A ver, a ver, vamos a quitarle un poco de dramatismo al blog, antes que a los lectores les dé el bajón-mal –como lo llamamos con Lolita–, y se abstengan de leernos para no deprimirse.
La verdad, es que iba a relatar lo que pasó la noche de pesadilla visto desde mi lado, mientras esperaba que Lolita me diera una señal, porque me temía que debía estar pasándola muy mal. Pero mejor lo dejo para otra ocasión.
Hablando de noche, de oscuridad, y de crepúsculo, con Lolis tenemos una serie de anécdotas de la vida cotidiana que a veces, al recordarlas, nos provoca cierto grado de hilaridad pavota.
Para empezar por el principio, Lolita compra todos meses la revista “Seventeen” (con la que solemos descostillarnos de risa, tal como lo mencioné) y la leemos juntos entre una cosa y la otra... y no pregunten qué es “una cosa” y qué es “la otra”, porque no pienso decirlo.
Como sea, en esa revista, a la que yo catalogo como “La Cosmopolitan de las Lolitas”, hay una sección que, si recuerdo bien, se llama “¡Ops!” o "¡Ups!" o algo por el estilo, y trata de situaciones embarazosas, risueñas, ridículas o vergonzantes del tipo: “¡Ayyyyyy! ¡Y me miró justo cuando yo le estaba diciendo a María Pía que él me gustaba...!” o “Y entonces, cuando por fin salimos y estábamos tomando un helado, se me cayó en el pantalón y me quedé con el cucurucho en la mano!” Pavaditas, en una palabra.
Y, por favor, no interpreten que estoy menospreciando las vergüenzas adolescentes, porque yo también lo fui y, pese al paso del tiempo, aún me acuerdo de algunos momentos en los que la dignidad queda comprometida, como por ejemplo, el día ése que, saltando de piedra en piedra, haciéndome el canchero delante de mis amigas “paquetas” en Carlos Paz, se me escapó un ruidito emitido por salva sea la parte y las dos chicas empezaron a reírse de tal manera que no sé quién hizo peor papelón. Si ellas o yo. Porque el ruido a “¡Prrrrrr-pdffff!”, se escuchó y se fué, llevado por el viento, pero las manchas de humedad de ellas en los pantalones mojados por hacerse pis encima, les duraron hasta que llegamos de vuelta a nuestras respectivas casas. Je.
Bueno, pero no nos vayamos por las ramas que hoy no está Chita y Tarzán se desorienta en la selva como turco en la neblina.
Como Lolita les contó en anteriores disquisiciones, tengo una especial predisposición a la torpeza. Lo que quiere decir que en una confitería, de esas que tienen las mesas tan juntas que uno no puede ni moverse, soy capaz de quedarme trabado en el momento de querer salir y, si ella no me ayuda, también soy capaz de llevarme puesta la mesa de al lado con todo lo que está servido y a los que están sentados dedicados a sus labores.
Que se me caiga la única puta manchita de helado en la remera impecable, es uno de los “¡Ups!” más comunes, diría yo. Y así como digo helado, llámele usted tuco, juguito del “Lomito” que acabo de morder o la única gota del café que se deslizó por el borde de la taza. ¡La única! ¡Y tiene que terminar en mi remera color amarillo patito!
Más grave es, por ejemplo, que en toda una habitación exista un solo reborde filoso, yo me dé cuenta que está ahí y le sugiera: “Cuidado con esto, Lolis, que te podés lastimar” y, diez minutos después, por atolondrado... ¡Zas! Me hago un rayón en el brazo que necesita la gotita o tres puntos en el hospital para cerrar el tajo.
Pero la del cine, fue para los anales.
Resulta que a Lolita y a mí nos gusta mucho el cine. Así que cada vez que podemos, después de saciar nuestros más bajos y primitivos instintos y, a continuación reponer fuerzas en nuestro restaurante favorito, salimos pitando para el cine. Y cuando digo pitando, quiero decir patitas-para-qué-te-quiero, porque estamos con el horario más que justo. Y es que Lolita tiene todo cronometrado al nanosegundo. Porque, deben saberlo, señoras y señores lectores, parientes amigos y vecinos, Lolita es, en esta pareja, la que se encarga de la planificación, del mismo modo que yo me encargo de la logística. Y en su planificación, por lo general, figura entre los ítem más importantes, el ponernos al día con el cine, cueste lo que cueste.
Así que uno de esos días, después del viaje, de las efusividades de la mañana y de la paella que nos zampamos entre ambos en tiempo record, nos fuimos a ver una película romántica, pero con un “touch” diferente, un complemento muy especial.
A ver... no es que tenga nada contra las películas románticas, de ninguna manera. Admito que termino lagrimeando cada vez que vuelvo a mirar –como buen masoquista que soy, a veces–, “Meets Joe Black”. O que me pone la piel de gallina Al Pacino en “Scent of a Woman” y me enternece “Sabrina”, entre tantas otras.
Tampoco tengo nada contra el cine de terror, siempre y cuando esté bien producido, el guión sea bueno y la película tenga ese “no-sé-qué” de siniestro que hace que cuando salgo de la función, empiezo a girar la cabeza para ver si nos siguen los muertos vivos.
De hecho, en mis mocedades fui (me consta) uno de los primeros fans de Stephen King y me leí todas sus novelas, ya fuera que escribiera con su nombre o con su seudónimo. La mayoría están ahí, todavía, en custodia en mi biblioteca.
Y es que vengo de la época en que nos íbamos al cine del barrio, los miércoles ("Día de Señoras", tres películas al precio de una), a ver las de Drácula a razón de tres seguidas: “Drácula”, “Las novias de Drácula” (no sé si íbamos por Drácula o por las tetas de las novias), “El retorno de Drácula” y toda la seguidilla.
Vista a la distancia, “El Exorcista”, en su momento, me dejó intranquilo. “El Resplandor”, interpretada por Jack Nicholson, me estremeció y “Alien” (la primera parte) me hizo pegar un salto en la butaca cuando el pequeño monstruito indestructible sale del pecho del tripulante-portador.
Después, algunos filmes memorables como “Fallen”, “Angel Heart” o "Entrevista con un vampiro", me gustaron. Pero toda esa bosta sanguinolenta sin sentido que se produce ahora como chorizo en Hollywood, me da repeluz.
De manera que, concluyamos, no soy un tipo prejuicioso al respecto, y algo conozco para poder emitir un juicio.
Pero “Crepúsculo” fue, para mí, ¿cómo decirlo? a little too much.
Ya sé, ya sé... Ese tipo de películas son el producto de la superficialidad, la falta de costumbre, el hábito de no leer, la falta de buena literatura... ya sé, las cosas son como son. No es tema de discusión en este momento. El tema es que, para decir la verdad acerca de lo que me parece “Crepúsculo” (“Twilight”), esa novela romántica de vampiros dirigida al público adolescente escrita (bueh... garrapateada) por Stephenie Meyer, publicada en 2005, y llevada a la pantalla grande... me parece un reverendo bodrio.
Como si fuera poco, me anoticié de que es la primera parte de una serie de cuatro libros: “Crepúsculo”, “Luna nueva”, “Eclipse”, y “Amanecer”. Bodrio a la cuarta potencia. Peor que Dan Brown y su “Código DaVinci”. Libros predecibles, mal redactados, peor traducidos –según mi criterio estético, claro–, y con historias traídas de los pelos, que a “Salem´s Lot” o a “Carrie”, no le llegan ni a la primera página, por nombrar dos de las primeras escritas por El Gran Stevie (que por esa época no la tenía tan clara). Por no mencionar a “La máscara de la Muerte Roja”, de Edgar Allan Poe, que leía cuando era chico, porque eran las novelas que intercambiaba mi madre con una vecina que tenía el hábito de la lectura.
Pero bueno, como sea, allá fui con Lolita, sin preconceptos, en una tarde calurosa y pesada, que amenazaba lluvia, a ver la película que –democráticamente–, es días le había tocado elegir a ella (no olvido que me debe “Valkyria”, con Tom Cruise interpretando al conde von Stauffenberg, que quede constancia), después de haber elegido yo la anterior.

¿Cómo les cuento que a los diez minutos de empezado el mencionado filme, el suscripto estaba cabeceando como mamado delante del televisor? Juro que es la primera vez que me duermo en una película que vamos a ver juntos.
Lolita, paciente, comprensiva y hasta condescendiente ella, concentrada en la película como estaba, me acariciaba la cara con indulgencia (eso dice ella, yo no me acuerdo porque estaba dormido) comprendiendo que una romántica-de-vampiros para adolescentes, después del viaje, del ajetreo de la mañana y del almuerzo, podían ser excesivos para un hombre de mi edad.
Yo, de a ratos, abría los ojos y carraspeaba, tratando de disimular (ella asegura que no lo lograba, y que mis ronquidos provocaban miradas de fastidio en los parroquianos circundantes), pero ni siquiera lograba fingir que estaba despierto. Siempre según la versión de Lolita –casi apócrifa, en mi manera de ver las cosas–, por ahí me enderezaba, la miraba con una de esas sonrisas de “¿Todo bien?”, y vuelta a cabecear y a los ronquidos.
Ella miró toda la película.
Yo, me la dormí.
Pero la catástrofe se empezó a anunciar cuando la película terminó y con los créditos en la pantalla la gente empezó a irse (no sin antes, cuando pasaban al lado, mirar hacia mi butaca con cara de pocos amigos y con las peores intenciones) y Lolita me dijo:
–Papi...
–¿Eh? ¿Eh? ¿Mhhfffmmjjj? –con babita que me caía sobre la remera.
–Terminó la peli...
–¡Oh! Sí... claro... muy (¡Buaaaaaahhhhhhh!) muy....
–Dale, que te la dormiste toda –dijo, poniéndome un dedito sobre la boca y acariciándome el cabello.
–¿Eh? ¿Yo? ¿Dormir? Naaaa...
–Dale, vamos –dijo, con esa ternura que la caracteriza.
Me puse en pie. Me desperecé –como era de esperarse en alguien que ha echado una cabezada de más de hora y media–, y di el primer paso.
Y el segundo.
Entonces sucedió.
El antedicho “¡Ops!” o "¡Ups!" se reveló en toda su patética realidad.
Debo decir –en mi descargo–, que con Lolita solemos ir a un cine de esos que tienen varias salas pequeñas, producto de haber transformado un cine grande y espacioso, como los de antes, en una suerte de cine mono-ambiente, más oscuro que el culo de un oso (como decía un amigo mío) y que el arquitecto reformador ni siquiera pensó que los escalones en chanfle podían llegar a constituir un peligro para los usuarios, quizás porque cuando llevó a cabo la remodelación, no había tanto juicio por mala praxis.
Con el tercer paso, decía, mi vacilante y adormilado pie quedó mitad en el escalón y mitad en el vacío, a consecuencia de lo cual trastabillé y, de alguna manera que no puedo recordar en este momento, salí disparado hacia delante como un Exocet revoleado por la mano de un gigante y, prácticamente, pasé a ras de dos hileras de butacas hasta que, más por instinto de supervivencia que por habilidad, mi mano extendida consiguió aferrarse al borde de una butaca y frenó a toda mi humanidad disparada, deteniéndola antes de que yo terminase estrolado, despatarrado en la alfombra, siete hileras más adelante.
En el mejor de los casos, claro. Porque no es menos cierto que podía haber terminado desnucado como ése alemán que se pelea con Bruce Willis en “Duro de Matar” (Primera Parte).
Eso sí: en mí predomina un sesgo de dignidad, algo así como cierto grado de old fashioned style, que me hace salir airoso de situaciones tan comprometidas como la que acabo de describir. De manera que aún no sé cómo fue que, en una mala imitación de Alexander Godunov, logré dar un salto y caer sobre la alfombra en cuatro patas, como si fuera un gato que acaba de saltar desde un tejado.
–Jajajajajaja jajajjaja –Lolita riéndose, sin hacer ni el menor esfuerzo por reprimir la carcajada y evitarme el consecuente bochorno post-traumático.
–Mhhhh ffff –yo, sin saber qué hacer.
No contenta con su carcajeo desparpajado, a continuación hizo la pregunta fatídica, la del millón, la que no se olvida, la que hiere como un puñal por la espalda, de tan obvia que resulta.
–Pa-pi.. (Jajajajaja) Pa... (jajajaja) pi... ¿Te... (jajajaja) te... caíste? Jajajaja –carcajeándose a mandíbula batiente como sólo saber hacerlo ella cuando está en tren de chancearse.
–No, si vuá a está juntando pochoclo del piso... –contesté, en una mala parodia de la tonadita cordobesa.
–Vení, vení que te ayudo, mi amor (conteniendo la risa a duras penas, Lolita, la muy dulce). ¡Te caíste mi vidddddddda! ¡Jajajajajaj!
–Un tropezón no es caída, Lolita, un tropezón no es caída... –le dije, en tono solemne, con la experiencia que dan los años, mientras salía sostenido por ella, tratando de encontrar ese resto de dignidad que tenía que estar en algún bolsillo, rengueando y frotándome la muñeca de la mano (con distensión de tendón) que me paró de manera milagrosa antes de quebrarme la nuca.
¿Cómo les cuento que siguió riéndose por el resto del día y que el “¡Ops!” quedó registrado en los anales de la historia de nuestra relación?
¿Que cómo sé que la película era mala? Porque me la dormí y yo no me duermo en el cine a menos que la película me resulte un bodrio. Así se sencillo.
El Profesor
PD: El que se ría, por favor, ni lo mencione, ¿eh?