estoy bien... Mañana a la mañana nos encontramos para tomar el desayuno y te cuento...
–Pero, Loli, ¿en serio estás bien?
–Sí, sí... No te angusties, por favor. Mañana hablamos. Esperame a las ocho en el lugar donde tomamos el desayuno todos los días, ¿sí?
–Sí, Princesita... ¿Seguro que estás bien?
–Sí... mañana hablamos –dijo, y se cortó la comunicación.
Al otro día, mientras tomábamos el desayuno, la primera comida en casi veinticuatro horas, me enteré de todo lo que tuvo que pasar Lolita en aquella noche de pesadilla, y que la madre, ansiosa de venganza, y a las dos de la madrugada, insistió que la llevaran hasta la dependencia policial más cercana, donde levantó un acta por “amenazas” y por haberle pisado un pie. Acta que, como suele suceder en esos casos, fue a parar al “Inspector Al Cesto”, es decir, al tacho de basura, por inconsistente.
Resultado: no pasó nada.
Ni Lolita fue a un Instituto Para Adolescentes Descarriados ni yo tuve que enfrentar un juicio por amenazas, lesiones, corrupción de menores, estupro, violación o cualquier tipo de fantasía sexual que haya pasado por la cabeza de esa mujer.
Porque ese es el punto. Sólo puede ser tan indigno de atribuirle a los demás e imaginar tantas perversiones, quien tiene el alma sucia y la psiquis enferma.
Y las cosas cambiaron.
Comencé este relato –que no me fue fácil ni grato escribir–, haciendo alusión al viejo proverbio chino que nosotros, en Occidente, interpretamos como: “No hay mal que por bien no venga”. Nada más apropiado. Mañana, en la reflexión final, voy a explicar porqué.

El Profesor

Foto: © José Manchado

sábado, 11 de abril de 2009

Noche de pesadilla IV

Cuando bajamos del ascensor, la vi. Estaba parada del lado de adentro de la recepción del hotel. En la cara, una mueca extraña que era como esa mezcla de amargura rancia y disfrute malsano de los perversos, cuando están a punto de salirse con la suya y hacer un estropicio de esos que salen en la tapa de los diarios.
Tomé a Lolis de un brazo y la puse detrás de mí. Si tenía que ocurrir algo, que fuera conmigo, no con ella.
Acá debo hacer un paréntesis y explicar algo: yo comprendo que para una madre, ver a su hija con un hombre mayor, muy mayor, es un golpe duro. Puedo entender que una madre puede sufrir por eso, porque espera que su hija tenga una vida normal –si hay que llamarla de alguna forma–, viviendo sus etapas a su debido tiempo y con la que, se supone, es su compañía “natural”, es decir, con chicos de la propia edad.
Puedo, si me esfuerzo, hasta llegar a ponerme bastante cerca (es imposible ponerse en el lugar del otro) del lugar de madre que imagina
–aunque no lo sepa y tampoco sea así–, que un tipo grande se está aprovechando de su hija y entonces reaccione de manera espontánea y con violencia, creyendo que está defendiendo a su hija de un mal que, dada su corta edad, no tiene ni idea que pueden estar haciéndole.
Pero no es el caso de la madre de Lolita. Ése es el sutil detalle.
La madre de Lolita –y no fue desde que yo aparecí en escena–, se dedicó a estropearle de manera sistemática la vida a su hija (en realidad se la estropeó a toda la familia), con el convencimiento delirante propio de esas personas que se escudan en el fanatismo religioso para justificar cualquier barrabasada que le haga a sus semejantes.
Si esa noche hubiera sido la primera noticia que tenía de mi persona, bueno, vaya y pase. Es sensato que reaccionara así. Pero no es el caso.
Ella sabía –porque Loli, en su ingenuidad y creyendo que la madre la iba a comprender–, no sólo le había contado quien era yo, sino lo que sentía por mí. Le había hablado de mí, de la relación y hasta le había mostrado fotos, porque la madre se lo había pedido. De hecho, ya me conocía desde la noche de la fiesta de graduación.
–¡Ay! Pero ese hombre es más para mí que para vos –le había dicho, el día que Lolita le mostró la foto mía que lleva en su celular. Ella me contó que en ese momento, sintió que lo decía con envidia. Y Lolita es joven, pero eso no quiere decir que no sea perceptiva y que sea tonta. Además, conoce lo suficiente a su madre como para interpretar lo que dice y cómo lo dice.
El mes anterior –como Lolita lo mencionó en una respuesta a los comentarios–, la madre había hecho todo lo posible por estropearle la fiesta de fin de curso, haciendo que toda la familia en pleno me tratara con extrema grosería cuando los fui a saludar a la mesa del salón de fiestas, después de haberle prometido a ella que iban a recibirme y pese a que yo tomé la decisión de no cenar con ellos –como a Loli le hubiera gustado–, para no correr el menor riesgo de hacerlos sentir incómodos.
Lo que quiero significar es esto: es comprensible que toda una familia vea mal, piense y sienta que no es lo mejor para su hija que su primera relación se trate de una pareja tan “despareja”, y se oponga con tenacidad.
Pero lo que ni es comprensible y menos aún justificable, es hacerla ilusionar con promesas de actitudes de comprensión que, después, resultan ser lo contrario a lo prometido y, peor aún, llevadas a cabo con premeditación y alevosía.
Como decía, entonces, puse a Lolita detrás de mí y, sabiendo que iba a tener que ser muy duro, me acerqué resueltamente a esa mujer resentida, cruel, mesiánica e hipócrita con paso firme y sin vacilar.
–Del lado de afuera, señora –fue lo único que le dije, haciendo un gesto despectivo con mi mano, lo admito. Uno de esos gestos arrogantes con los que se espanta a los indeseables. ¿Lo hice adrede? Sí, claro. Con total conciencia de que la altivez era la única forma de tratar a una mujer tan... peligrosa.
Peligrosa, sí. Tal como lo escribo, y no me refiero a que se trata de alguien que sea capaz de ejercer violencia (aunque debo decir que me equivoqué al evaluarla), sino ese tipo de seres que se esconden debajo de una fachada de respetabilidad, de falsa piedad y de bondad, pero son capaces de clavarte un puñal por la espalda y retorcértelo para que te duela y, además, disfrutar del momento.

De un demonio escondido detrás de la máscara de una virgen. Esa es la imagen que se me aparece cuando recuerdo ese rostro y no sé por qué lo asocio con la cara de un inquisidor, convencido de que Dios le dio el poder de llevar al potro de tormentos o a la hoguera a otro ser humano para hacerlo expiar sus culpas. Claro que por lo general son tan arteros y malévolos, como cobardes. Son los que atacan por la espalda. Los que deslizan la palabra insidiosa. Los que siembran la desconfianza y cargan de culpa a sus semejantes o hacen algo siempre que tengan un auditorio al que confundir, para poder argumentar después que ellos no hicieron nada, que no son los agresores sino las víctimas.
Como esta mujer ya había tenido un cruce de palabras telefónico conmigo –al día siguiente del incidente de la fiesta de graduación de Loli–, y había comprobado que yo no era como todos aquellos a quienes podía manipular, me tenía miedo. No me agrada ni me regocija que una persona me tema, prefiero ganarme el respeto de mis semejantes. Pero con alguien así, me tranquiliza saber que me tiene el suficiente miedo como para mantenerse a prudencial distancia de mi persona y, en lo posible, no cruzarse en mi camino.
–Del lado de afuera, señora –le había dicho, y no tuve que repetirlo. Si no me había escuchado, el gesto, sumado a la expresión de mi rostro, fue por demás elocuente, porque manoteó y abrió la puerta de blindex y salió, retrocediendo hacia la vereda sobre sus pasos, sin darme la espalda y ya no tan segura de su poder. Se lo leí en los ojos.
Esa noche de diciembre, pasar del ambiente climatizado del hotel a la calle, era como recibir un halo caliente proveniente del infierno, aunque parezca exagerado. Si recurro a esta imagen, es porque fue la sensación que tuve: de buenas a primeras, haber entrado por la puerta grande en el averno.
–¿Qué pasa, mamá? –preguntó Lolita, asomándose de atrás de mi espalda.
–Vengo a llevarme a mi hija –dijo la mujer, dirigiéndose a mí.
Esa es una de las actitudes que más me enerva. La absoluta falta de respeto que tiene por la persona de su hija. Me habló a mí, como si Lolita no hubiera existido y ella no la hubiera escuchado.
No era la primera vez que lo hacía en mi presencia. Era lo que había intentado hacer por teléfono, cuando le corté el rostro y era lo que estaba acostumbrada a hacer con Lolita.
–¿Ah, sí? –le contesté, con ironía. Alguien como ella, sin idea de lo que es el sentido del humor, recibe la ironía como un cachetazo–. ¿Y por qué?
–Porque usted se la llevó...
–No, mamá. Él no me llevó, yo vine sola. Ya te lo dije.
–Es una menor y usted la está reteniendo... –empezó a argumentar.
–No, mamá. No me está reteniendo nada –insistió Lolita.
Como si no existiera, otra vez ignoraba la opinión, el deseo y las palabras de su hija, como si no se tratara de una persona, sino de un objeto.
–Es una menor y está en un hotel con un desconocido –volvió a la carga y levantando el tono de voz.
–Que yo vea, estamos en la vereda –le respondí, con una sonrisa sarcástica–. Y, que yo sepa, no le soy desconocido, al punto que estábamos por ir a cenar, y muy contenta que estaba su hija por la invitación.
–Es una menor y no sabe... –levantó dos decibeles más el tono de voz, y entonces sucedió lo que era de prever: empezaron a juntarse los curiosos.
–Pero mamá... ¿por qué hacés esto? ¿Por qué? –dijo Lolita, con la voz entrecortada. Me di cuenta que estaba esforzándose por contener el llanto.
–Usted se la llevó del acto y yo lo voy a denunciar por corruptor de menores –siguió, con su discurso mesiánico, ya fuera de sí.
–¡Mamá! ¿Qué decís? –Lolita estaba asustada. Yo lo sabía, pero no podía hacer nada más que interponerme entre ella y esa desquiciada mental que tenía delante.
–¡Y le voy a llevar las pruebas de que usted la tenía en un hotel a la policía! –siseó sus palabras inoculadas de ponzoña, antes de abrir la cartera y sacar una cámara de fotos digital, con la que me apuntó.
–¡Mamá! ¿Y vos decís que me querés? ¿Cómo podés decir que me querés y hacer esto? –en esas preguntas tan simples, tan de sentido común (si me quedaba algún rastro de duda acerca de la personalidad maníaca de esa mujer), encontré la certidumbre.
Me ha pasado en otros momentos difíciles de mi vida, que ante situaciones límite no pierdo la calma y pienso con absoluta frialdad. De modo que, en ese momento, me desplacé un poco hacia el bordillo, muy cerca de la calle, de tal manera que tenía como fondo la vereda de enfrente y no la entrada del hotel. También di dos o tres pasos hacia la mujer, que retrocedió (es loca pero no estúpida), con lo que conseguí alejarme más de la entrada. Y al mismo tiempo corrí a Lolita hacia atrás y del lado de la pared, para que sólo me enfocara a mí.
Si iba a usar las fotos como prueba, iba a aparecer la figura de un hombre solo con el fondo de una calle vacía.
En ese momento, disparó la primera foto.
Y la segunda, y la tercera, y una cuarta. No sé cuántas fotos mías sacó ni qué habrá sido de esas fotos, no me importa. Quizás, como sugirió una lectora, las usa como fetiche. El hecho es que las fotos no me inquietaban.
Lo que sí me alarmó fue lo que dijo a continuación, después de meter otra vez la mano en la cartera y sacar el teléfono celular. En ese momento caí en la cuenta del porqué de esa sonrisa mordaz, esa mueca de payaso siniestro que me regaló en el aula magna cuando se dio vuelta para mirarme.
–Y ahora, voy a llamar a la policía.

El Profesor


Foto: © José Manchado

viernes, 10 de abril de 2009

Noche de pesadilla III

El teléfono celular sin crédito.
¿Habrá sido a consecuencia que Lolita se olvidó de avisarme que no tenía más crédito? O es que, de todos modos, iba a suceder lo que tenía que suceder?
Creo que, a esta altura de las circunstancias, el teléfono es sólo un símbolo de esa noche.
Como la cámara digital, que dejó de funcionar por tener las pilas agotadas, justo cuando tenía que sacarle fotos a Lolis, que bajaba hacia el escenario junto con sus compañeros, para entregar la banda argentina al próximo abanderado. ¡Y no le pude sacar ni una foto!

Un momento antes que comenzara el acto, apareció el papá de Loli que me miró y me hizo una mueca que quiso parecerse a un saludo. Lo comprendo, estaba al lado de la ex mujer, a la que hasta ese día, como todos, le tenía miedo.
Suele suceder, en las familias disfuncionales (y esto no es un juicio de valor sino un diagnóstico hecho por una profesional en el tema), que todos siguen un juego perverso aunque a veces se quieren salir de él, y no saben porqué lo juegan.
Como sea, en el momento de la entrega de los diplomas, la madre de Lolis bajó hasta la primera fila, haciendo aspaviento, sacándole fotos a su “hijita querida”, y aprovechó para cotillear con algunas de las monjas y las profesoras. Es su método: el secreto. Que ninguno sepa qué le dice a uno y qué al otro. Más viejo que el mundo, su método, aunque es sabido que un día todo sale a la luz. Hoy me pregunto si no fue esa calurosa noche del 11 de diciembre que yo, sin proponérmelo, fui el que lo puse sobre el tapete.
Loli me había dicho que la esperara afuera, que iba a saludar a sus padres y a su hermana menor (la mayor no apareció, como era de esperarse) y a despedirse de ellos, para después ir a cambiarnos y salir a nuestra cena de homenaje.
Si debo ser honesto, me hubiera gustado –aún a costa de tener que pagar yo la cena–, que esa noche Loli cenara no sólo conmigo, sino también con sus padres y sus hermanas. Pero, dada la situación (que hasta ese momento era más bien conflictiva y tirante), ni siquiera me animé a sugerirlo.
Tal como me lo pidió, la esperé a un costado del edificio y de pronto apareció. Venía apurada y la noté algo nerviosa.
–Vamos, Papi... –me dijo.
–Loli...
–Vamos, vamos...
Y fuimos. Caminamos por el parque circundante hasta encontrar un taxi, y me llamó la atención que Lolita se diera vuelta para mirar, como si la estuvieran siguiendo, en varias oportunidades.
–Loli... ¿estás segura que no hay problemas? –le pregunté, una vez que estuvimos dentro del taxi, rumbo al hotel.
–No, no tranquilo...
Entonces, otra vez, ese ramalazo de precognición, de sentir que algo olía a podrido en Dinamarca.
–¿Te pasa algo, Papi? –me preguntó.
–Sí, tengo un mal presentimiento. Espero que sea sólo una sensación
–le dije, y la miré.
–¿Qué? –me preguntó, rehuyendo la mirada.
–A vos también te pasa algo... –dije, y no estaba haciendo una pregunta.
–Sí –me contestó. Siento un poco de...
–¿Qué pasó, Loli? ¿Qué dijo tu mamá cuando le dijiste que ibas a cenar conmigo? –conste que pregunté por la opinión de la madre, porque el padre sabía que íbamos a irnos y si hubiera sido por él, no hubiera pasado nada. Aunque le había sugerido a Loli que de la ceremonia se fueran a la casa y recién ahí se vistiera y se encontrara conmigo. Pero Lolita, cuando se le mete algo entre ceja y ceja, no entiende razones.
–Nada... les dije que me iba... –estaba diciendo, cuando sonó el celular. Y es en este punto, donde cobra trascendencia la falta de crédito.
Era un mensaje de texto de la madre, que le preguntaba adónde se había metido.
(¡Ay, Dios! ¡Loli!)
–¿Qué hago, Papi? –me preguntó, mirando la pantallita.
–Decile la verdad, que vamos a cenar... ¿qué tiene de malo?
–Bueno... –dijo, y comenzó a mover los deditos en ese teclado liliputiense a velocidad sorprendente. Y, cuando lo quiso enviar... ¡Zas!
–¡Uyyy, noooooooooo! –dijo Lolis–. ¡Se me acabó el crédito!
–¡Loli! ¿Vos sabías que no tenías más crédito? ¿Por qué no me dijiste?
–hay veces que me dan ganas de ponerla sobre mis rodillas y darle cachetes en la cola.
–Me olvidé, Papi... ¡Uyyy, noooo! –otro mensaje.
Y otro.
“Está furiosa, la señora”, pensé.
–Adonde encuentre un kiosco, por favor, pare que tenemos que comprar algo... –le dije al taxista.
Pero como suele suceder en esas situaciones, no apareció ningún kiosco, hasta que no llegamos a la esquina del hotel, donde había uno.
Mientras tanto, los mensajes de texto entraban uno tras otro. Y si no fue así, a mí me parecía que entraban uno tras otro, sin intermedios.
Le di el dinero a Lolita para que comprara la tarjeta y le pagué al taxista, mientras ella cargaba los créditos. Justo cuando había terminado y estaba a punto de escribir un mensaje, volvió a sonar el celular.
Pero esta vez, era un llamado.
–Holaaaa –dijo Loli.
(...)
–Sí, acá... me voy a cambiar y me voy a cenar... él me invitó... No, no. Si papá sabía... No...
(...)
–Pero... ¿por qué me hablás así? ¿Qué te pasa?
–Loli, ¿que ocurre..?
–Shhh... No... Yo no dije que me iba a ir con ustedes... Ya me estropeaste la noche de la fiesta de graduación, por favor esta noche no hagas lo mismo... ¡Pero mamá! ¡MAMÁ!
–Loli, ¿qué ocurre? –insistí, y me hizo una seña para que me callara.
La verdad, hoy no me acuerdo con precisión, pero sé que en un momento quise que me diera el teléfono a mí, porque yo ya había hablado en una oportunidad con esa mujer y le había parado las patas. Sabía que a mí no iba a amedrentarme con gritos ni histeriqueos. Pero Loli no me pasó el teléfono. Creo, que me hizo escuchar lo que la loca gritaba del otro lado del teléfono y le dije que le contestara que iba a cenar conmigo y ya. Que no había nada de malo en ello.
–Mirá, hacé lo que quieras. Yo, me voy a cenar con él porque me invitó y no estoy haciendo nada malo...
Y cortó la comunicación.
–Loli... Decime qué pasa –me puse serio. Y cuando me pongo serio, Loli sabe que tiene que empezar a hacer buena letra.
–¡No sabés las cosas que me dijo!
–Pero Loli, si no me explicás no entiendo.
–¿Cómo puede hacer esto en esta noche? ¿No está conforme con haberme estropeado la noche de la fiesta?
–Loli, tranquilizate... dale, vamos al hotel y me contás...
Creo que batimos el record de velocidad en llegar al hotel, y cuando llegamos a la habitación, me senté en el borde de la cama, la atraje hacia mí, la senté sobre mis rodillas y le dije:
–Bueno ahora, contame qué te dijo...
Loli tenía los ojos llenos de lágrimas y cuando le puse la mano en el pecho, el corazón le latía muy fuerte. Estaba asustada.
–Me dijo... me dijo...
–Tranquila, Loli. Tranquilizate, ordená las ideas y contame, ¿sí? Todo tiene solución... dale...
–Bueno, mientras me cambio te cuento –me dijo, un momento después, cuando se serenó.
Se paró y fue hasta el placard donde tenía su ropa colgada en una percha y la sacó.
–¿Viste que me mandó varios mensajes?
–Sí, ¿qué decían?
–Primero me preguntó adónde me había metido... Después me dijo que por qué me había ido, que me estaban esperando en la puerta. Después me escribió que...
Estaba en eso de enumerarme todo lo que la madre le había escrito, y a punto de contarme lo que le había dicho, cuando la interrumpió el “¡Ring ring ring!” del teléfono interno de la habitación.
Le hice una seña de que se quedara donde estaba y atendí yo.
–Dígame –atendí de la forma en que me sale cuando algo me pone de pésimo humor.
–Señor... perdone, pero acá hay una señora... Mengana... que pregunta por usted –sonaba nerviosa, la voz del encargado de la conserjería.
–Ya bajo –dije.
–¿Qué pasa, Papi? –preguntó Lolita, y se puso blanca como una hoja de papel.
–Está tu madre abajo, en la recepción... –contesté.
–¡Uyyy, noooooooo! –dijo ella.
–¡Uy, sí! –le contesté–. Vos quedate acá, que yo bajo.
Me di vuelta para abrir la puerta, cuando Lolita dijo:
–No, Papi. Yo bajo con vos.
–Loli, quedate acá...
–No. Estamos juntos en esto. En las buenas y en las malas... Yo, bajo con vos.
Bajamos juntos, a enfrentar lo que fuera que nos esperaba.

El Profesor